Bautizado en 1513 por el conquistador español Ponce de León, su nombre original era ese: Cayo Hueso. Cuentan que la tribu seminole, de puros guerreros, fue arrastrando a la de los calussa Florida abajo hasta el cayo: terminaron masacrados y aniquilados. Y que cuando los españoles llegaron, encontraron tantos esqueletos y huesos en la zona que el apelativo prácticamente vino solo.
Los vínculos de La Habana con este pedacito de tierra son sanguíneos, y por consiguiente pletóricos de vasos capilares. Al principio fue territorio subordinado a la Capitanía General de la Isla. Pero incluso durante la posesión británica de la Florida ocurría algo muy peculiar: los españoles le llamaban “el Norte de La Habana” y expedían licencias a los hombres de mar para pescar en el Cayo, regresar a San Cristóbal y vender la captura en los mercados de las plazas.
En 1815 el Gobernador de La Habana se lo traspasó legalmente a Juan Pablo Salas, un militar peninsular destacado en San Agustín, Florida, y auténtico exponente de la picaresca española. Lo vendió dos veces: la primera, a un ex gobernador de Carolina del Norte por un barquillo valorado en $575; la segunda, al hombre de negocios John W. Simonton por 2.000 pesos, arreglo que, según dicen, ocurrió en 1821 en un café habanero.
Establecida su pertenencia definitiva a la Unión, en 1822, Key West también fue lugar de asentamiento de migraciones cubanas antes, durante y después de las guerras del siglo XIX, y sobre todo de tabaqueros, colectas y prédicas patrióticas. Y hasta llevaron piedras cubanas: una del ingenio “La Demajagua” y otra de la vieja muralla habanera, cuyas primeras demoliciones comenzaron en la década de 60 del XIX.
Fundado en 1871 por José Dolores Poyo y Juan María Reyes con el objetivo de promover los valores culturales y los ideales patrióticos, el Instituto San Carlos es otra de esas huellas. Desde allí Martí anunciaría a los patriotas el establecimiento de un frente unido para la independencia de Cuba: el Partido Revolucionario Cubano. La tumba de Juana Borrero (1877-1896), una de las almas más sensibles del panorama cultural cubano de fines del XIX minada por la tuberculosis, sella con tierra santa esa relación histórica tan peculiarmente cercana.
Uno de sus resultados fue la existencia de toda una infraestructura para el movimiento de mercancías y personas entre ambos puntos, historia que puede rastrearse en el tiempo y que alcanzó su clímax durante los años 40-50 del pasado siglo. Hacia la primera década del XX, los cambios en las comunicaciones y medios de transporte público posibilitaron un aumento sustancial en el movimiento de pasajeros, tanto dentro como fuera de Estados Unidos. Hubo, por ejemplo, ferrocarriles y líneas que conectaron a Key West con Tampa, Nueva York, Washington DC, Chicago y otros estados de la Unión.
Desde 1888 los vapores Olivette y Mascotte se movían entre el puerto de Tampa y La Habana con una escala en Key West. A bordo del segundo venían las hojas de tabaco de Vueltabajo para las factorías de Ybor City y West Tampa. También torcedores cubanos buscando una mejor vida. Y conspiradores. En el Mascotte llegó a la Isla desde el Cayo la orden de alzamiento para la guerra del 95, llevada a Tampa por Gonzalo de Quesada y enmascarada en un tabaco torcido en la factoría de los hermanos O’Halloran.
Hacia principios del siglo XX ya estaba disponible para un salto a Cuba un combo de ferrocarril y buque. Eso fue lo que utilizó el presidente Calvin Coolidge para llegar a la VI Conferencia Panamericana, celebrada en La Habana en enero de 1928. Asimismo, hubo más barcos dedicados a la “industria sin humo”, fenómenos todos relacionados con la mayor disponibilidad de tiempo libre de las personas como consecuencia de la reducción de la jornada laboral diaria y más vacaciones a los trabajadores estadounidenses.
El 19 de mayo de 1913 se produjo un acontecimiento histórico: el primer vuelo entre Key West y la Isla, piloteado por Agustín Parlá Orduña (1887-1946), nacido en el Cayo de padres cubanos exiliados y laborantes. El hidroavión, que voló sin brújula, amarizó en el Mariel cargando un elemento de deliberado y profundo contenido patriótico: la bandera que José Martí había utilizado en sus peregrinaciones por la Florida mientras recaudaba óbolos entre los pobres de la tierra. Fue rescatado por dos pescadores, pero las alas habían vencido. Y llegarían para quedarse.
