A fines de octubre de 1921 un poderoso huracán golpeó Tampa. Nacido de una vaguada en el suroeste del mar Caribe, en su subida bordeó a la isla de Cuba por la zona de Pinar del Río con abundantes lluvias, internándose en el Golfo de México solo para ir ganando fortaleza en su avance por la tradicional calidez de sus aguas.
El día 23, a escasos kilómetros del área de la bahía, el huracán había alcanzado la categoría 3 en la escala Saffir-Simpson, esto es, 115 millas/ 185 kilómetros por hora. Dos jornadas después, el 25, entró cerca de Tarpon Springs, una apacible localidad dedicada desde 1882 a la pesca y la comercialización de esponjas marinas habitada por griegos y sus descendientes, aunque allí no faltaran miembros de la Concha, de entonces a hoy la manera de designar a los nativos de Key West, tanto blancos como negros.
Lluvias y vientos devastadores avanzaron sobre el downtown, inundando De Soto Park, Edgewater y Ballast Point, entre otros lugares. El evento destrozó buena parte del Malecón y del Bayshore, cuya modernidad a estas alturas resultaba obvia: luces eléctricas a lo largo del pavimento, un sistema de transporte público (trolleys), inaugurado por el matrimonio neoyorkino Emilia y Chester W. Chapin a fines de los años 90 del XIX, pletórico de automóviles de la Ford sonando sus cláxones en medio de grandes mansiones familiares, construidas después de que Swann y Holtsinger, los desarrolladores de aquel primer muro, compraran un segmento de tierra en la zona de Hyde Park, un nombre tan alto como emblemático: desde su nacimiento lo llamaron “beautiful suburb”. Y en efecto lo era –y lo sigue siendo.
Allí vivió desde entonces la crema y nata. En 1908 Silas Bigelow, secretario ejecutivo del banco Ybor City Savings and Loans, había hecho lo mismo que los Chapin al edificar en la esquina del Bayshore y el actual Boulevard Gandhi una soberbia residencia, vendida por su viuda cuando rompió la Primera Guerra Mundial (1914) a John Helms, un destacado miembro de la comunidad médica local, a partir de ese momento una de las profesiones distintivas de sus residentes, junto a abogados y otros miembros de la elite.
Para esa fecha la población de Tampa había crecido de manera impresionante, eso que los demógrafos denominan un boom. Una curva ascendente que empieza en 1890 y experimenta una subida espectacular entre 1910 y 1920, a tono con la expansión de su economía, la elevación de la tasa de nacimientos, la inmigración de fuerza de trabajo –interna y externa—y la expansión de la infraestructura, el transporte público y los servicios.
El Censo de 1920 tabuló 51 508 personas, distribuidas en 25 998 varones y 25 510 hembras. Había 14 439 blancos nativos y 14 990 mujeres de idéntica condición, un indicador del movimiento humano procedente de otros estados de la Unión, halado por las oportunidades laborales y la vida moderna. Se contaron, además, 5 917 hombres blancos no nativos y 4 749 mujeres, 5 614 hombres de la raza negra y 5 917 mujeres del mismo color.
En términos de blancos no nativos, el apogeo de la llamada Cigar City, que en esta época llegó a producir alrededor de medio millón de tabacos al año, hizo que predominaran cubanos e italianos, los primeros con 3 459 (32%) individuos y los segundos con 2 817 (26.4%), seguidos por canadienses (2.4%), ingleses (1,9%), alemanes (1.6%), griegos (0.6%) e individuos de otras nacionalidades. El “sabor latino”, traído desde 1886 por los pioneros de Key West, La Habana y los pueblitos sicilianos Stefano Quisquina y Alessandria Della Rocca, había llegado para quedarse. Hacia 1925 West Tampa, fundada en 1892 por el inmigrante escocés Hugh McFarlane para competir con Ybor City, tendría la segunda mayor población hispana/latina de la Florida, más que la de su capital, Tallahassee.
El Censo de 1920 no especificaba niveles educacionales, sino el analfabetismo. En el condado de Hillsborough, el más poblado e importante, donde se había levantado el muro del Bayshore, entre los blancos nativos solo el 1.4% no sabía ni leer ni escribir, cifra que en los negros ascendía al 21%, expresión de la clásica asimetría entre las razas existente en estos y otros dominios en los Estados Unidos de aquel momento. Entre los blancos no nativos era ligeramente menor a los primeros: 1.7%. Muchas más mujeres que hombres no podían ni leer un libro ni redactar una carta, gap de distinto corte que llevaría bastante tiempo dejar atrás.
Cuando el huracán de Tarpon Springs la azotó, Tampa era, en breve, una urbe cosmopolita que experimentaba los beneficios y costos del desarrollo industrial. La pesadilla olvidada. El más destructivo sufrido por el área de la bahía en casi un siglo. Olas de once pies de altura. Cuantiosas pérdidas materiales. Cientos de casas prácticamente borradas del mapa y ocho ahogados.
Les tomaría alrededor de cuatro años reconstruirlo todo y seguir adelante.
En La Habana
El Malecón de La Habana no tuvo la misma suerte con los huracanes. Sus historiadores ubican la segunda etapa de su construcción entre 1901 y 1921, lapso que abarca el gobierno de Tomás Estrada Palma (1902-1906), la segunda intervención norteamericana (1906-1909) y las administraciones liberal y conservadora de José Miguel Gómez (1909-1913) y Mario García Menocal (1913-1921).
