Como “monasterios suspendidos en el cielo”, así promociona la industria turística a los templos de la iglesia ortodoxa griega edificados en Meteora. Y la verdad es que sí, que vistos desde algunos ángulos, son edificaciones que parecen flotar en el medio de un paisaje rocoso, único y espectacular, con picos, alientes y montañas nevadas como telón de fondo.
Meteora significa “rocas en el aire”. Recorrer el lugar en un día soleado debe ser increíble. El turismo abarrota el lugar en verano, tanto que los monasterios son el sitio más visitado en Grecia después de la Acrópolis. Pero nosotros, “marcha atrás” que somos, decidimos visitar la Grecia continental en pleno invierno, el peor de los últimos 35 años, según nos comentaba un periodista griego.
Visitamos Meteora en un día gris, con cielo encapotado, llovizna en la tarde y una fuerte nevada al anochecer que casi nos impide marcharnos al día siguiente. A pesar de todo eso las vistas de los monasterios son impresionantes y cuesta imaginar cómo, hace cientos de años, los monjes fueron capaces de construir semejantes edificaciones encaramadas en las cimas de las rocas a más de 600 metros sobre el nivel del mar.
Este valle ya era lugar de recogimiento para religiosos desde el siglo IX, aunque en aquel entonces los monjes se conformaban con las cuevas. Meteora les ofrecía un lugar solitario y aislado donde dedicarse a orar, “las rocas enviadas por el cielo a la tierra”, según algunos antiguos textos cristianos.
Pero la guerra todo lo cambia. En el siglo XIV los monjes comenzaron la construcción de los monasterios para protegerse de los ataques del Imperio Bizantino, que anhelaba conquistar la fértil llanura de Tesalia. En total edificaron 24 templos, todos encaramados en lo más alto de las rocas y a los que solo se podía acceder con escaleras de mano que, evidentemente, controlaban los de adentro. La comida la subían en cestas, a través de sistemas de cuerdas que, obviamente modernizados, aún se conservan.
Ingenio contra barbarie, primó la inteligencia y los monasterios siguieron inaccesibles e intocables hasta el siglo XX cuando nuevamente la guerra cambió el paisaje del valle de Meteora. Durante los ataques alemanes a Grecia en la II Guerra Mundial la mayoría de los templos fueron destruidos por los bombardeos nazis.
Hoy solo quedan 6 monasterios encaramados en las rocas, a los que se accede a través de senderos y escaleras talladas en la roca a principios del siglo pasado. De ellos cuatro son habitados por hombres, dos por religiosas. Todos se pueden visitar, pero eso sí, ojo con la vestimenta. Hay que ir bien tapado, nada de bermudas, ni camisetas o escotes amplios y en el caso de las mujeres, ni pantalones, solo faldas y que tapen bien, hasta los pies. Mi esposa, que iba en jeans, tuvo que comprar una especie de pareo ortodoxo para usarlo como falda en el interior de los monasterios, algo que la emberrenchinó bastante.
La nieve me impidió volver a retratar los monasterios, quería hacerlo al amanecer siguiente y hubieran sido espectaculares las fotos con los edificios y los picos rocosos cubiertos de nieve, toda la escena en blanco y gris, casi un blanco y negro 100 % natural, pero el circuito de 17 kilómetros que serpentea entre los monasterios, desde donde se dan las mejores vistas, estaba intransitable por la nevada. Era imposible subir con el mini auto en que andábamos recorriendo el país.
Me gustaría volver a Meteora y hacer fotos hasta la saciedad (si es que mi insaciable mirada lo puede considerar suficiente), pero no sé si será posible. La nieve me jodió doble, pues por su culpa tampoco pudimos visitar el Oráculo de Delfos, a él podría haberle preguntado si la vida y los Dioses me regalarían una segunda visita a los templos colgados del cielo.