Hace varios años, mientras paseaba por la concurrida calle Obispo, en La Habana Vieja, fantaseaba, en medio del tumulto de transeúntes, con la idea de ver desiertas y en silencio, algún día, esa y otras arterias del casco histórico. Soñaba con la posibilidad de fotografiarlas; toda su arquitectura de cinco siglos dispuesta a posar solo para mí. De ese modo, podría capturar a San Cristóbal de La Habana como pocas veces se ha podido.
A veces los deseos se cumplen, pero no precisamente de la manera que uno imagina. Con la llegada de la pandemia y la cuarentena, las personas se refugiaron en sus hogares para proteger sus vidas. Como consecuencia, en diferentes lugares del mundo, incluida La Habana, se presenciaron escenas desoladoras. Ciudades que antes rebosaban de vida se volvieron desiertas y silenciosas. Las imágenes que alguna vez había soñado llegaron a mí, pero no como las estampas hermosas que yo anhelaba, sino como un vacío forzado y triste.
Cuando finalmente llegó el momento de volver a salir, recorrí La Habana Vieja en una tarde de enero de 2022. Había poca gente en las calles. Los vecinos se agolpaban en largas colas, esperando su turno para comprar alimentos. Tampoco se veían multitudes de turistas paseando, tomando fotos y adquiriendo souvenirs.
La ciudad había transformado su banda sonora. En lugar del bullicio y la agitación habituales, reinaba la calma y la serenidad. El peculiar sonido de los músicos callejeros interpretando son cubano y bolero, así como los gritos entre vecinos, las conversaciones animadas en las esquinas y las risas contagiosas, habían sido reemplazados por un inquietante silencio. La Habana había adoptado un tono más íntimo y suave, como un suspiro que se alzaba en medio de la quietud.
Durante mi recorrido, me topé con un trovador errante, un músico solitario y perdido que tocaba su guitarra. Un gato blanco, echado en medio de la calle, era el único espectador en aquel escenario. La melodía de aquel trovador evocaba los días en que La Habana Vieja estaba repleta de músicos callejeros que competían por la atención de los turistas. Las notas de su guitarra llenaban el vacío y resonaban en los edificios coloniales que lo rodeaban.
Hace unos meses, durante las vacaciones de verano, regresé y, para mi sorpresa, La Habana silenciosa seguía ahí. Apenas se escuchaban los pasos lentos y pausados de los escasos mortales que merodeaban por las calles. Los habitantes locales continuaban haciendo colas; los vendedores ambulantes se podían contar con los dedos de las manos y los músicos eran ahora una rareza. Aunque ya había algunos turistas, muy pocos, caminaban con calma, sin prisas, libres del acoso de los vendedores.
Nuevamente, tenía aquellas calles, aquellas construcciones históricas, los monumentos y las estatuas solo para mí, como alguna vez había imaginado. Sin embargo, descubrí que esa realidad no coincidía con lo que imaginé cuando atravesaba una ola de gente por la calle Obispo.
Aquella escena anodina y distópica parecía extraída de una película de ciencia ficción. Las palomas dominaban la Plaza Vieja en su totalidad; la escultura del historiador Eusebio Leal, ubicada en la vereda del Palacio de los Capitanes Generales, en la calle Tacón, fue la única compañía que encontré en aquel lugar.
¿Y qué decir de La Giraldilla? Símbolo de La Habana, la solitaria veleta, una escultura de mujer esbelta y sensual postrada en lo más alto del Castillo de la Real Fuerza: parecía triste ante aquel panorama.
En la Plaza de la Catedral, la última en ser construida entre las plazas coloniales de la ciudad, se extendía el vacío. La iglesia permanecía cerrada y la magnificencia de su fachada, lo más grande de la arquitectura cubana barroca, se alzaba imponente en medio de aquel espacio desolado. Se extrañaban incluso las mesas del bar restaurante que solían estar dispuestas en la plaza con algún conjunto musical amenizando en vivo la cotidianidad.
También noté la ausencia de la histórica cartomántica, esa anciana negra, vestida de blanco, con flores rojas en la cabeza y un tabaco en la boca, que solía ocupar la esquina y profetizaba el futuro. Del mismo modo, ya no se veía a las mujeres que solían pulular por allí, disfrazadas con atuendos del siglo XVIII, luciendo vestidos de colores y con los labios pintados de un rojo intenso, regalando flores y posando para las fotos.
A tan solo unos pasos de distancia, en la renombrada Bodeguita del Medio, un lugar que solía encontrarse abarrotado de turistas, llegando incluso a ocupar parte de la calle Empedrado, ahora se reunían solo unos pocos visitantes. Estos forasteros disfrutaban de las guarachas cantadas por un dúo y se deleitaban con los famosos mojitos del lugar, pero la atmósfera que solía impregnar cada rincón de este icónico establecimiento ya no estaba presente. El bullicio y la energía vibrante que solían caracterizar a La Bodeguita se habían desvanecido, marcando un cambio notable en comparación con los días de agitación y celebración que la habían hecho famosa en todo el mundo.
Fotografiar La Habana silente fue una experiencia sobrecogedora. Se convirtió en el retrato melancólico de una ciudad que ha experimentado cambios significativos en tiempos recientes. La pandemia dejó una marca profunda; el turismo, esencial para la economía cubana, no termina de recuperarse, y las carencias de la vida diaria se han vuelto más evidentes que nunca.
Aun en estas condiciones la belleza de La Habana atrapa. Pero esta ciudad no es así. Es vibrante, bullanguera, rebosante de historias y pasiones. Por ahora, estas instantáneas están en pausa, incompletas.
Estas retratando los efectos del bloqueo dek país donde tu vives y q vienes a comprobar sus desgracias, lejos de los de Miami pero su causa está allá