Hace 20 años conocí la ciudad de Baracoa, en el oriente cubano, tras un par de semanas de recorrer con un grupo de amigos los bosques y ríos del Parque Nacional Alejandro de Humboldt, Patrimonio de la Humanidad.
Llegamos a la Villa de Nuestra Señora de la Asunción de Baracoa luego de navegar una parte del río Toa, el más caudaloso de la Isla, que nace en las montañas de Nipe-Sagua Baracoa y desemboca en las Cuchillas del Toa, en la costa norte de la provincia de Guantánamo. Ahí, a unos pocos kilómetros de nuestro desembarco, nos adentramos en la acogedora urbe baracoesa.
En efecto, usted acaba de leer el término baracoesa. No es un error de tecleo; aunque baracoenses es el gentilicio más conocido en el país y allende los mares de las hijas e hijos autóctonos de la Ciudad Primada de Cuba, baracoesos es el más usado en ese territorio.
Así nos lo hizo saber en aquel viaje de hace dos décadas Alejandro Hartman Matos, el historiador de Baracoa, cuando soltamos “los baracoences…”.
Hartman nos dio cobija durante unos días en un rincón del Museo Fuerte Matachín. En una noche de verano, frente a la gigante estatua de Cristóbal Colón, el también antropólogo y promotor cultural nos contó de Baracoa con devoción, como el abuelo sabio que guarda mil historias y leyendas.
“Por aquí entraron las esencias de nuestra criollez y aquí se encuentran muchas de las esencias de los cubanos”. Eso es algo que siempre recuerdo de aquel ser humano maravilloso, “señor del Cacao y del Tetí; el señor de la fortaleza de Matachín; defensor de una aldea con una cruz de una Catedral que ya no existe; un cuidador de la memoria del pueblo indígena, autóctono…”, como lo describiera su amigo, el historiador de La Habana, Eusebio Leal, recientemente fallecido.
Que me deslumbrara Baracoa (ese nombre de origen arahuaco que significa tierras altas) o me hiciera un empedernido comensal de su dulce de coco envasado en el tradicional cucurucho de yagua no es algo peculiar. Generalmente le sucede a cualquier forastero que se pasea por sus estrechas calles, contempla la gracia de sus paisajes y siente en persona la familiaridad de sus vecinos.
Uno de los primeros en quedar absorto ante tanta hermosura fue Cristóbal Colón. Comandando hace más de cinco siglos las famosas carabelas La Niña y La Santa María (La Pinta entonces había tomado rumbo a Bahamas), llegó a estos parajes el 27 de noviembre de 1492. Sus impresiones quedaron escritas en su diario de navegación: “La más hermosa cosa del mundo”.
Pero ahí no terminaron los asombros del Almirante. Al divisar el imponente Yunque, el gran símbolo natural de Baracoa, Colón apuntó en su bitácora: “Y al cabo de ella de la parte Sueste un cabo en el cual hay una montaña alta y cuadrada que parecía isla”.
Al parecer, no podía creer lo que sus ojos vieron. Esa montaña, de 560 metros sobre el nivel del mar y de cima aplanada, parece más una pirámide trunca, como si fuese una obra alucinante de la humanidad y no de la naturaleza.
En el mismo libro también se puede leer esta entrada, del sábado primero de diciembre de 1492: “Asentó una cruz grande á la entrada de aquel puerto que creo llamó el Puerto Santo sobre unas peñas vivas. La punta es aquella que está a la parte del Sueste, a la entrada del puerto”.
Se trata de la conocida Cruz de la Parra, la única que se conserva hasta hoy, de las 29 que plantó el navegante genovés en América a lo largo de su primera travesía por nuestro continente.
Ese símbolo cristiano fue hallado dos décadas después por hombres al mando de Diego Velázquez, capitán acompañante de Colón en su segundo viaje a América y fundador en 1511, en el sitio donde encontrara la cruz, de la primera villa de Cuba, bautizada como Nuestra Señora de la Asunción de Baracoa.
Ya en 1496 se había fundado Santo Domingo de Guzmán, conocida popularmente como Santo Domingo, la actual capital de República Dominicana. Por tanto, Baracoa no solo ostenta el título de ser la primera villa de Cuba, sino también la segunda del Caribe.
Mas, entre todos los títulos merecidos, para mí siempre será aquella ciudad maravillosa, como ninguna otra, que estalló ante mis ojos tras varios días de aventuras por el monte. Quizás por esa forma poco usual de arribar a la ciudad más antigua de Cuba es que en mi imaginario guardo una singular y prístina mirada de la ciudad y los baracoesos.