Los cementerios cargan con un imaginario tenebroso de mitos y leyendas. Sin embargo, una necrópolis, que etimológicamente significa “ciudad de los muertos”, está íntimamente ligada a la vida de la metrópolis, esa ciudad de gran extensión, con muchos habitantes.
“El primer objetivo del cementerio es representar una reducción simbólica de la sociedad”, escribe el historiador francés Philippe Ariès (1914-1984), en su libro El hombre ante la muerte, publicado en 1977. Ese célebre ensayo y, particularmente esa frase de uno de los referentes de la corriente denominada como “nueva historia”, fue un cimbronazo para repensar esa relación solemne y de culto que tenemos los seres humanos vivos con los camposantos.
De ese modo el espacio de los cementerios es, entre otras cosas, una entidad reveladora del contexto socio histórico del lugar donde está construido. También de las personas que allí yacen y sus parientes vivos que los visitan.
El arquitecto español Luis Fernández-Galiano Ruiz, catedrático de Proyectos en la Escuela Técnica Superior de Arquitectura de Madrid, afirma que “somos el único animal que posee ritos funerarios, y antes de ser monos gramáticos fuimos monos sepultureros”.
“La ciudad de los muertos —escribe el también director de la revista Arquitectura Viva— ha sido tradicionalmente una versión escueta de la de los vivos, y un laboratorio de arquitectura, jardinería y escultura. De las urnas en forma de cabaña a los panteones palaciegos o los nichos-colmena de sepultura social, la naturaleza y las fracturas de una cultura pueden discernirse en sus enterramientos”.
Los cementerios aparecieron como una señal de modernidad y saneamiento a finales del siglo XVIII. Antes de esa fecha, por ejemplo, en la antigua Roma, los enterramientos sucedían en las propias casas. Luego se construyeron galerías subterráneas conocidas como “catacumbas”. Por su parte, en el cristianismo, en los pueblos más antiguos, los muertos se enterraban en las afueras, a la orilla del camino.
Cuba fue el primer país de Hispanoamérica donde se proyectó la construcción de un cementerio público. No fue casualidad. Tuvo que ver con el “privilegio” de ser una de las colonias “más mimadas” de España en el mundo.
A inicios del siglo XIX y por el impulso del obispo de Espada, las solicitudes de los médicos Tomás Romay y Ambrosio G. de Valle, así como el apoyo financiero de entidades como la Sociedad Económica de Amigos del País se levantó el Cementerio General de La Habana. Conocido como Cementerio de Espada, funcionó en las afueras de la entonces Villa de San Cristóbal de La Habana, entre los años 1806 y 1878. Hoy, de ese histórico lugar, solo queda una pared con marcas de los nichos.
De las necrópolis cubanas, la de mayor importancia es la de Colón, en La Habana. La piedra fundacional fue puesta en 1871 y las obras tardaron quince años en terminarse. Finalmente fue inaugurado el 2 de julio de 1886.
La necrópolis de Colón abarca 57 hectáreas. Se encuentra en medio de la capital cubana y alberga un rico patrimonio escultórico y arquitectónico. Pertenece a la categoría de “cementerios significativos”. Son aquellos camposantos donde están los restos de personalidades y donde predomina el arte funerario (manifestaciones artísticas en torno a la muerte y la memoria como esculturas o panteones).
Estos tipos de cementerios devienen museos a cielo abierto donde hasta son parte del atractivo turístico de la ciudad.
En ese sentido de aludir a la muerte como parte inexorable de la vida y desacralizar los cementerios hay un capítulo que, de alguna manera, rompe con la formalidad de estos sitios. Son los epitafios.
Esa frase esculpida sobre el mármol resume la historia de vida del difunto. Es como un acto de última voluntad donde hasta me atrevería a decir se desafía a la propia parca, dueña de ese barrio que es el cementerio.
Hay epitafios muy conocidos como el del cantante Frank Sinatra (1915-1998): “Lo mejor está por llegar”. También el del gran dramaturgo francés Molière (1622-1673): “Aquí yace Molière el rey de los actores. En estos momentos hace de muerto y de verdad que lo hace bien”. O el del actor y comediante mexicano Mario Moreno “Cantinflas” (1911-1993): “Parece que se ha ido, pero no es cierto”.
Yo prefiero el del poeta chileno Vicente Huidobro (1893-1948): “Abrid la tumba. Al fondo de esta tumba, se ve el mar”.
También hay epitáficas muy famosas pero apócrifas. Tal es el caso del compositor alemán Johann Sebastian Bach (1685-1750) que, aunque en su tumba no hay otra inscripción que la de su nombre, se le adjudica el siguiente epitafio: “Desde aquí no se me ocurre ninguna fuga”. Al actor y humorista estadounidense Groucho Marx (1890-1977), un gran hacedor de frases, es otro que no dejó ningún epitafio sin embargo se le achaca: “Perdonen que no me levante”.
La literatura también nos ha legado otros textos memorables en torno a un protagonismo muy vivo de donde yacen nuestros muertos. El escritor español Felipe Benítez Reyes, quien confiesa que jamás ha visitado por gusto un cementerio, publicó en el diario El Mundo, un artículo muy interesante donde, como lo anuncia desde su título “De tumbas y ultratumbas: El cementerio como espacio literario”, recoge algunas miradas poéticas y fúnebres:
“Ante un pequeño cementerio urbano de Broadway, el entonces recién casado Juan Ramón Jiménez apreció lo siguiente: ‘¡Pobre pozo de muertos, con tu iglesita de juguete, cuyas campanas sueñan al lado de las oficinas que sitian tu paz, entre los timbres, las bocinas, los silbatos y los martillos de remache!’. Miguel de Unamuno exclamó ante un humilde cementerio de Castilla: ‘¡Pobre corral de muertos/ entre tapias hechas del mismo barro,/ sólo una cruz distingue tu destino/ en la desierta soledad del campo!’. Luis Cernuda nos ofreció esta potente imagen de un cementerio de la ciudad: ‘Ni una hoja ni un pájaro. La piedra nada más. La tierra./ ¿Es el infierno así? Hay dolor sin olvido,/ con ruido y miseria, frío largo y sin esperanza./ Aquí no existe el sueño silencioso/ de la muerte, que todavía la vida/ se agita entre estas tumbas, como una prostituta/ prosigue su negocio bajo la noche inmóvil’”.
En fin… Ese lugar silencioso donde ¿descansan? (cementerio remite a un vocablo griego que significa “dormir”) los restos de nuestros seres queridos; ese paisaje en su mayoría blanco, de tumbas, nichos, panteones, crucifijos, epitafios, flores en búcaros, lápidas, mausoleos y esqueletos… guarda más relación con la vida que con la propia muerte.