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La gira de Silvio Rodríguez por varios países de Sudamérica tuvo su última escala en Colombia. El viernes pasado en Medellín y el domingo en Cali fueron las presentaciones de cierre de un periplo que comenzó más de un mes atrás, el 19 de septiembre, en la escalinata de la Universidad de La Habana.
A lo largo de seis países y trece conciertos completamente llenos, unas 150 mil personas fueron testigos de un recorrido musical y emocional que unió generaciones, geografías y memorias.
Quince años habían pasado desde su último concierto en tierras colombianas —en julio de 2010, durante el Congreso Iberoamericano de Cultura celebrado en Medellín—. Desde entonces, la ausencia del trovador fue alimentando la expectativa y, a medida que se acercaban las fechas, el fervor se multiplicó.


El periodista y cineasta Iván Gallo, testigo de la jornada, narró en la revista Pares:
“Entre las cinco de la mañana y las cuatro de la tarde del 31 de octubre llegaron a Medellín trece aviones desde Bogotá, cargados con personas que querían cumplir el sueño de estar en un concierto de Silvio Rodríguez.”
El Estadio Polideportivo Sur de Envigado, con capacidad para cerca de quince mil personas, fue el escenario elegido tras quedar chico el Centro de Eventos La Macarena, donde inicialmente se había programado el recital.
Desde temprano, un sol ardiente acompañó a los primeros en llegar. Algunos, para mitigar la espera, llevaron guitarras y cantaron; otros repasaban posibles listas de canciones, calculando el orden y especulando con los bises.


La encargada de abrir la velada fue la cubana Lien Rodríguez, cantautora distinguida por su destreza y poderío en la guitarra. Media hora después, a las ocho de la noche, los músicos que acompañan a Silvio ocuparon sus puestos: Emilio Vega en el vibráfono, Jorge Aragón en el piano, Jorge Reyes en el contrabajo, Rachid López en la guitarra, Maykel Elizarde en el tres, Oliver Valdés en la batería, Malva Rodríguez en las voces y Niurka González en la flauta y el clarinete. Comenzaron a tocar un pasaje instrumental y, minutos después, apareció el trovador. La euforia fue total.




Esa noche, Medellín vivía un doble clima: el de Halloween y el de un reencuentro largamente esperado. Entre el público asomaban algunos con atuendos de unicornios, pero nadie pedía dulces: desde temprano pedían canciones. Luego de leer el fragmento de “Maestros ambulantes” de José Martí y cantar “Ala de colibrí”, comenzaron los pedidos de temas llegados desde todas las partes del estadio.

“¡Ojalá, Ojalá!”, gritaban. Silvio calmó la ansiedad:
—“Ojalá viene al final” —dijo, para que lo escucharan y, sobre todo, para que lo escucharan cantar el resto del repertorio preparado con tanto esmero tras más de un mes de intensos ensayos.
Desde las gradas más altas, el escenario se veía como un punto luminoso rodeado de una escenografía natural de montañas y luces dispersas que parecían luciérnagas bajo un cielo encapotado: una postal viva, de pinceladas cortas y vibrantes, como un cuadro impresionista.
La multitud coreó todas las canciones, incluso aquellas menos conocidas, como las del disco “Quería saber” y temas inéditos que presentó en esta gira: “Virgen de Occidente”, “La bondad y su reverso” y “Más por venir”.
En lo alto del estadio, Gabriela y Cristian se abrazaban. Detrás de ellos, la ciudad seguía viva: luces, tránsito, ruido. Adentro, la quietud. Entre canción y canción se miraban, sonreían, se limpiaban las lágrimas.
“Es tan surrealista —me dijo Gabriela— que alguien pueda convertir un estadio en una sala íntima. A lo lejos es solo un puntito de luz, pero su voz llega tan cálida, la música es tan envolvente… que se siente como un abrazo.”
En medio del recital se sucedían un sinfín de escenas paralelas. A metros del escenario, cuando sonaba “Te amaré”, un joven se arrodilló y le pidió matrimonio a su pareja. En “Virgen de Occidente”, las palmas del público marcaban el ritmo junto a las guitarras y la flauta, como si fueran parte del arreglo.

