Por estos días de Festival Internacional de Cine de La Habana, desempolvo mis archivos. Me conmueve rememorar esas salas oscuras donde todo comenzaba con los inconfundibles compases de la cortina musical compuesta por José María Vitier.
Yo solía ser uno de esos que llaman “festivaleros”. Pasaba el día recorriendo los cines, de la mañana a la noche, caminando apurado por la calle 23 de una sala a otra. Me sumergía en las inevitables colas para entrar a cada función, y en medio de la jornada me conformaba con almorzar una pizza de 5 pesos acompañada por un refresco de 1 (detalle que deja claro que esto ocurrió hace bastante tiempo).
Andaba con el Diario del Festival bajo el brazo, marcando en la cartelera las tres o cuatro películas que vería al día siguiente. La última función era un reto: el cansancio me vencía a menudo y terminaba dormido en la butaca. Incluso eso tenía su encanto: despertar con los créditos finales formaba parte del ritual.
Creo que La Habana me atrapó porque la conocí en diciembre, vestida de cine. Llegué por primera vez desde Holguín, con un grupo de amigos. Éramos unos ocho, jóvenes y entusiastas, cargando una camarita con un solo rollo para toda la estancia. Cada foto de aquel viaje es grupal, y detrás de nosotros siempre aparece una fila de personas esperando entrar a algún cine.
Aquella primera visita fue hace más de veinte años; yo ni siquiera era fotógrafo aún. A partir de entonces, cada diciembre tenía cita en La Habana. Me alojaba en casa de mis tías y me instalaba durante las dos primeras semanas del mes, mientras duraba el Festival. Al regresar a Holguín, me ufanaba en la escuela contándoles a mis compañeros las películas que había visto y los personajes famosos que había conocido. A veces exageraba un poco. No había redes sociales ni teléfonos inteligentes para desmentirme; tampoco para dejar testimonio de mis relatos. Bastaba con la palabra y algo de carisma juvenil para ser creíble.
En una de esas citas festivaleras descubrí a Fernando Birri, cineasta argentino y referente del cine latinoamericano. Entré por casualidad a una retrospectiva en el cine La Rampa y me encontré con Un señor muy viejo con unas alas enormes, su adaptación del cuento de Gabriel García Márquez. El filme, coproducción cubano-argentina, tenía un reparto de lujo que incluía a Daisy Granados y Adolfo Llauradó. Pero lo que más me impactó fue Birri en el papel del ángel caído, con su barba blanca y su sonrisa inconfundible. La imagen del protagonista surcando los cielos se quedó conmigo.
Días después, lo vi en persona por la avenida 23. Era imposible no reconocerlo. Lo seguí con la mirada mientras se perdía entre la gente, como si en cualquier momento pudiera alzar vuelo hacia el mundo ficticio que había creado en su película. De esa secuencia no tengo fotos; en aquel entonces no llevaba una cámara a todas partes como ahora. Pero no importa, esa escena surrealista quedó impresa en mi retina.
Años después, en otro Festival, vi a Gabriel García Márquez, el inspirador de aquella película de Birri. Allí estaba, sentado en el Karl Marx con su esposa, Mercedes, y un grupo de amigos cubanos como Alfredo Guevara y Julio García Espinosa. No recuerdo qué película estábamos por ver, pero no perdí la oportunidad de fotografiarlos. La imagen quedó divertida: Gabo y Alfredo parecen chismeando sobre lo que Mercedes miraba en su teléfono.
En un Festival de Cine de La Habana pueden converger todo tipo de historias. Una de las cosas más insólitas que me sucedieron fue perderme en el cine Yara (¿quién se pierde en un cine?). Al abrir una puerta equivocada, me encontré en la cabina de proyección. Allí estaba el proyeccionista, el mago anónimo que manipulaba un rollo de película en el ya clásico formato de 35 milímetros, una reliquia en la era digital. A pocos metros, la máquina proyectaba, transformando a intervalos de milésimas de segundo un haz de luz en movimiento. Cada fotograma cobraba vida gracias a una lente que invertía y enfocaba las imágenes sobre la pantalla; esa magia. Desde ese lugar privilegiado, el corazón del cine, vi una película como nunca antes: a través de una pequeña ventanita.
Escenas fortuitas como esas se cruzan en mi memoria en este tiempo de Festival. Ahora, al revisar un manojo de fotos tomadas con prisa, cada una guarda un fragmento del pasado, una historia para ser contada. Son imágenes que capturan encuentros, miradas y el movimiento constante de diciembre en La Habana, cuando el cine se convierte en el protagonista de la ciudad.
La nostalgia por esos días me hace pensar que el Festival de Cine no solo proyecta historias en las pantallas; también las crea en la vida de quienes lo vivimos con intensidad. Las películas terminan, pero el recuerdo de lo que sucede en torno a ellas permanece. La verdadera luz de la sala oscura.