Santiago de Cuba inspira al que camine por sus calles. Así le sucedió a Federico García Lorca y lo dejó plasmado en “Son de negros en Cuba”, poema de mitad de los años 30, escrito durante su estancia de tres meses recorriendo la Isla: “¡Oh Cuba! ¡Oh curva de suspiro y barro! / Iré a Santiago.”.
Es el lugar más fotogénico que yo haya recorrido. Es, para mí, un ejemplo gráfico del éxito de la fotografía: “su estrategia de transformar seres humanos en cosas y cosas en seres humanos”, como describió Susan Sontag, en Sobre la fotografía (On Photography).
Me empeño en volver una y otra vez a Santiago por los más diversos motivos. Parto fascinado porque en esa ciudad suelen suceder cosas extraordinarias, como aquella escena cotidiana que inspiró uno de los temas antológicos del cancionero cubano.
Ocurrió hace casi un siglo, una noche de luna llena, en una esquina del barrio de Los Hoyos, cuando una niña tras escuchar una serenata de un trovador llamado Miguel Matamoros y su amigo, quiso saber de dónde eran los cantantes: “¿De dónde serán? / ¡Ay, mamá! / ¿Serán de la Habana? / ¿Serán de Santiago, / tierra soberana? / Son de la loma / y cantan en el llano.”
Santiago para mí es también un universo de significados que se mezclan en mis vivencias. Datan de hace quince años, cuando viví por un año en la Universidad de Oriente como estudiante de Periodismo. Fueron esos también los tiempos en que, casualmente, comenzaba a deambular como fotógrafo.
De ahí que mi seducción con una de las primeras villas fundas en Cuba (1515) vaya más allá de su llamativa arquitectura, del animado diseño urbanístico de la ciudad, de sus acalorados y sonrientes pobladores, de los ritmos musicales, de los cardinales hechos históricos que la cubren, de la intensa luz o ese paisaje donde la sierra y el mar, como en ninguna otra parte del país, pareciera que se besan.