“Silvio, a sus 78 años, sigue siendo un monstruo de dimensiones épicas”, escribió Iván Gallo en su crónica. Por su parte, el diario venezolano La Calle destacó: “Con escenarios abarrotados, el mayor exponente de la Nueva Trova Cubana demostró plena vigencia al reunir público de todas las edades, tejiendo ideas con maestría musical y humanidad profunda.” En esa crónica de Denis Miraldo, el periodista cerró con una nota personal:
“Pido disculpas a mis lectores por no mantener la objetividad periodística, pero no pude. Lloré. Lloré durante gran parte del concierto, en cada melodía amada desde mi juventud.”


La emoción no se detuvo. De hecho, muchos de los que asistieron al concierto de Medellín viajaron también a Cali. Otra flotilla de aviones aterrizó en la capital del Valle, y a ellos se sumaron viajeros desde Bogotá, Ecuador, Costa Rica, Panamá, Puerto Rico y hasta un par de cubanos que volaron desde Miami. También los hubo que cruzaron el Atlántico: llegaron desde España. Y quizá el más lejano de todos los silviófilos viajeros fue Diego, que vive en Australia y viajó solo por 72 horas para estar presente en el concierto.
Algunos coincidieron incluso en el mismo vuelo que traía a Silvio y a su equipo. Fue un caos amable, desde la sala de espera hasta la salida del avión: saludos, fotos, autógrafos, abrazos. En medio de aquel vendaval de afecto, Silvio se notaba sorprendido; era él quien terminaba agradeciendo tantas muestras de cariño que le llegaban como un huracán.
Entre firmas y fotografías, escuchaba con atención los relatos de quienes le contaban cómo habían vivido el concierto, y esas historias de vida que, de algún modo, habían quedado entrelazadas con la banda sonora de sus canciones.

Aterrizar en Cali es, de algún modo, sentirse en Cuba: por el verdor, el calor y, sobre todo, por la música. “Nosotros musicalmente somos un poco hijitos de los cubanos —me dijo un taxista—, por el son y la salsa.”
Desde temprano se respiraba el ambiente festivo. En la fila predominaban los rostros jóvenes. “La última vez que vino, yo ni caminaba”, decía una chica de 17 años que sostenía un cartel: “Busco entrada, es mi sueño verlo.” Al final, la consiguió.
Una hora antes del concierto, el recinto ya estaba lleno. Se apagaron las luces y subió al escenario el trovador cubano Carlos Lage, encargado de abrir la noche. Acompañado por Maykel Elizarde en el tres y Rachid López en la guitarra, interpretó “El seguidor”, “Hermano mío”, “Procurando curar”, “Razón y sentimiento” y “El mar de los abismos”. Carlitos conectó de inmediato con el público y dejó el ambiente encendido.

Sobre las ocho, detrás del telón, los músicos y Silvio compartieron abrazos y el ritual de chocar los puños antes de salir a escena. La introducción de los primeros compases de “Ala de colibrí” le dio la bienvenida. Apenas fue detectado entre bastidores, el público lo ovacionó: la primera de muchas ovaciones que recibirían él y sus compañeros esa noche.
La lista de canciones siguió casi al pie de la letra el recorrido de la gira. Un repertorio que fue de “Ala de colibrí” a “El necio”, pasando por “Historia de las sillas”, “Sueño con serpientes”, “Pequeña serenata diurna”, “Casiopea”, “Créeme”, “Yolanda”, “Quién fuera” y “Te amaré”. Luego, la lectura del poema “Halt”, de Luis Rogelio Nogueras, dio paso al tramo final con “La era está pariendo un corazón”, “Ángel para un final”, “Unicornio”, “Ojalá” y “Venga la esperanza”.


Durante las más de dos horas de concierto, el sentimiento estuvo a flor de piel. Desde el público se asomaban rostros jóvenes y adultos con la mirada vidriosa. Entre ellos estaba Francia Márquez, vicepresidenta de Colombia, quien al final del concierto se acercó a saludar al trovador y lo abrazó con gratitud.
Tres hombres se abrazaban y cantaban juntos. Ese gesto podría haber pasado inadvertido entre tantos otros, si no fuera porque Javier Rosas, Mauricio Suárez y Juan Manuel Toro se compartían así también a su propia historia. Hace más de treinta años, cuando eran bachilleres de 17, asistieron juntos al primer recital de Silvio en Colombia. Dos años después repitieron la experiencia en la segunda visita del trovador. Y ahora, quince años más tarde, volvieron a hacerlo, en Medellín y en Cali.

