Hace años que nadie vive en Spinalonga. Por el día la isla recibe una verdadera avalancha de turistas atraídos por su belleza y su historia, por lo cristalino de sus aguas y la belleza del entorno o por los restos de su fortaleza veneciana. Pero en las noches todos se van y Spinalonga se queda sola con sus fantasmas. Los más recientes son los de los cientos de enfermoso de lepra que vivieron y murieron aquí en la primera mitad el siglo XX.
Ubicada en el golfo de Elounda, en Creta, Grecia, Spinalonga es una pequeña isla con mucha historia. No siempre fue isla, ni siempre griega. Formaba parte de la mítica Creta durante el dominio veneciano. Fueron ellos precisamente quienes destruyeron la conexión territorial con la isla mayor para utilizar lo que fue una pequeña península como bastión defensivo ante las constantes invasiones otomanas. Fueron también los venecianos quienes la llamaron Spinalonga, o sea, espina larga; aunque su forma sea más bien redondeada.
La ínsula, redescubierta por el turismo en los años 80 y que se recorre en poco más de una hora, conserva los restos recientes de una colonia de leprosos y también de una fortaleza veneciana del siglo XVI, considerada una de las más importantes e inexpugnables del Mediterráneo, imprescindible para defender las rutas comerciales de la época.
Pero lo de inexpugnable no era muy exacto. En 1715 los turcos conquistaron la fortaleza de Spinalonga durante la séptima y última guerra otomano-veneciana, poniendo fin a siglos de dominación del Imperio Veneciano sobre el pequeño pedazo de la milenaria Creta. Comenzaban años de ocupación turca que se extendieron hasta el siglo XX.
Los cretenses pusieron fin a la dominación turca durante la rebelión de 1866; pero Spinalonga siguió en manos otomanas y allí se refugiaron muchas familias turcas temerosas del odio y la venganza de los cristianos griegos. En 1903 el Gobierno de Creta ideó una estrategia para expulsar a los turcos que aún residían en Spinalonga: instaló en la isla una colonia de enfermos de lepra. Y funcionó.
Los turcos que permanecían en la isla salieron huyendo, temerosos de contraer la temible enfermedad y los recién llegados, de forma no precisamente voluntaria, crearon en Spinalonga una comunidad cuya fama aún perdura y atrae cada día a miles de turistas que navegan hasta ella surcando las cristalinas aguas del Mediterráneo.
Los enfermos residieron en Spinalonga durante más de medio siglo, completamente aislados; aunque durante la Segunda Guerra Mundial muchos habitantes de Creta se refugiaron en la isla de forma temporal, con más miedo a las bombas y las balas que a la lepra. En la década del 30, época de mayor auge del poblado, llegaron a residir en él más de mil personas, todas enfermas, que construyeron su propia iglesia, negocios y hasta cafés, buscando normalizar las duras condiciones de vida que les imponía su enfermedad.
La colonia se mantuvo activa hasta 1957, cuando, descubierta una cura para la lepra, se les permitió salir y ser tratados en hospitales de Atenas. Pero muchos no tenían familia fuera de Spinalonga, ni un hogar, ni dinero, y decidieron volver, aunque por poco tiempo, pues un año después serían desalojados por la policía y la isla quedaría vacía. O casi. En ella siguió residiendo un sacerdote que ofició por cinco años los ritos ortodoxos al último enfermo enterrado en la isla. Al marcharse el religioso en 1962, Spinalonga quedó totalmente vacía y desierta, hasta que la descubrieron los turistas.
De los leprosos que habitaron Spinalonga y que hasta cierto punto la hicieron florecer, poco se sabe. Tal vez algunos lograron la ansiada cura a su mal y pudieron reinsertarse en una sociedad que los rechazaba y estigmatizaba. A estas alturas no debe haber sobrevivientes. De ellos solo queda la leyenda y las historias que narran los guías a los visitantes.
Spinalonga es, junto a las ruinas del palacio de Knossos (mítico lugar donde se cuenta que estuvo enclavado el laberinto del Minotauro), uno de los lugares más visitados de Creta. En temporada alta pueden llegar desde los puertos cercanos hasta 4 mil visitantes por día, atraídos, más que nada, por la leyenda del que fue el último leprosorio de Europa.