Ante el paso de Ian por Cuba se impone revisar el impacto de los ciclones tropicales sobre la salud humana. Sin embargo, primero es necesario definir qué son estos eventos. Según la OPS, un ciclón tropical es un sistema de bajas presiones que se origina en el trópico, en lugares donde una atmosfera inestable causa diferencias en la cantidad de energía recibidas de los polos terrestres, formándose “un disturbio giratorio” alrededor de un centro, llamado ojo, con aire circulante que gira en el hemisferio norte en contra de las manecillas del reloj y a favor, en el sur.
Los ciclones pueden moverse a velocidades de entre 10 y 50 km/h. Cada año se forman alrededor de 80 y suelen viajar hasta 10 000 km. Su intensidad se mide de acuerdo a la Escala de Vientos para Huracanes Saffir/Simpson en cinco categorías de intensidad creciente. De acuerdo con la misma, los huracanes de categoría 1 son aquellos cuyos vientos tendrán una velocidad de entre 119 y 153 km/h; categoría 2 hasta 177 km/h; categoría 3 hasta 208 km/h; categoría 4 hasta 251 km/h; categoría 5 más de 252 km/h.
Los huracanes están entre los eventos climáticos más destructivos, su impacto se extiende sobre una amplia zona con mortalidad, lesiones y daños a la propiedad resultantes de los fuertes vientos y las lluvias. Entre 1967 y 1991, 150 millones de personas se vieron afectadas por los mismos. En este intervalo de tiempo 900 de estos eventos han causado la muerte de 900 mil personas y lesiones a más de 240 mil. Adicionalmente, se estima que durante el siglo XX los ciclones tropicales provocaron la muerte de 14 600 personas en Estados Unidos y daños a la propiedad por más de 94 mil millones de dólares —ajustados a los costos de 1990, ahora sería mucho más. Otro estudio estableció que entre los años 2000 y 2009, hubo 331 tormentas tropicales que causaron la muerte de 10 004 personas en las Américas.
La detección temprana y los sistemas de alarma, que originan la evacuación y albergue, han ayudado a reducir o prevenir muertes en muchas aéreas. Este precisamente es el caso de Cuba que pasó de 3 500 muertes en noviembre de 1932 a raíz del ciclón de Santa Cruz del Sur y las 2 000 víctimas mortales provocadas por el Flora en octubre de 1963 a 11 fallecidos por el Sandy en octubre del 2012 y las 10 causadas por el Irma en septiembre del 2017, dos de los más mortales de las últimas décadas.
Estos sistemas de enfrentamiento también han tenido un impacto en el patrón de las muertes causadas por los ciclones. Antes de su introducción el 90 % de los fallecidos se debía a ahogamientos. Tal fue el caso de los ciclones de Santa Cruz y el Flora, famosos por sus lluvias. Para que se tenga una idea, durante el famoso ciclón de octubre de 1963, solo en la provincia de Oriente, perecieron ahogadas 1 157 personas en los cuatro días que duró el siniestro. Lamentablemente, esta proporción se mantiene sin cambios en lugares donde los sistema de alarma, aunque mejores, todavía no logran difundirse a todos los sectores del público, por ejemplo en Bangladesh y Filipinas.
Volviendo al caso de Cuba de los 10 fallecidos por el impacto del huracán Irma en el 2017, en los territorios de La Habana, Matanza, Camagüey y Ciego de Ávila, solo una persona falleció ahogada. Del resto, 3 murieron a causa de derrumbes en sus viviendas; 2 por un balcón que cayó sobre el ómnibus en el que se trasladaban; 2 a consecuencia de un derrumbe parcial en la cubierta de un edificio; 1 por el efecto de la caída de un poste del tendido eléctrico y otro al caer sobre un cable energizado. O sea, el 90% falleció como consecuencia de los traumas. Igual patrón encontramos en el huracán Sandy en el 2012, donde la mayoría de los 11 fallecidos, en las provincias de Santiago de Cuba y Guantánamo se debieron a derrumbes y caídas de árboles. Resulta particularmente doloroso que algunas de estas muertes hubieran podido prevenirse si las personas hubiesen acatado las orientaciones de las autoridades que sugirieron su evacuación.
El desastre después del desastre
Después del paso de un huracán u otro evento natural catastrófico, se espera la ocurrencia de epidemias. Entre los factores que podrían provocarlas están los cambios en los ecosistemas, el desplazamiento de las personas, trastornos en los servicios públicos, incluido la interrupción de los servicios básicos de salud. Sin embargo, con la excepción de una de malaria, después del huracán Flora en Haití, se han documentado pocas epidemias. Esto no significa que no exista el potencial para la aparición de brotes de enfermedades infecciosas, en lugares donde la higiene y el saneamiento se encuentran comprometidas, como el sarampión, la leptospirosis, la hepatitis viral, la meningitis y las EDA (Enfermedades Diarreicas Agudas). Como se ve se trata de patologías de trasmisión respiratoria y digestiva, a estas se unen las trasmitidas por vectores como el dengue y la malaria, a la que ya hice referencia, y otras como la escabiosis y la mordedura de animales.
Otro elemento a tener en cuenta, son los efectos sobre la salud mental que se mantienen hasta cinco años después del impacto. En un estudio realizado en Cuba tras el paso de los huracanes Gustav y Ike en diez niños se pudo identificar en uno de los infantes “trastorno de adaptación con síntomas ansioso-depresivos”; en otro un “trastorno de tics motores transitorios”; y en un tercero, “trastorno de sueño no orgánico”, lo que se complementó con el hallazgo de labilidad emocional en los padres a la hora de hablar de evento. Resultados similares se encontraron en un estudio realizado en Miramar después del paso del huracán Wilma, en los que se identificaron “crisis nerviosas o de ansiedad, estados de ánimo abatidos y los trastornos del sueño”.
Los ciclones tropicales son eventos catastróficos que pueden provocar múltiples daños a la salud. Por eso, es importante seguir las indicaciones de las autoridades sobre qué hacer en cada etapa. En el caso de Cuba entre las medidas recomendadas antes del paso de la tormenta están: asegurar los alimentos y el agua de consumo; eliminar reservorios de mosquitos; mantener la higiene personal y colectiva; y colaborar con las acciones de limpieza en la comunidad. Posteriormente, en la fase recuperativa, se recomienda: eliminar alimentos contaminados; el lavado y desinfección de las frutas y los vegetales que se consumen crudos, con solución clorada y después con agua potable; no hablar, toser o estornudar encima de los alimentos; garantizar la higiene de los manipuladores; cocinar los alimentos por encima de de 70 °C… Todo lo anterior, unido a la evacuación oportuna de las personas, contribuye a preservar el mayor bien que tenemos: la salud y la vida.