En 1909 lograron extenderlo un poco más allá de la calle Crespo, hasta Belascoaín, en la cual también se levantó un bar de nombre programático y nuevo espíritu: Vista Alegre, con luminarias y anuncios comerciales a granel, una suerte de anticipación de aquellas luces eléctricas que inundarían al Prado. En 1916 empezaron las labores para hacer un tramo nuevo, el drenaje de la Caleta de San Lázaro, cerca del torreón homónimo construido durante la Colonia para la vigilancia de trujamanes y herejes franceses, anatematizados en 1608 por un controversial poema épico que inicia la literatura en Cuba. Un área difícil, frente a donde hoy se erige el Hospital Hermanos Ameijeiras: había que secar un pedazo de 93 metros de agua salada y de casi seis de profundidad. Uno de los tramos robados al mar, ese que, según la sabiduría popular, cada vez que se acuerda pide que le devuelvan lo suyo.
En septiembre de1919 un poderoso huracán apareció en el horizonte. Originado en las Antillas Menores, su trayectoria en el mapa describe un movimiento bastante rectilíneo después de abandonar territorio dominicano-haitiano, subir hasta dar con tierra firme por un punto cercano a la bahía de Baffin, en el sur de Texas, y de disolverse sobre ese estado no sin antes pegarle duro a Key West –donde se le conoce como “el huracán de Key West”—dejando allí una estela de destrucción y muerte, no solo por su intensidad (categoría 4 al pasar a unas 30-40 millas al sur del Cayo) sino también por su desesperante lentitud.
Aunque no tocó tierras cubanas, en La Habana se le bautizó con otro nombre: el ciclón de Valbanera, vapor de 5 900 toneladas que naufragó en pleno evento con inmigrantes canarios a bordo, más la tripulación. “Estoy capeando un ciclón sin novedad. Llegaré a La Habana el 10”, telegrafió el capitán en su recorrido hacia capital procedente de Santiago, donde inexplicablemente más de la mitad de los pasajeros habían desembarcado sin estar llamados a hacerlo. Uno de los enigmas más duros de nuestra historia, con muchas más preguntas que respuestas incluso al cabo del tiempo y las investigaciones.
El día 9 el huracán había hecho sentir su furia. Olas enormes se alzaron sobre el Malecón, penetrando tierra adentro hasta inundar la Beneficencia, en la calle San Lázaro –y también más allá. En su alboroto, el mar arrancó enormes trozos del muro y los lanzó hacia adentro con la facilidad de quien cose y canta, fenómeno escasamente comparable, a pesar de todo, con las penetraciones que en 1908 asolaron al Prado. Y, por supuesto, levantó de cuajo gran parte de toda aquella tierra vertida en la Caleta por los trabajadores, paralizando la obra durante algún tiempo. Es ley: un empeño de ese tipo va inevitablemente acompañado de avances y retrocesos.
En 1921 comenzarían las labores para extenderlo hasta la calle 23 y dejarlo a la entrada de la loma de Taganana y su batería de cañones, como despidiéndose de un presidente apodado el Mayoral, un ingeniero civil nacido en Jagüey Grande, graduado de la Universidad de Cornell y famoso entre otras cosas por modernizar y sonar el cuero. Ese pedazo, en definitiva, se terminaría dos años después.
Durante el período la población había crecido. El Censo de 1919 documentó 2 889 004 almas, un salto respecto a 1899 y 1907: 1 572 797 en el primero y 2 048 980 en el segundo. En 1919, el 62.8% eran blancos nativos, el 9.4% blancos extranjeros y el 27.7% clasificaba como de color, categoría en la que colocaron a negros, mulatos y amarillos.
En general, nacionalmente había un poco más de mujeres que hombres (1 858 495 vs. 1 530 509). La población de la provincia de La Habana estaba compuesta entonces por 697 683 habitantes (365 535 varones y 332 048 hembras), 447 004 blancos nativos (223 871 varones y 233 133 hembras), 109 727 blancos extranjeros (73 882 varones y 35 895 hembras),140 852 de color (67 882 varones y 73 020 hembras). Solo el 12.5% de los cubanos vivía en la capital, con importantes puntos de concentración en Marianao, Guanabacoa y Regla. En ella 17 644 individuos menores de 10 años habían asistido a la escuela, y 52 856 no. Entre los mayores de diez años y más, 48 445 habían pasado por las aulas, 124 757 sabían leer; 40 900 no.
Las zafras de 1919 y 1920 habían generado producciones e ingresos inéditos. De acuerdo con Azúcar y población en las Antillas, el clásico de Ramiro Guerra, la primera de 4.009 millones de toneladas y un valor de 454.79, y la segunda con 3. 735 millones y un valor de 1.005.451, más que todas las anteriores juntas. Era la Danza de los Millones, apelativo del teatro Alhambra y consecuencia del boom de las exportaciones del dulce durante la Primera Guerra Mundial, el lado amable pero la vez perverso del monocultivo.
Ese salto poblacional incluía la llegada de jamaicanos, haitianos, chinos y yucatecos, fuerza de trabajo imprescindible para cubrir las necesidades productivas de una economía en expansión: en 1919 había 67 centrales en funcionamiento, 25 de ellos recién construidos, bien en manos nacionales o norteamericanas. Y también, por supuesto, de españoles. En 1919, el 89% de la población había nacido en la isla, el 9% en España y el resto en otras latitudes. En general hombres solos y en edades productivas, procedentes de las tierras sin pan de Galicia, Asturias, Canarias, Castilla, País Vasco, Navarra y Andalucía, y llegados con la idea de “hacer la América”. Muchos finalmente aplatanados con mujeres mulatas o negras, como lo refleja Gallego (1983), la novela de Miguel Barnet llevada después al cine por el director Manuel Octavio Gómez. Una inmigración, en síntesis, con impactos perdurables en la sociedad y la cultura que llegan hasta hoy.
Siete años más tarde, al Malecón habanero llegaría otro grande: el ciclón de 1926.
El de Tampa no vería uno hasta 1935.