Le comentaba a un amigo que desde que cumplí 40 años tengo la sensación de que el tiempo pasa más rápido. 2023 pasó como un suspiro. Mi amigo me escucha atento y suelta una carcajada antes de rematar: “Esa misma reflexión la hiciste el año pasado por estas fechas”.
Quizá sea que, más allá de qué década de vida esté transitando, siento que el tiempo se escabulle y, en el umbral de un nuevo año, me aboco al recuento de lo pasado como forma de anclar experiencias. Y esto pasa, necesariamente, por tener conciencia de lo efímero en medio de la vida cotidiana. Le pongo más atención al tiempo vivido que a la expectativa de lo que está por venir.
Hay una constante en esa fugacidad de la existencia y es el valor incalculable de las experiencias. Llega como un flashback frente a la pregunta de qué momentos definieron el año que se va.
En esencia, nada demasiado desconocido. Lo mismo de siempre como en un ciclo: pasó la vida, con sus matices diversos. Y las respuestas a la pregunta se agolpan en un recuento lleno de instantes felices, de altibajos, de encuentros y despedidas, éxitos y fracasos.
Todo eso y más va tejiéndose en la trama de nuestra propia película. Los viajes, las celebraciones, los cambios de viento a favor y en contra, la pérdida de seres queridos, los pequeños triunfos cotidianos y los inevitables tropiezos; todos son pequeñas piezas que conforman la memoria.
En última instancia, se acaba el año pero el recuento nunca llega a su fin. La vida, con su constante flujo, se mantiene hasta el final como un relato inacabado. Seguimos por el camino.
Si me dijeran, sin embargo, que construya un puente entre el año que se va y el que viene, propondría que fuera un par de versos de la cubana Reina María Rodríguez, de su poema “Resaca”:
El tiempo retorna, se revierte
y necesito de esa reversibilidad para existir.