Asumir nuestras contradicciones nos salva

"En ese cuadra crecí yo, el hijo de un materialista dialéctico, que jugaba a la pelota y a las escondidas con Joanqui y Andresito, cristianos adventistas del Séptimo Día que, además, me llevaban a montar caballo a la casa de sus abuelos en el campo"

El amor es la mejor ley. Foto: Kaloian Santos

La contradicción es inherente a la condición humana. A la vida misma. No descubro nada con esto, apenas pongo en letras una máxima con la que convivimos y que, en muchas ocasiones, nos es más cómodo eludir que asumir.

Pero la contradicción —con mala reputación para muchos— expone en medio de lo que llamamos dialéctica, el diálogo y discusión para llegar a la verdad. Es el kilómetro cero para mover ideas y desarrollarlas.

Cuba, las cubanas y los cubanos, no somos un planeta fuera de la órbita. Como en el resto del mundo la contradicción nos es natural y cotidiana. Cualquiera de las personas que salieron a la calle y formaron parte de las protestas ocurridas el 11 de julio en varios de los puntos de la Isla,  —donde confluyeron diversos reclamos de diferentes grupos sociales y posiciones ideológicas— convive en la misma cuadra y hasta puede que comparta techo con alguno que, una semana después, participó, espontáneamente o no, en los actos de reafirmación revolucionaria convocados por el gobierno.

El interior de un hogar en Santiago de Cuba el 3 de diciembre de 2016, día en que llegó el cortejo fúnebre con la cenizas de Fidel a esa ciudad. Foto: Kaloian Santos

Es más, de seguro esas personas comparten la cola para el pollo, la mesa de dominó en una esquina cualquiera, el buchito de ron o la colada de café mezclada con chícharo en las mañanas. Y, ahora en estos tiempos de escasez de medicamentos, hasta parten la única aspirina que puedan tener.

Mesa de dominó en un barrio cubano. Foto: Kaloian Santos

En los tiempos duros del periodo especial, en mi barrio, cuando se sucedían los apagones, bautizados por la sabiduría popular criolla como alumbrones, alguna vez escuché a un vecino, en medio de la oscuridad y el calor sofocante de una noche de verano, acordarse de Fidel, y no precisamente para vitorearlo. Otro día, la misma voz enérgica se escuchaba casa por casa arengando para salir a adornar la cuadra con cadenetas hechas de recorte de las pocas revistas soviéticas que quedaban y carteles escritos a mano. Era 28 de septiembre, aniversario de los Comité de Defensa de la Revolución.

En esa misma calle convivimos personas de diversos credos, tal vez sin darnos cuenta porque nos era natural, al menos desde mi imaginario infantil.

Desfile por el primero de mayo en la plaza de La Revolución de La Habana. Foto: Kaloian Santos

Ahí nació mi padre Jesús Santos, que como mismo tenía el nombre del hijo de Dios y un apellido reforzado para la liturgia, en su niñez fue monaguillo y luego se convirtió en ateo, militante del PCC y fidelista hasta el último de sus días. Y en esa cuadra, frente a la que fue nuestra casa, un día esparcimos las cenizas de mi viejo, como fue su voluntad.

Pintada en una calle de Cuba. Foto: Kaloian Santos

Una década antes, en ese mismo pedazo de asfalto, mi vecinita María, que de pequeña se fue con su familia a vivir a Los Estados Unidos, regresó al barrio que la vio nacer para celebrar sus quince años en una fiesta con sus vecinos. Por cierto, a pocas horas de haber nacido María, en un hospital que lleva por nombre Vladimir Ilich Lenin, mi padre fue el primero en regalarle flores. Ella, cuando volvió por primera vez a Cuba, el primer regalo que trajo desde Miami fue para mi papá.

Detalle de una cubana en una parada de La Habana: En su hombro tiene tatuado al Che Guevara. En su muñeca lleva un pulso Orula, el orisha de la adivinación, el oráculo supremo y el gran benefactor de la humanidad y su principal consejero. Lleva puesta una camiseta con la bandera de Los Estados Unidos. Foto: Kaloian Santos

En ese cuadra crecí yo, el hijo de un materialista dialéctico, que jugaba a la pelota y a las escondidas con Joanqui y Andresito, cristianos adventistas del Séptimo Día que, además, me llevaban a montar caballo a la casa de sus abuelos en el campo; en ese barrio también veía películas, almorzaba y entraba sin permiso a la casa de mis otros amigos Renecito, Héctor y la ya mencionada María, hasta que saltaron el charco. En el medio de esa calle de nombre Agramonte jugábamos a la pelota o escuchábamos música de todo tipo con los más grandes, mi hermano Alex, Aquilinito, Liudmila, Gonzalito, Raulito, Eduardito, Margaritica, Evelyn, Angélica y otros.

Un busto de José Martí en el barrio de Buena Vista, en La Habana. Foto: Kaloian Santos

Hoy, solo un par de aquellos vecinos vive en el barrio. Otros tristemente ya no están.  El resto, como yo, estamos esparcidos por el mundo. Unos hacen sus vidas en el hemisferio sur y otros en el norte. Algunos hoy cantan Patria y Vida. Otros, Me dicen Cuba. Y hay quien baila al ritmo de las dos canciones. De seguro que, de estar en Cuba, también unos hubiéramos salido a la calle el pasado 11 de julio y otros no.  

Esa cuadra, las contradicciones, diversidades y la lista anterior de entrañables nombres, forma parte de mi patria, de mi Cuba. Esa calle es un poquito de cada uno de los que la habitamos sin distinción de pensamiento o credo.

Un comedor obrero en Cienfuegos. Foto: Kaloian Santos

En tanto, pretender poner una categoría cualquiera por encima de la de cubanos o tratar de tapar que existan contradicciones en Cuba; así como minimizar o hacer oídos sordos a que el 11 de julio de 2021 hubo un estallido social en el país, denota no haber metido nunca los pies en el barro de la realidad de la Isla.

Detalle de las intersecciones de las calles Cuba y Amargura, en La Habana Vieja. Foto: Kaloian Santos

Del mismo modo también nos enfrascamos e inventamos contradicciones que, a veces, no lo son o no deberían serlo. No es contradictorio, por ejemplo, rechazar el bloqueo norteamericano y, con la misma efervescencia revolucionaria, discutir sobre Cuba y su gobierno. Son urgentes ambas demandas.

Una tienda en Holguín. Foto: Kaloian Santos

Asumir las contradicciones, cuestionar incluso lo establecido y entender que todo proceso político y social no es impoluto o infalible, nos hace mejores. “La Revolución cubana exige incontables revoluciones. Y toda revolución es una victoria contra los límites de lo posible”, me dijo en una ocasión el filósofo cubano Fernando Martínez Heredia.

De alguna forma, entonces, celebremos en este tiempo de tantas mezquindades y pandemia, de tantos extremismos que ahí estén latentes nuestras contradicciones. Asumirlas nos salva.

Salir de la versión móvil