Ocho años después, en 1921 Aereomarine Airways inició vuelos diarios para traer/llevar correspondencia y pasajeros entre el Cayo y la Isla, iniciativa que incluyó el uso de palomas mensajeras para poder avisar a tierra en caso de contratiempos o accidentes. Se trataba de una flota de tres hidroaviones —bautizados como La Niña, La Pinta y la Santa María— que amarizaban frente al Malecón ante la mirada entre curiosa y atónita de los habaneros, quienes veían en aquellos portentos flotantes otra expresión de una modernidad, profundizada durante la Danza de los Millones (1915-1920) con sus magnificencias de El Vedado y sus espectaculares automóviles haciendo ruido en las calles. Un salto espectacular, toda vez que se redujo el viaje entre ambos puntos a una hora y media entre las nubes.
En plena Ley Seca (1920-1933), que disparó no solo el número de turistas sino también de bares en La Habana, estos vuelos fueron conocidos con un nombre programático: Highball Express. En 1928 la Pan-American Airways, Inc. inauguró la primera línea de vuelos comerciales Key West-Habana con siete pasajeros a bordo de un Fokker F-7 (NC53), trimotor que aterrizó en el aereopuerto de Columbia el 16 de enero. A partir de entonces, sus vuelos diarios salían de Key West a las 8.00 am y regresaban a las 3.45 pm. Doce años más tarde, en 1940, la Pan American Airlines, que había inaugurado sus operaciones en 1927, llegó a tener un servicio de 28 incursiones diarias a Cuba a un costo unos 45 dólares el boleto de ida y vuelta.
Por otra parte, los ferrys habían continuado su desarrollo. En 1956 se implementaría una movida superatractiva: el automobile ferry service —es decir, el SS City of Havana—, construido en 1943 con fines bélicos, como mismo había ocurrido con los hidroaviones Model 75 de los años 20. La novedad consistía en trasladar a los pasajeros con sus autos de Key West a La Habana a un costo de 23 dólares por persona y 76 por vehículo; el ferry iba tres veces a la semana (martes, jueves y sábado) y tenía capacidad para 500 personas y 125 automóviles. Esto fue lo que permitió a los turistas estadounidenses rodar por la capital cubana esos “maquinones” de testimonios y fotos de los años 50, añadidos a los que las clases medias compraban a plazo en las agencias, algunas en La Rampa y sus alrededores.
En 1916 habían visitado la Isla alrededor de 113.000 turistas estadounidenses como consecuencia de la Primera Guerra Mundial (1914-1918), que por razones obvias vedó Europa a los viajeros del Norte. Hacia fines de la tercera década del siglo XX distintas excursiones originadas en los Estados Unidos trasladaban a Cuba —y sobre todo a la capital— a miles de turistas. De acuerdo con la Comisión Nacional de Turismo, en 1930 visitaron La Habana 86.270 turistas y 76.982 pasajeros de tránsito, para un total de 163.252 personas, en su mayoría norteamericanos. Se calculaba entonces —según el informe de la Comisión de Asuntos Cubanos en 1935— que ambas categorías de visitantes habían dejado en el país 12.591.000 dólares, cifra solo superada por los ingresos de azúcar y tabaco.
Los 50 fueron de boom: el primer año de esa década vio desembarcar en la Isla 194.000 viajeros del Norte; siete años después ya alcanzaban los 356.000, procedentes de todas las clases y grupos sociales, en consonancia con un momento en que el turismo se había democratizado aún más en los Estados Unidos al bajar los precios del transporte y alojamiento debido a una economía boyante y a estrategias específicas de mercadeo y competencia. Además, los estadounidenses se les daban ciertas facilidades aduaneras y migratorias.
De acuerdo con Havana. The Portait of a City (1953), del escritor jamaicano W. A. Roberts, los estadounidenses podían visitar la Isla sin necesidad de un pasaporte. Un recibo de impuestos o una licencia de conducción eran más que suficientes, privilegio que compartían con canadienses, ingleses y franceses (los demás debían presentar ante las autoridades el pasaporte visado y el boleto de ida y vuelta). El automóvil entraba libre de impuestos por un período de 180 días, y circulaba con la chapa de su propio estado. A los choferes se les expedía una licencia de conducción temporal.
El ferry, propiedad de la West India Fruit & Steamship Co., Inc. suspendió sus operaciones el 31 de octubre de 1960. El 19 de ese mismo año el Congreso de Estados Unidos autorizó al presidente Eisenhower a establecer un embargo sobre la Isla.
Fue el fin del camino de azul y espuma blanca entre La Habana y el Cayo.
Muy buen artículo. FELICIDADES.
Buena pesquisa. Oncuba: publiquen muchos trabajos de este tipo.
Los sobrevivientes de mi generación ,1940/1950 ,recuerdan algún vecino o miembro de la familia,ir de compras a Florida mediante el Ferry,Habana Cayó Hueso ,y sus fondos monetarios en pesos cubanos de la epoca.