En otra zona del público, un grupo de jóvenes formó una ronda iluminada por una linterna. En el centro, un cancionero. Buscaban las letras y las cantaban una a una, como en un ritual colectivo. Cuando sonó “Venga la esperanza”, miles de celulares se encendieron. Desde el escenario, Silvio y los músicos parecían abrazados por un mar de lucecitas.


Una de las grandes sorpresas de toda la gira llegó en el cierre de ese último concierto. Después de los bises, y tras el delirio colectivo con “Ojalá” y “El necio”, Silvio tomó la guitarra, pidió silencio y anunció:
—“Voy a hacer algo que no he hecho en ninguno de los trece conciertos de esta gira”.
Mientras deslizaba los primeros acordes, reveló que se trataba de un poema de “un amigo muy querido, el cineasta y poeta cubano Víctor Casaus”, musicalizado en 1968, pero nunca antes interpretado en público.
Así presentó “Para mirar nacer”, que dedicó a Amin Blanco, una de esas “imprescindibles invisibles” del equipo de Ojalá, quien esa noche celebraba su cumpleaños.
Entonces, con voz serena, cantó:
Para mirar nacer
la voz de esta mujer
lunas brillaron en la tierra.
Y el sol, el grande sol,
furioso ante esta luz,
no dio para alumbrar la tierra.
Para mirar nacer
la voz de esta mujer
llovió sin descansar
sobre el naciente mar.
El pez en su coral,
madréporas de sal,
los hombres y el color
terrestre del amor.
Para mirar nacer
la voz de esta mujer,
piernas, espaldas y sus senos,
vino la lluvia aquí,
vino el sol grande aquí
y vino el cielo sobre el cielo.
Al terminar, en medio de los aplausos, el trovador solo atinó a decir, bajito, con tono tierno y conmovido:
—“Gracias”.


Termina así más de un mes de ruta por seis países —Cuba, Chile, Argentina, Uruguay, Perú y Colombia— entre finales de septiembre y comienzos de noviembre. Aviones cruzando la Cordillera de los Andes, el Río de la Plata, el Cono Sur entero.
Hubo contratiempos, como el fuerte catarro que afectó a Silvio en Buenos Aires, y desquites, como aquel tercer concierto también en la capital argentina. Un recorrido de grandes escenarios y una cálida recepción del público.
La gira fue un fenómeno en todo sentido: un éxito colectivo que desbordó cifras y fronteras, y también una travesía hecha de afecto, disciplina y complicidad. Más allá de los estadios llenos y las entradas agotadas en cuestión de horas, lo que se vivió fue una experiencia de memoria compartida, de arte en estado puro y de una entrega que no se improvisa.


Nada estuvo librado al azar. Cada concierto fue el resultado de un engranaje afinado entre equipos que ya funcionan como una sola familia: desde Argentina con Alfiz Producciones hasta Cuba con Ojalá.
Durante semanas, antes del primer recital en La Habana, las jornadas de ensayo se extendieron sin mirar el reloj: probar, ajustar, repensar, escuchar. El desafío era enorme —luego de más de dos años sin reunirse los músicos, volver a engranar y armar un repertorio de más de treinta canciones— y hacerlo sin recurrir al camino fácil de los “éxitos antológicos”. La apuesta fue otra: reinterpretar, buscar nuevas texturas sonoras, hallar un equilibrio entre lo clásico y lo inédito.

Incluso las canciones más conocidas fueron revisadas con la paciencia de un artesano. Nuevos arreglos, respiraciones distintas, silencios que ahora pesaban de otro modo. Porque, al fin y al cabo, en esta gira todo parecía responder a una misma convicción: que la música y las canciones, cuando se hacen con amor, nunca se repiten; se renace.
Ahora, el camino de regreso a casa se perfila en el horizonte, pero para Silvio y los suyos, la palabra “descansar” es apenas una licencia poética. Lo esperan varios proyectos discográficos puestos en pausa y que verán la luz en un futuro próximo.
¿Y cuándo volverá a los escenarios? La pregunta que flota en el aire, susurrada entre la multitud golosa que aún vibra con la emoción de esta gira, de verlo vital y pleno.
Tras el concierto de Cali, en la intimidad sagrada de los camerinos —ese espacio donde la adrenalina se disipa y la complicidad se afianza—, entre abrazos y la satisfacción del deber cumplido, Silvio, con una sonrisa que dibujaba una complicidad silenciosa, dejó entrever que aquello no era un punto final.
—“Puntos suspensivos…” —dijo, con una picardía entrañable. Hay más porvenir.











