La última vez que estuve en la central termoeléctrica “Diez de Octubre”, en Camagüey, a mediados del año 2011, la capacidad sumada de sus tres generadores principales alcanzaba 375 megawatts/hora (MWh), que en circunstancias de necesidad podían incrementarse con otros 100 aportados por una unidad más antigua y una batería de grupos electrógenos cercana.
En números redondos, la producción de la planta nuevitera prácticamente triplicaba la demanda en horario pico de la provincia de Camagüey.
Sin embargo, uno de sus ingenieros insistió en que no debía marcharme de allí poseído por el entusiasmo. “Todas nuestras unidades generadoras están trabajando al límite de sus posibilidades, y de hecho, a la más vieja [la número tres] le quedan pocos años de vida útil. Es tan ineficiente que solo vale la pena sincronizarla cuando la demanda es muy alta”, me confesó entonces, mientras cedíamos el paso a una rastra cargada con grandes estructuras metálicas desmontadas de los antiguos bloques, uno y dos. Vendiéndolas a la empresa de materias primas, la administración de la termoeléctrica había allegado los recursos necesarios para extender el alcance de unas reparaciones ordenadas por el entonces Ministerio de la Industria Básica. Más temprano que tarde “esos remiendos” no bastarían para impedir el deterioro, vaticinaba mi interlocutor.
El tiempo terminó dándole la razón. A finales de julio último la “Diez de Octubre” se preparaba para desconectar del Sistema Electroenergético Nacional (SEN) su unidad cinco, con vistas una reparación que buscaría incrementar sus aportes, que de los 125 MWh de diseño habían decrecido a 70. En conjunto, los tres bloques sobrevivientes de esa industria sumaban apenas 250 MWh; el generador número tres hace años salió de servicio.
Durante el verano que concluye la termoeléctrica nuevitera fue una de las que más roturas sufrió. Incluso, llegó a estar a punto de no contar con ninguna de sus unidades en línea. Pero no fue la única en tal circunstancia, ni tampoco afectada exclusivamente por el desplome sostenido de la eficiencia energética.
Por otro lado, al momento de su sincronización al SEN, en 1988, el único motor de la central “Antonio Guiteras”, en Matanzas, era capaz de generar 330 MWh, casi 100 más que los que ha aportado como promedio durante los últimos dos años. Otras plantas como la “Máximo Gómez” (Mariel) o la “Antonio Maceo” (Santiago de Cuba) también han debido revisar sus indicadores deficitarios de generación eléctrica. Un caso extremo es el de la central “Lidio Ramón Pérez”, ubicada en la comunidad holguinera de Felton, cuya unidad número dos opera a la mitad de su capacidad de diseño (130 de 250 MWh), mientras que la uno, reparada recientemente, no logra estabilizar la generación debido a la rotura de componentes que —como la caldera— no fueron incluidos en las reformas por falta de financiamiento.
El deterioro de las centrales térmicas, de las cuales depende alrededor del 60 % de la generación de electricidad en Cuba, es la causa fundamental de la ola de apagones que desde hace meses sufre el país, sobre todo las provincias del interior. El resto de las tecnologías están pensadas como complemento de esa “generación base […] que con 36 años de explotación como promedio […] requiere un gran esfuerzo para mantener su disponibilidad”, reconoció en marzo pasado el ingeniero Jorge Armando Cepero Hernández, director general de la Unión Eléctrica de Cuba.
Las termoeléctricas de que dispone el país (cuatro en Occidente, dos al Centro y dos en el Oriente) sobresalen dentro del grupo de “infraestructuras esenciales” (entre las que se encuentran las vías de comunicación, las redes hidráulicas… ) que hasta finales de los 80 del pasado siglo se beneficiaron con el grueso de las inversiones gubernamentales. Y que luego de 30 años de sucesivas crisis económicas han terminado por encontrarse en una situación particularmente comprometida.
Las cuentas de la recuperación
Al menos a mediano plazo no hay perspectivas de que la matriz energética de Cuba cambie. A pesar del proyectado incremento de las fuentes renovables de energía en el país, que hacia 2030 se espera cubran una cuarta parte de la demanda, el grueso de la factura eléctrica seguirá siendo sostenido por el petróleo “crudo” nacional quemado por las termoeléctricas, el fuel oil y el diesel importados, que, a precios de oro, mantienen en marcha los emplazamientos de grupos electrógenos en la Isla.
