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Inicio Cuba Ciencia Salud

La botija del General

por
  • J. J. Miranda
    J. J. Miranda,
  • Jorge Miranda
    Jorge Miranda
octubre 30, 2016
en Salud
4
Cabo de San Antonio, Pinar del Río. Extremo más occidental de Cuba.

Cabo de San Antonio, Pinar del Río. Extremo más occidental de Cuba.

El viejo Caro y yo estábamos sentados en el portal reposando el almuerzo. Casi siempre hacíamos eso en vacaciones. Él se fumaba un cigarro y después se iba a la cama hasta las 3 de la tarde. Pero ese día llegó mi madre del consultorio con la queja de que la cola para que la atendieran había sido una agonía.

“Estuve dos horas al sol para que el médico me hiciera un examen de rutina, yo no sé cómo paso eso teniendo tantos médicos en este país”, decía. Y a mi abuelo le hervía la sangre. “No se queje más… Usted no sabe lo difícil que era encontrar un médico en estos campos antes del 59”.

A Caro le tocaba de cerca el tema de la atención médica porque había sido pobre, y en la infancia una fiebre le había quitado un hermano, nacido después que él, prematuro y de poca vitalidad. Decía que en estos tiempos se hubiera salvado.

Mi abuelo comenzó a trabajar a los 12 años, y a esa edad también empezó a fumar. Un terrateniente de apellido Busto lo contrató para que manejara un pequeño tractor italiano de marca Lamborghini. Había aprendido a manejar gracias a un tío que se dedicaba a arar campos con tractor. Lo de chofer se le quedó para toda la vida, fue su oficio más querido.

Prefería arar por las noches, a la luz de la luna llena. Recuerda que en una ocasión, cuando miró hacia atrás sobre el arado notó algo muy brillante. Se bajó, apartó los terrones y la hierba sobre el hierro y para su sorpresa era una cadenita de oro de 22 quilates, con una Santa Bárbara que colgaba con un rubí empotrado en la copa. Al otro día lo regaló a su sobrina Olguita.

Eso de encontrar oro no era muy común en el Cabo de San Antonio. Sí había muchas leyendas, mucho mito. Y sobre la historia del único y más humilde médico de Malpotón antes del 59, rondaba también una rara superstición sobre un supuesto hallazgo.

Caro cuenta que su abuelo Horacio, padre de don Ramón, había muerto reventado cargando cajas de balas en el desembarco del General Rius Rivera por el Cabo. Ese día estaba también el padre de Manuelito, don Marcos, que fue el encargado de trasladar el cuerpo y la mala noticia.

Para Caro yo debía sentirme orgulloso de poder vivir con mi abuelo. Él nunca conoció al suyo. Su padre decía que en el velorio de Horacio la gente, más que dolor, sentía orgullo porque estaban enterrando a un mambí que más de una vez tuvo el honor de apretar manos con Maceo en su Campaña a Occidente.

Manuelito, el médico, era de la zona de La Jarreta. Su padre fue quien insistió que se hiciera doctor. “Eran tan pobres y tantos que no tenían donde caerse muertos” decía mi abuelo, “pero todo cambió en una noche de desgracia”.

***

Atentos mi madre y yo al desenlace. A Caro le gustaba hacer una pausa en el momento más dramático de la historia. Encendía otro Popular fuerte, inhalaba el humo y lo soltaba menos puro por la nariz:

Aquella noche –contaba el viejo– don Marcos había salido desesperado con Manuelito de meses. Iba en un suspiro sobre su caballo moro, lo apretaba contra su pecho como si fuese a ser la última vez que escuchara el llanto del pequeño. Tenía una fiebre altísima y ya se sabía que por aquello podía llegar la muerte de un momento a otro a arrebatárselo. Sin dinero para pagar una consulta con el médico del pueblo y con el compromiso de traerlo vivo de vuelta. Su esposa se lo hizo prometer.

