Aviso de spoiler: uno de los capítulos más desgarradores de la serie “El juego del calamar” —exitazo actual de Netflix que se ha convertido ya en el contenido más visto de la historia de esa plataforma—, sucede alrededor de un juego de canicas o de bolas, como le llamamos en Cuba a uno de los pasatiempos infantiles más populares y antiguos del mundo.
Con todas las reflexiones que podamos hacer y, a pesar de todas las angustias que provoca el drama surcoreano, ver en escena un juego de bolas me retrotrajo a mi infancia. En particular, la escena en la que uno de los protagonistas, el anciano Oh Il-nam le dice al joven Gi-hun, mientras le entrega su última canica, que lo ha engañado para quedarse con todas las canicas y, así, sobrevivir: “no te preocupes. Te la doy porque eres mi mejor amigo”.
Esas bolas, esferas de vidrios de colores, son parte de mi barrio, del momento de compartir con mis amiguitos cuando en el jardín de Pepa, una vecina, nos juntábamos los pequeños de la cuadra a jugar a las canicas. También son los recreos en mi primaria, cuando sonaba el timbre y salíamos disparados al patio a sumergirnos en un cuadrado de tierra, en una especie de campeonato de bolas con diferentes especialidades y estilos.
La exaltación por volver a ver un juego de canicas hizo me hizo comentar esos recuerdos por WhatsApp con un grupo de amigos con los que compartí la universidad y muchas aventuras en Cuba.
Para mi sorpresa, lo que pudo haber sido un mensaje superfluo se convirtió en un disparador de anécdotas. Mis amigos y yo, que andamos diseminados por el mundo y ya entramos en los cuarenta, volvimos a ser chicos y, de cierta manera, a jugar a las bolas desde nuestras remembranzas.
Paco, que vive en Holguín, mandó un audio emocionado donde relataba sus hazañas como gran jugador de bolas. También desempolvó detalles del pasatiempo y sus variantes.
Recordó que, antes de comenzar a jugar, se buscaba un lugar con tierra firme. Un territorio de unos pocos metros, lo más plano posible. De esa forma era cotidiano ver bandadas de muchachos “usurpando” jardines, patios y hasta las supuestas “áreas verdes” de cualquier parque.
Mi amigo nos brindó otro detalle. Entre los jugadores se ponían de acuerdo si la contienda era “a la verdad”, donde de ganar te quedabas con las canicas del contrincante o “a la mentira”, donde nadie corría el riesgo de perder sus bolas.
Valentín, que también vive en Holguín y Yuri, en Argentina, confiesan que su pasión por las bolas les duró hasta los tiempos del Servicio Militar Obligatorio, pues, en los momentos de descanso en la Unidad Militar, mataban su tiempo jugando al “Cuarta y tao”. Este juego es una de las variantes del pasatiempo y consiste en lanzar la bola para tratar de darle a la del contrario. De no ser posible, podías quedar hasta una cuarta de la bola oponente y ahí asestar. “Tao” sería la onomatopeya del choque entre las canicas.
“La ollita”, era otra manera muy popular de jugar a las bolas. Se trazaba una línea de salida y a un par de metros de distancia se pintaba un círculo donde cada jugador deposita algunas bolas propias. Desde la línea se turnan para lanzar una bola y quien sacara más de esa imaginaria “olla”, era el ganador.
Parecido era “El huequito”, donde, en vez de sacar las bolas del círculo, se intentaba meterlas en un orificio.
Otro era “Los seis hoyos”. Se cavaban seis agujeros en la tierra, a un par de metros de distancia entre sí, y vencía el primer jugador que lograba completar el recorrido para colar la bola en todos los huecos.
El más complejo de todos era “El cuadrado”. Transcurre dentro de esa figura geométrica y el fin es impactar la bola contraria en tres oportunidades para sacarla del perímetro delimitado. Se dispara siempre desde las líneas del cuadrado.
Existen varios estilos de lanzamiento de una canica. La manera más conocida consiste en colocar la bola entre la yema del dedo índice y la falange del pulgar, doblado y apretado por el dedo del medio. Al palanquear con fuerza el pulgar sale con velocidad la bola. Otra forma es poner la bola en el dedo del medio, entre la uña y la yema del pulgar y, asemejando un fundíbulo, esa arma de asedio de la Edad Media que lanzaba piedras para derribar murallas.
Las canicas se clasifican de acuerdo con el material de su elaboración, su tamaño y características. De hecho, en unas excavaciones arqueológicas en Egipto, en la tumba de un niño presumiblemente del año 3000 a.C., encontraron junto a otras ofrendas unas pequeñas esferas de barro que pudieran ser las primeras canicas de la que se tenga evidencia. En Cuba, como en casi todos los países, las bolas conocidas y populares son las de vidrio, con aletas de colores en su interior.
Entre mis amigos, Carlos Alberto —que vive en Miami—, rememoró en nuestro intercambio vía Whatsapp la variedad de bolas existentes, sus rangos de jerarquía y que, en nuestra infancia, las canicas se guardaban en una media vieja. “Mi madre me regañaba porque siempre mis soquetes eran impares”, soltó.
Entre las bolas más conocidas están la tricolor, las de color entero, de tres colores y dos aletas en su dibujo interior y unas muy cotizadas de porcelana, en colores, llamadas maricuchi.
“Tenías siempre una bola preferida, casi siempre la más nueva, con la que hacías los disparos. Esa, de mayor jerarquía sobre las demás y la más cuidada, se llamaba ‘Tiro’. Las de cuatro aletas eran superiores a la de tres”, detalla Amelito, que vive en Brasil y cuenta que tenía “los mejores tiros de mi barrio, en La Aduana, en Holguín. Es más, todavía existe una de esas bolas preciadas. Un tiro negro hermoso. Una reliquia que ahora es de mi pequeño hijo”, confiesa.
También estaba “la canica de las mil batallas”, la más vapuleada en los certámenes. Es toda chasqueada y rajada, la que nadie quería. A la llena de mellas, que casi había perdido su forma redonda y valor, se le denominaba “cascajo”. Esa era la primera que se ponía en disputa, delante de todas, para aguantar la embestida de las bolas contrincantes. Y era esa la única bola que te dejaban cuando el contrario te “arruchaba las bolas”, frase típica del argot del juego, cuando te las ganaban todas.
Una particularidad es que jugar a las bolas en mi infancia era un pasatiempo patriarcal. A las niñas nunca les regalaron canicas y trompos. Tampoco un guante ni un bate de pelota. Para ellas eran la suiza y los yaquis. Por suerte se van rompiendo estos estereotipos y en la serie de “El juego del calamar” aunque mucha sangre, en el juego de canicas, también hay paridad de géneros.
En otro momento ver un juego de bolas en una película hubiese pasado desapercibido, pero en estos tiempos, donde los infantes pasan casi todas sus horas de entretenimiento frente a una pantalla, nos ha disparado a mis amigos y a mí, la añoranza de tiempos felices.
Él o la que choca con el objetivo (la otra bola) le decimos que tiene: tremenda puntería (o) tremendo QUIMBE. Esta palabra no la encuentro escrita en algún texto.