Caminaba por una calle en Centro Habana, cuando me topé una ventana abierta de par en par desde la que salía la voz de Benny Moré con su “Lajas, mi rincón querido, pueblo donde yo nací”. Detuve mi andar y me quedé pegado a la casa para escuchar. Así estuve hasta el final de la canción. Seguí mi recorrido cámara en mano y, mientras fotografiaba, sonaba en mi cabeza como un ritornello la voz del Bárbaro del Ritmo.
Un rincón es un espacio pequeño y generalmente apartado dentro de un lugar mayor; en una habitación, una casa o incluso al aire libre. Suelen ser áreas íntimas, en las que encontrar cierta privacidad o tranquilidad. Metafóricamente puede ser un refugio personal, un lugar cargado de recuerdos significativos; un punto de partida y también de destino, de retorno.
El acto de volver a estos espacios es una forma de mantener viva la historia personal y la colectiva. Mientras camino por las calles de una ciudad que me acogió durante años, se despliegan ante mi cámara una serie de imágenes cargadas de matices. Seguramente siempre fue así; pero la distancia hace que la mirada adquiera algo de externo, de extrañamiento; sin dejar de ser cercana.
Cuba, su gente, son mi rincón querido. Siempre lo será, como una tabla salvadora en medio del mar abierto. Atesoro, bajo cualquier circunstancia y en cualquier parte, voces, miradas, gestos, olores, sonidos, sabores y risas de esta esquina del mundo. Cuando retomo el contacto con todo eso, mi conexión con el rincón querido se renueva con una fuerza abrumadora.