“Arre Moro”, decía Marcos y hasta el caballo notaba el temblor del amo. Iba directo a casa de una curandera, que era lo único que podía hacer. Pero a medio camino, cerca de una ceiba que años antes hubiese sido blanco de los cañones que trajo Rius Rivera para probar su capacidad de exterminio, se le aparece una luz blanca resplandeciente. Eran las 3 de la mañana de un día de principios del siglo XX en medio del monte.

“Al ver la luz –prosigue Caro– el Moro se detuvo instantáneamente. Trataba Marcos de abrir los ojos, estaba encandilado, pero la luz disminuyó su brillo y solo se quedó la figura de un espectro alto, erguido, con polainas y botas carmelitas, traje blanco de mambí, una barba a ras de cara y el bigote con puntas finas que sobresalía. Un mulato firme, fuerte con charreteras de alto militar. Y Marcos en fracciones de segundos con la piel de gallina lo conoció: ¡General Maceo!, gritó con su hijo en brazos”.

A esa hora mi madre y yo no sabíamos si creer o no, era todo tan inesperado. Pero por respeto había que darle aparente crédito a toda exageración del viejo.

“Entonces la figura le dijo: Marcos, debajo de esa ceiba, entre las dos raíces grandes, escarbe y ahí va a encontrar dos botijas. La de la derecha es mía, tómela y haga lo que tenga que hacer para que ese niño se salve. La de la izquierda no la toque que es del general Quintín Banderas”.

“Y así mismo hizo, cuando llegó al pueblo de Cayuco alquiló un carro y fue hasta el hospital de Pinar del Río, allí le atendieron a Manuelito con antibióticos. Dicen que a cada médico que atendió al niño le pagó con una moneda de oro, y todos contentos. Luego volvió a la casa y su mujer ahogada en llanto no podía creer todo lo sucedido”, remataba Caro abriendo los ojos.

“La historia no se sabe cómo salió de la familia. Desde aquel día que Manuelito se sanó, juraron no contarle a nadie, pero siempre hay un escape. Al cabo de los años muchos escarbaron al pie de aquella ceiba, aunque no encontraron nada. La botija de Quintín desapareció misteriosamente. A Marcos le alcanzó para hacerse una casita digna, comprarse algunas reses y lo demás lo guardó con celo, para pagarle los estudios de Medicina a Manuelito, que en mi infancia conocíamos como el Doctor Manuel, y era el que nos atendía gratis de niños. Moriré y nunca se me olvidará aquel hombre”.

Era el momento del gran final, mi madre y yo nos miramos a los ojos. En ese lenguaje visual nos preguntábamos qué hacer con aquel cuento. Estuvimos a punto de estallar de risa, pero antes, como poniendo un parche, espetó el viejo Caro: “Y si eso es mentira, ¡a ver cómo me explican ustedes que Manuel haya estudiado Medicina antes del 59!”.

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Oye que viene conga

Comentarios 4

  1. jose dario sanchez says:
    Hace 9 años

    Cuando se cansaran de hacer cuentos de “antes del 59 ” ????desde 1959 a 2016…han pasado 57 anos…no se dan cuenta ?? El estado de la medicina en Cuba esta hoy para recordar el ano 1959 ?? No hay nada mas que novelar ??

    Responder
  2. Leoneidis (tu tia) says:
    Hace 9 años

    Esa historia si no me la sabia…me encanto

    Responder
  3. Nomini says:
    Hace 9 años

    El problema, jose dario, es que esos 57 años de medicina revolucionaria están en el noticiero y en las mesas redondas.¿Para qué contar lo que ya se sabe?…gracias JJ, por no decir más de lo mismo…

    Responder
  4. Day says:
    Hace 9 años

    jose dario sanchez: A esta columna se viene a disfrutar las crónicas de JJ. A quejarse del estado de la medicina en Cuba, vaya al MINSAP.

    Responder

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