Llego a La Habana y mi billetera se asusta. Hay inquilinos nuevos allá adentro y, además, son muchos —aunque no rinden para casi nada. Tantos héroes y patriotas la hacen engordar de forma tan exagerada que se siente incómoda, rígida, incapaz de doblarse para entrar en alguno de mis bolsillos. Extraña los tiempos en que con unos pocos próceres iba feliz por la vida, sabiendo que era más que suficiente para subsistir y hasta rumbear un poco.
Es cierto que hubo una época convulsa; en su interior coexistieron hasta tres monedas diferentes que, al final, servían para más o menos lo mismo. Pero los tiempos han cambiado. La vida ha cambiado. Las tasas de cambio por la izquierda, las del mercado negro, también cambian por día. Y esos cambios no son buenos, sobre todo para la mayoría.
Soy de esta isla que cambia. Voy y vengo. Soy un paria sin hogar definitivo. Vivo aquí, voy allá, pero vuelvo. Siempre regreso a mi isla, a mi ciudad, a mi gente, a mi familia. A las raíces; una buena dosis de todo eso siempre me recarga las pilas al máximo.
Pero cada regreso es un asombro, una puesta al día, una actualización de códigos de sobrevivencia. Además, una revisión de la lista de amigos y afectos. Una triste confirmación de que muchos se han ido, de que otros han muerto y de que buena parte de los que siguen aquí están buscando —vía parole o acudiendo a los ancestros ibéricos— su “boleto al paraíso”.
También está la gente que sigue al pie del cañón. Gente con fe. Gente que cree que el camino es el correcto y que, timonazos para allá y timonazos para acá, podremos salir de esta crisis.
Recorro las calles de La Habana, ciudad bulliciosa y parrandera por la que hoy transitan menos carros y mucha menos gente; donde se acumula basura en las esquinas, esas por donde cada vez más ancianos, y no tanto, rebuscan algo que les permita subsistir, ganar unos pocos pesos.
La Habana de 2024 está llena de nuevos negocios. Liderados por las mipymes; algunas son pequeños emprendimientos; otras, verdaderas tiendas por departamentos. Hay casi de todo, pero no hay dinero para comprar.
Cuesta cogerle el pulso a la Cuba de hoy, con sus desigualdades y contrastes; con su explosiva tasa de cambio que hace que uno se pase el día exprimiéndose el cerebro para intentar encontrar la forma más razonable de usar el dinero con el que cuenta. Pero esto no es nada para un cubano que vuelve del “más allá” con 4 pesos en el bolsillo. Complicado de verdad es para los que tienen que estirar hasta el infinito lo que le manda algún pariente desde el extranjero o, sin familia en el exterior, pasar el mes con el flaco salario o la esquelética pensión en una moneda devaluada.
Otra novedad para mí fue el miedo: miedo a las calles desiertas, a la oscuridad o a sacar el teléfono del bolsillo en pleno día. La gente aterrada por chismes multiplicados por Facebook.
Desde que aterrizas los consejos llueven: que no salgas de noche, que no uses el teléfono en la calle y que ni se te ocurra andar con esa camarita al hombro como siempre haces. Por supuesto, estas recomendaciones vienen acompañadas de una anécdota de alto impacto, amplificada por el poder de las redes.
Confieso haber hecho todo lo que me dijeron que no hiciera, y más. En 45 días que anduve por La Habana no me sentí en peligro ni un segundo. Tampoco vi que le pasara nada a nadie. La Habana sigue siendo la ciudad tranquila de siempre aunque, sin duda y como pasa en todos lados, durante las crisis la delincuencia aumenta.
Otro temor es al apagón, a la falta de agua que lo acompaña y, por estos días de intenso calor, al inminente comienzo de la temporada ciclónica. Apagones, sequía y riesgo de huracanes: una mezcla explosiva.
Como diría Frank Delgado, La Habana está de bala. Pero sigue siendo una ciudad con encanto; y su gente, la que queda, sigue siendo amable, acogedora, servicial. Un lugar al que vale la pena volver y al que, aun en medio de esta crisis, recomendaría visitar a cualquier extranjero; de paso, buena falta nos hacen turistas para llenar tanto hotel.
Eso sí, hay que lograr que esa buena gente no se vaya, que pueda ver el paraíso en su propia tierra. Es una misión difícil, y para eso hay que “cambiar todo lo que debe ser cambiado”.
Para que dentro de unos años los billetes con Martí, el Che, Maceo, Gómez y Camilo vuelvan a tener un lugar en nuestros bolsillos y no tengan que escuchar a un compatriota decir “en nota”, mientras muestra unos billetes que decoran su mochila, que al Che lo lleva “porque era combatiente, a Martí porque pensaba mucho y a Camilo… Pobre Camilo, compadre”.