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Valparaíso ya me era familiar mucho antes de poner un pie en esa ciudad costera de Chile. La conocía en blanco y negro, contrastada, granulada, casi siempre en vertical. La había caminado sin haberla pisado. Y todo gracias a la sensibilidad feroz y luminosa del fotógrafo chileno Sergio Larraín Echeñique (1931-2012), el primer latinoamericano miembro de Magnum y uno de esos personajes que, sin proponérselo, terminan torciendo la historia de la fotografía.
Su libro Valparaíso, publicado a comienzos de los años noventa, llegó a mis manos y se convirtió en un mapa emocional. Es una serie de fotos para extraviarse: escaleras que suben a ninguna parte, sombras filosas, perros que parecen fantasmas, prostitutas, niños que corren como si huyeran de la luz. Todo en ese libro respira un clima íntimo, casi secreto, donde la poesía convive con la sordidez, donde la ciudad se deja retratar sin artificios. A través de él, conocí un Valparaíso que no se parecía a ningún otro puerto.

Todos los fotógrafos del mundo podríamos pasar por Valparaíso y ninguno superaría el retrato que Sergio Larraín hizo de ese lugar. Me atrevería a decir que lo mismo ocurre con cualquiera de los sitios que fotografió: todo en su obra es absoluta responsabilidad de quien fue y de cómo miraba el mundo. Su vida es de esas historias que estremecen. Tras alcanzar reconocimiento internacional en Londres, París y Santiago, decidió retirarse a Tulahuén, donde llevó una existencia austera, dedicada a la meditación y la escritura. Era radical: rechazaba la fama, esquivaba la gloria y descreía del prestigio que él mismo había conquistado. “El dinero y el prestigio destruyen al hombre, y sobre todo al artista”, repetía. Convertir el silencio en parte de su obra fue, quizás, su gesto más valiente.
Larraín creía también que “una buena imagen se crea mediante un estado de gracia”. Ese estado —decía— aparece cuando uno se libera de las convenciones y queda tan desnudo como un niño que descubre el mundo por primera vez.
Con esa filosofía se adentraba en los lugares marginales de Valparaíso: en los bares húmedos donde marineros exhaustos dejaban la paga de la semana, en los prostíbulos donde la tristeza convivía con el artificio de la alegría, en los recovecos donde señores de alta alcurnia se mezclaban de noche con quienes jamás invitarían a sus salones.




Entre 1954 y 1963, Larraín volvió una y otra vez a Valparaíso, fascinado por su caos, su geometría, su humanidad. En 1963 lo recorrió junto a Pablo Neruda, que lo invitó a caminar los cerros con la promesa de que allí encontraría una ciudad eterna, siempre en construcción, siempre incendiándose a sí misma y renaciendo.

Décadas después llegué yo a Valparaíso, en un día en que el sol apenas se dejaba ver. Un cielo gris y bajo cubría la ciudad como una manta húmeda, y un viento frío, cortante, subía desde el puerto y se enredaba en las calles empinadas.
Ese clima opaco, casi invernal, reforzaba la sensación de estar entrando en un territorio que ya había visto antes, un territorio hecho más de sombras que de luces. Era el escenario perfecto para perseguir el rastro de Sergio Larraín: un Valparaíso que no brillaba, pero que respiraba hondo, lento, profundo, como en sus fotos.

Me enamoré de Sergio —de su personaje, de su imperfección, de su batalla contra sí mismo— y fui a buscarlo en sus imágenes. Quise repetir su gesto: mirar la ciudad desde abajo hacia arriba, desde los márgenes hacia el centro, desde un estado de gracia posible.
Valparaíso es una ciudad construida en capas, como si la arquitectura fuera un diálogo permanente entre el mar y los cerros. Sus casas, de colores encendidos y latas onduladas, trepan por laderas imposibles, conectadas por escaleras interminables, pasajes estrechos y ascensores centenarios que resisten el tiempo. Nada está del todo alineado: cada fachada es un gesto irregular, un intento de adaptarse al terreno quebrado y a la historia viva del puerto. Valparaíso mezcla lo precario con lo poético; combina galpones portuarios, casonas republicanas, balcones que miran al Pacífico y murales que convierten las calles en un museo a cielo abierto. Es una arquitectura hecha de desorden, supervivencia y belleza.





Mi primer destino fue el Pasaje Bavestrello, donde en 1952 Larraín tomó la foto más icónica del libro. Subí la escalera con la respiración entrecortada, no por el esfuerzo, sino por la memoria. Allí estaban el muro, la baranda, la curva y el eco de esas dos niñas idénticas, suspendidas en un reflejo imposible de repetir. Pero no importaba: una imagen así no es un instante congelado, sino un estado del mundo.


Desde allí me dejé perder. Bajé y subí calles serpenteantes, esquivé turistas, me crucé con vendedores ambulantes y con perros que parecían custodios de algún secreto. Descubrí personajes de hoy que se parecían a los de ayer, como si Valparaíso no hubiera cambiado tanto, o como si, a pesar del vendaval turístico, todavía conservara un corazón que late a otro ritmo.

La historia de Valparaíso explica en parte esa vibración. No se conoce la fecha exacta de su fundación, aunque se calcula alrededor de 1559, cuando se levantó la iglesia La Matriz. Durante la época colonial fue el puerto de entrada a Santiago, con un comercio centrado casi exclusivamente en el Callao, en Perú. Su verdadero auge llegó en el siglo XIX: los barcos que cruzaban el Cabo de Hornos lo convirtieron en parada obligatoria, y la ciudad se volvió un hervidero cosmopolita.

Llegaron ingleses, franceses, alemanes. Se levantaron casas de colores, edificios de arquitectura europea, clubes sociales, templos anglicanos, cafés literarios y burdeles de lujo. Valparaíso fue, durante décadas, una especie de París en miniatura plantado sobre un acantilado. Los inmigrantes trajeron comercio, libros, modas, música, y también esa melancolía que aparece en los lugares que no terminan de ser de nadie. Los cerros se poblaron sin orden, nacieron los ascensores —esas máquinas que suben como si fueran recuerdos— y la ciudad se convirtió en un laberinto que aún desconcierta a quienes la visitan por primera vez.
Patrimonio de la Humanidad de la UNESCO, Valparaíso es una destilación de vidas que suben y bajan, una ciudad que se arma y se desarma, un naufragio suspendido en una ladera.

Había ido detrás del Valparaíso de Larraín, pero encontré uno propio. Veía el color donde antes hubo blanco y negro; veía el granulado transformado en bruma; veía un tiempo detenido, no como un estigma.
En las imágenes de Sergio, a pesar de los sujetos sórdidos, siempre aparecía un ánimo poético. En las calles de hoy ese ánimo persiste, aunque disfrazado de grafitis, hostales, bares para mochileros y cafés con mesas de madera reciclada. Pero si uno mira bien —si mira como él enseñó a mirar— todavía encuentra lo esencial: la mezcla, el desorden, el pulso subterráneo, la belleza que no necesita ser bonita.

Sergio Larraín miró Valparaíso desde un estado de gracia. Yo, apenas un visitante fugaz, traté de acercarme a ese estado con humildad. Cada cerro es un capítulo, cada escalera una metáfora, cada sombra un pequeño derrumbe. Eso encontré: un Valparaíso serpenteante que me devolvía la mirada.
Y también encontré, a su modo, a Larraín: no en las postales, sino en el silencio de una ciudad que sigue viva, respirando por los bordes, y que aún guarda un misterio que ningún turismo masivo puede arrasar.












