“Moverse es bueno: mover las piernas, el cuerpo, los ojos, los recuerdos, todos los sentidos... Así maté la soledad y la tristeza que tenía encima. Estuve como 3 horas dando vueltas por La Habana; viendo a la gente caminar, conversar, parar la guagua, gritar, sonreír, tomar café…”.
Así habla para sí mismo Sergio, el personaje protagonista de Memorias del subdesarrollo (1968), clásico del cine cubano dirigido por Tomás Gutiérrez Alea y que, como ninguna otra película, retrata el paisaje sociopolítico de la isla a principios de los 60.
Un poco como Sergio, pero seis décadas después, camino por La Habana sin rumbo. Es una experiencia cargada de revelaciones. Siempre lo ha sido. Desando las calles, entre la gente.
La ciudad tiene un bullicio sui géneris sobre el que, paradójicamente, prevalece una apacibilidad inusitada. Parece desierta; pero no lo está. Pero hoy podría hasta caminar por el medio de 23 sin correr peligro alguno.
Aun así, los vecinos se hacen sentir de balcón a balcón o de puerta a puerta, vociferando. También la música que pasa con los bicitaxis o sale desde una casa que te encuentras abierta de par en par.
Por suerte, el sol por estos días no es abrasador. Está oculto entre las nubes, por donde se filtra una luz pareja. Aunque la humedad y el calor son constantes, se agradecen los aguaceros que en algo mitigan la fatiga.
Hay una sensación que siempre me acompaña cuando zapateo La Habana y es que, a pesar de los pesares, cada pedacito de esta ciudad parece guardar una historia. Y cada persona, un testimonio silencioso de la vida en este punto del universo, vibrante y complejo.
Como una sinfonía urbana, mis compatriotas miran apacibles la rutina del día a día. Están sentados en una esquina; vendiendo objetos de segunda y hasta tercera mano; esperando en una parada una guagua que no se sabe cuándo llega; asomados desde sus ventanas o sus balcones; aferrados a la pantalla del celular.
Algunas miradas sugieren aspiraciones; esperanzas. Otras, lo contrario. Hay un grito silencioso, de desgaste. La gente lucha como puede.
Es en esos rostros donde vuelve a asaltarme el recuerdo de Sergio, en otra de las escenas icónicas del filme basado en la novela de igual nombre de Edmundo Desnoes. Es la parte en que el protagonista sale al balcón de su cómodo apartamento y, a través de su telescopio, mira la ciudad.
“Aquí todo sigue igual. Así, de pronto, parece una escenografía, una ciudad de cartón. (…) ‘Cuba libre e independiente’, ¿quién iba a sospechar todo esto? ¿Y la paloma que iba a mandar Picasso? Es muy cómodo eso de ser comunista y millonario en París…”.
Sergio mira la ciudad en blanco y negro. Reflexiona y lo atormentan muchas preguntas. Ahora, al cabo de seis décadas, y aunque en colores, la película continúa y otro torrente de preguntas no cesa.
La película del presente de Cuba tiene muchas partes. “Esto no hay quién lo entienda. Hace años entraban latas con carne rusa y ahora llega una lata gigante, un submarino, que trae rusos pero nada de jama”. No es una cita del filme de Titón (aunque bien podría serlo). Quien lo dice es Rodolfo, un cincuentón que pescaba en el Malecón y con quien me puse a conversar al final de mi recorrido.