Esto se corresponde con lo que muestran las cifras oficiales, según las cuales el 96 % de la electricidad en Cuba depende de combustibles fósiles, la mayor parte importados. En 2018, el año más reciente del que están disponibles estadísticas, el país importó el 54 % de los portadores energéticos que utilizó, acentuando su vulnerabilidad ante las convulsiones internacionales. En septiembre de 2019, cuando nada permitía anticipar la aparición de la COVID-19, y la economía mundial crecía con pujanza, el presidente Miguel Díaz-Canel declaraba la situación de “Coyuntura” en una comparecencia oficial radiotelevisada. El rechazo de algunas navieras a desembarcar en la Isla envíos de combustible, pagados con anticipación, había bastado para poner en números rojos las reservas del país. De entonces a ahora, el dinero disponible para compras se hizo más escaso, obligando a postergar muchos de los mantenimientos previstos para las viejas plantas generadoras de electricidad.
La migración hacia las fuentes renovables de energía suele ser un proceso largo y costoso. De las tecnologías disponibles para incrementar la capacidad generadora ninguna aventaja en cuanto a rapidez y costos a la “vieja” industria termoeléctrica.
En las condiciones de Cuba la construcción de una unidad generadora suele demandar entre dos y cuatro años de trabajo, y alrededor de dos millones de dólares por megawatt de potencia. La sustitución de las viejas plantas termoeléctricas implicaría una inversión de al menos 5 mil millones de dólares, que La Habana —obviamente— no tiene cómo asumir.
La construcción de cuatro nuevas unidades generadoras distribuidas entre las plantas de Mariel y Santa Cruz del Norte (Ernesto Che Guevara), con capacidad conjunta de 800 MWh, pagadas por un crédito ruso de 1.400 millones de dólares, supone apenas un “alivio” limitado. Ese proyecto se pensó para que pusiera en marcha su primer bloque generador dentro de un par de años, en paralelo con otro programa, también financiado por el Kremlin, para la modernización de 10 unidades térmicas. Pero, incluso obviando los retrasos ocasionados por la pandemia y las dificultades financieras de La Habana, no basta para cambiar el hecho de que el sistema energético cubano se asienta sobre una infraestructura vencida por décadas de sobreexplotación.
Significativamente, no parece existir un interés real en atraer capitales con los que implementar una respuesta de contingencia ante esta situación. En cuanto al tema, la última Cartera de Oportunidades para la Inversión Extranjera se limita a listar propuestas como las de ocho bioeléctricas a instalar en ingenios azucareros, o siete nuevos parques fotovoltaicos.
La pasividad del gobierno cubano a este respecto contrasta con la actitud de otras administraciones de izquierda que en el Continente han apostado por una participación mayor de la inversión privada en sus planes de desarrollo energético. Por ejemplo, durante su mandato (2010-2015) el presidente uruguayo José Mujica se esforzó en incorporar a empresas privadas a proyectos eólicos como el que se levantaba en el departamento de Maldonado. “Este es un negocio redondo como política para el país, para los que tienen el coraje de invertir y para las generaciones que vienen”, declaró Mujica al inaugurar el parque instalado en esa zona por empresarios españoles.
Tal decisión, tomada a contrapelo de la tradición “estatista” de la industria eléctrica uruguaya, contribuyó a que la pequeña nación incrementara su disponibilidad de energía, al punto de contar con “excedentes” que hoy exporta a Argentina y Brasil.
En Cuba, cabría preguntarse si una estrategia similar no ayudaría a recuperar las capacidades perdidas de la industria termoeléctrica; la misma que por décadas ha venido deteriorándose a marchas forzadas, y que, susceptibilidades ecologistas al margen, sigue sosteniendo la mayor parte de la demanda eléctrica nacional.
Perturba que en cualquier análisis que pretenda ser sinceramente serio sobre Cuba no haga referencia a las brutales presiones del bloqueo yanqui en contra de la Isla, que incluyen las amenazas de sanciones a potenciales inversores extranjeros, y que la situación actual del país la achaquen únicamente a la «incapacidad» de La Habana. Nunca olvidar que desde 1960, todas las administraciones norteamericanas han seguido la receta infame de Mallory de «causar el hambre, la desesperación y el derrocamiento del gobierno». Trump impuso 243 medidas siguiendo esa pauta, que Biden no ha tocado, aunque había prometido modificar o derogar, a pesar de las necesidades causadas por la COVID-19, en momentos en que la pandemia cortó las principales fuentes de ingresos en divisas de la nación caribeña (menos las remesas familiares, interrumpidas se sabe por quien). Pepe Mujica no enfrentó eso. Sin equilibrio no hay objetividad.
totalmente de acuerdo con Ud. es sínico cualpar al gobierno de lo que no ha hecho, pero nadie cualpa al pais mas poderoso de la tierra en impedir, presionar a compañia para que no vendan piezas, combustible, otorguen creditos, realmente es un persecusión contra un pequeño pais que nunca ha agredido a E.U.A, porque tanta saña, porque no dejan vivir a este país en paz, eso es lo que realmente hay que cuestionar, a que le temen, a que Cuba pueda demostrar que otro modelo es posible
ONCUBA LO QUE DA ES ASCO