Mi abuelo siempre llevaba en el bolsillo trasero de sus pantalones tres cosas: una billetera, un pañuelo y ¡una jabita! Solía decir que la billetera y el pañuelo eran prescindibles, pero la jabita de nailon, esa que en Pinar del Río llamaban “chillona” y en Holguín “cubalse”, era un apéndice del cubano. Bromeaba diciendo: “Las partes del cuerpo en cualquier país son tres. En Cuba son cuatro: cabeza, tronco, extremidades y jabita”.
La humorada del viejo llevaba razón. En Cuba, las bolsas que en casi cualquier otro lugar del mundo te dan para transportar momentáneamente una compra, son un bien preciado. Más de uno en mi familia reclama más cuando presta una jaba que cuando presta dinero.
Según mis tías, que han visto pasar muchas cosas en la vida, esta costumbre se afianzó en los 90, con el Periodo Especial. Antes en cualquier local te daban una o, en la bodega, al sacar los mandados, se adquirían los famosos cartuchos.
Tres décadas después, es común encontrarse gente cargando con y en jabitas en cualquier parte de Cuba. Son parte de una coreografía urbana de quienes libran la misma batalla: sobrellevar las dificultades. En esas jabas los cubanos llevamos desde productos de primera necesidad hasta artículos diversos. Y, más que simples contenedores, son símbolos de la lucha diaria.
En muchos países, numerosos supermercados y tiendas han adoptado políticas estrictas para reducir el impacto ambiental, y promueven alternativas sostenibles como bolsas reutilizables o biodegradables. En Cuba la situación económica obliga a seguir una lógica distinta, si bien las reutilizables se usan desde hace años, de yute, de tela y otros materiales.
Sin embargo, las bolsas de plástico siguen siendo una presencia omnipresente en la vida cotidiana de los cubanos. Y lo serán. Se depende de estas jabitas no solo para transportar compras, sino además para otros innumerables usos en la calle o el hogar.
Este uso extendido de bolsas plásticas refleja tanto la necesidad económica como la falta de alternativas viables, subrayando la brecha entre las aspiraciones medioambientales globales y la realidad local; aunque el hecho de que en Cuba sean conserevadas mientras resistan, varios lavados mediante, las convierte en un especie de híbrido. No son ecológicas en sí mismas, pero no reciben el uso único para el que fueron concebidas.
Las jabitas de nailon, lejos de ser desechables, en la isla se reutilizan y reciclan hasta el agotamiento. La que originalmente fue una bolsa plástica de yogurt sirve para guardar piezas de pollo en el congelador. Otra, la más cuidada, está destinada al pan nuestro de cada día. Si sorprende la lluvia, la bolsita se transforma en una capa improvisada que cubrirá al menos la cabeza.
Las que se rompen no se tiran porque sirven para tapar salideros de una manguera o tuberia, reemplazando el teflón. Y están las destinadas a recolectar los desechos domésticos, que luego inundan las esquinas, desbordando los contenedores de basura y formando montañas llenas de blanco.
La jabita merecería su monumento. Representan el esfuerzo constante por encontrar y llevar a casa lo necesario para subsistir en un país donde la escasez y la búsqueda marcan el ritmo de cada día.