Una es una madre añosa que ha cursado las 33,4, de las 38 a 42 semanas totales de una gestación humana, sin más síntomas incómodos, sin grandes inconvenientes. Pero, una es una madre y añosa. Algunas enfermedades acechan.
Uno de esos males propios de embarazadas es la diabetes gestacional, que me revelaron como casi un hecho el pasado 19 de septiembre sobre el mediodía, aun cuando estoy totalmente asintomática.
He leído mucho sobre el tema durante este tiempo. Me he informado pero eso no me deja más tranquila. En este último trimestre son más comunes –también en mí, que no soy de Marte, aunque sea mi planeta favorito– las preocupaciones sobre el parto y la salud del bebé, la ansiedad por dar a luz.
La gestación produce mecanismos anti-insulina que garantizan el azúcar necesaria en nuestra sangre para alimentar a la criatura. A veces, el efecto es más fuerte y el azúcar en sangre es mayor a la que necesitamos para alimentarnos.
Algunas de nosotras, que no éramos diabéticas o con tendencia a desarrollarla y que nos hemos alimentado con todo el rigor, no producimos la cantidad suficiente de insulina o somos incapaces de emplear bien la que creamos. Este proceso en mujeres embarazadas se llama diabetes gestacional.
El azúcar en la orina puede aparecer en cualquier momento del embarazo, especialmente durante el segundo trimestre porque aumenta el efecto anti-insulina que les comentaba.
El fallo puede detectarse si se mide el azúcar en sangre y orina; después se confirma con un examen horriblemente dulce, conocido como PTG o examen de glucosa (que ya explico). En embarazos sin mayores riesgos, estas pruebas se realizan alrededor de las 28 semanas. Sin embargo, como yo soy añosa (repito la palabrita tan poco eufónica) mis doctores me vienen siguiendo desde la captación o primera consulta en la atención primaria de salud.
Hasta ahora todo había dado bien. Pero un aumento de la glucosa en sangre alertó a mis médicos, que me indicaron un PTG extra al reglamentado durante nuestro tercer trimestre. Así volvieron a extraerme sangre en ayunas. Luego me hicieron tomar una bebida de glucosa –asquerosamente dulce, que da ganas de vomitar– y otro pinchacito vampírico tras 2 horas de espera, aunque algunas veces ha sido solo 1 hora.
El primer resultado, en ayunas, es normal. El segundo da un poco alterado.
Salí a buscar un turno médico para la consulta de diabetes gestacional que me corresponde (de referencia nacional para estos temas en el hospital capitalino “Ramón González Coro”).
La cita quedó para el lunes 8 de octubre. Muy lejos para nuestra tranquilidad. “Una gran demanda”, me explica amablemente la recepcionista. El laboratorio del hospital tampoco dispone de la dextrosa monohidratada que se emplea para el examen PTG.
Nadie más quiere hacerse cargo de una gestante, incluso en el instituto de diabetes radicado en el Vedado capital. Hablan de mi responsabilidad y libran de las suyas por mi condición. Me regañan, sin soluciones precisas.
Por lo pronto, sigo una dieta aún más estricta. Para mi tranquilidad, amigos generosos compartirán su glucómetro y algunas tiritas del reactivo necesario para que este aparato funcione (las famosas tiritas están en falta y son atesoradas, como algo vital, por personas diabéticas). Me haré mi propio perfil supuestamente diabético. Busco una brecha en el sistema de atención para que podamos ser atendidos oportunamente.
Prometo contarles en Martazos siguientes. Por ahora cierro aquí y continúo en la vida, que se complica con embargos estadounidenses y el amparo de las burocracias nacionales. Deséennos suerte.