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Caminé especialmente hasta esa esquina que tantas veces había visto en fotos y documentales: la Calle 72 con Central Park West, en Nueva York. Desde lejos sobresalían los techos a dos aguas del imponente Dakota, bañados por la luz del mediodía mientras todo lo demás quedaba en sombra. Inaugurado en 1884, ese edificio de apartamentos pasó de ser célebre por su arquitectura a convertirse en un símbolo mundial después de que, en sus puertas, fue asesinado John Lennon.
Me detuve frente al arco del inmueble, ese edificio de estilo gótico de mediana altura. John y Yoko vivieron allí, en el séptimo piso. El apartamento —unos 600 metros cuadrados— tenía vistas a la Calle 72 Oeste y a Central Park. A Lennon le fascinaba Nueva York y, en especial, la ubicación del Dakota: estar justo al lado del parque, cerca de tiendas, restaurantes y de la vida cotidiana que la ciudad ofrece sin pedir permiso. De algún modo, esa mezcla de elegancia antigua y desorden urbano le recordaba a Liverpool.


No lo advertí entonces, pero este 2025 marca los 45 años de aquel frío lunes 8 de diciembre de 1980 cuando, a las 10:50 de la noche, el ex beatle cayó herido de muerte a apenas unos metros del lugar donde yo estaba parado.
Yo no estuve allí esa noche —faltaban dos meses para que naciera—, pero intuyo la sensación que debió respirarse en la ciudad: algo del mundo dejó de sonar para siempre.
Aquella jornada había sido larga y luminosa para Lennon. Por la mañana, la fotógrafa Annie Leibovitz lo retrató abrazado a Yoko, desnudo, en una imagen que luego se volvería icónica. Por la tarde dio su última entrevista y, ya entrada la noche, ambos fueron a los estudios Record Plant a mezclar “Walking on Thin Ice”. No era un día extraordinario, pero tenía ese brillo discreto que suelen tener las despedidas involuntarias.
A las cinco de la tarde, al salir del Dakota rumbo al estudio, un joven silencioso los esperaba con un disco en la mano: Mark David Chapman. Le extendió un ejemplar de Double Fantasy. Lennon, que firmaba con generosidad incluso en la penumbra, estampó su firma con calma. “¿Es todo lo que quieres?”, preguntó. Chapman asintió. El fotógrafo aficionado Paul Goresh, también fanático del ex beatle, capturó la escena sin imaginar que estaba congelando el prólogo de un crimen.

Para entonces, Chapman ya había decidido matar a su ídolo. Había viajado desde Hawái con ese propósito, dudó, volvió a decidirlo y finalmente se quedó esperando bajo el arco del Dakota. La devoción torcida de ciertos fanáticos es un terreno fértil para la oscuridad; esa noche ambas fuerzas coincidieron en la misma sombra.
Pasadas las diez y media, Lennon y Yoko regresaban del estudio. Él quería llegar a tiempo para darle las buenas noches a Sean, su hijo de cinco años. Esa prisa amorosa —tan íntima, tan humana— hizo que bajaran de la limusina en plena calle en lugar de ingresar directamente al patio interno, mucho más seguro. Afuera, el portero José Sanjenís Perdomo y un taxista vieron a Chapman en la penumbra. Nada parecía fuera de lugar. Nueva York es una ciudad donde las sombras rara vez llaman la atención.
Yoko caminó adelante. Lennon venía unos pasos detrás.
Chapman dio un paso y disparó cinco veces con un revólver calibre 38 Special. Cuatro balas atravesaron la espalda y el hombro del músico; una quinta terminó incrustada en una ventana. Lennon consiguió subir cinco escalones hacia la zona de seguridad y pronunció:
—Me dispararon.
Luego se desplomó.

El conserje Jay Hastings corrió hacia él, le quitó las gafas, lo cubrió con su uniforme y llamó a la policía. Afuera, Perdomo le arrebató el arma a Chapman. El asesino, sorprendentemente calmo, se quitó el abrigo, se sentó en la acera y esperó. Tenía en la mano un ejemplar de The Catcher in the Rye. En la tapa interna había escrito: “Para Holden Caulfield. De Holden Caulfield. Ésta es mi declaración”. A veces, el sinsentido necesita disfrazarse de literatura.
La policía llegó en cuestión de minutos. Chapman, sin alterarse, dijo: “Sí, acabo de dispararle a John Lennon”. Los oficiales Bill Gamble y James Moran cargaron al músico en la parte trasera del coche patrulla y lo trasladaron al Roosevelt Hospital. Lennon llegó sin pulso. Durante veinte minutos, los médicos intentaron reanimarlo: abrieron su pecho, hicieron un masaje cardíaco manual. Pero las balas de punta hueca habían destrozado vasos y órganos vitales. A las 11:15 p.m., el doctor Stephan Lynn declaró su muerte. Tenía apenas 40 años.

La noticia se expandió como un trueno silencioso. Frente al hospital y frente al Dakota comenzaron a reunirse personas con velas, radios, vinilos, guitarras. En Londres, Buenos Aires, Tokio: en cada rincón donde alguien hubiera cantado alguna vez “Imagine”, nació una vigilia improvisada.
En la televisión estadounidense, Howard Cosell interrumpió un partido de fútbol para informar lo ocurrido. Walter Cronkite lo confirmó a las 11:20. Paul McCartney, sorprendido por periodistas en la puerta de su casa en Sussex, solo pudo decir: “Es un fastidio, ¿no es así?”. Ringo voló desde las Bahamas para acompañar a Yoko. George Harrison escribió “All Those Years Ago”. El mundo entero pareció detener su ritmo, como si también hubiese recibido un disparo.
“No hay funeral para John… John amaba y rezaba por la raza humana. Por favor, recen por lo mismo. No cedan a la desesperación”, pidió Ono tras enterarse de que dos fans —una adolescente en Florida y un hombre de 30 años en Utah— se habían suicidado. Lennon fue incinerado el 10 de diciembre y sus cenizas esparcidas en Central Park. Pero el homenaje se volvió global: el 14 de diciembre, millones de personas guardaron diez minutos de silencio. Solo en Central Park se reunieron unas 225 mil.

Chapman fue condenado a cadena perpetua. Desde el año 2000 le han negado trece veces la libertad condicional. Allí sigue, y probablemente seguirá.
Cruzando la Calle 72, dentro del parque, está Strawberry Fields, el jardín que desde 1981 lleva el nombre de aquella canción onírica que Lennon escribió evocando su infancia. Es uno de los sitios más visitados de Nueva York. Muchos turistas van directo allí sin siquiera pasar por el Dakota. En el centro está el mosaico con la palabra “Imagine”. Algunos se sacan selfies; otros —los que conocen el peso del silencio— posan la mano sobre las baldosas como quien toca un altar sin dioses. Fue en ese lugar donde Yoko Ono esparció las cenizas de John.






Sucede algo simple y brutal: Lennon salió esa noche apurado para darle un beso a su hijo. No sabía que el mundo entero estaba a punto de quedarse huérfano de él. Cuarenta y cinco años después, la ciudad sigue cargando ese eco.
Desde aquella noche, Nueva York —y quizá gran parte del mundo— nunca volvió a sonar igual. Es un silencio que aún hoy, 45 años después, sigue marcando el ritmo de la memoria.











