En el dedo índice de la mano derecha tiene un esparadrapo que parece estar envolviendo una ampolla desde hace una semana o más. Los cangrejos los agarra vivos sobre el dienteperro y los mete en un pomo plástico de boca ancha. De ahí los va sacando y, ya arriba del muro, atraviesa cuatro o cinco con la punta del anzuelo. Mientras observo su ritual en silencio recuerdo que, cuando tuve a mi primer hijo, vivíamos en Centro Habana a cuatro cuadras del Malecón. Ir a ver el mar, se convirtió en el paseo predilecto de las tardes. Cuando creció un poquito, no quiso ser bombero, ni cosmonauta, quiso ser pescador.
Ir al Malecón no solo representaba el disfrute de la brisa, ni poner los ojos sobre la línea del horizonte con la esperanza de divisar un barco, era, sobre todo, el encuentro con esos hombres meditabundos que le daban la espalda a la ciudad. Aquellos pescadores que inspiraban a mi hijo y motivaban muchas de sus fantasías y sus juegos, eran un misterio. Hoy continúan ejerciendo sobre mí una extraña fascinación.
Me pregunto si no le duele ese dedo, porque él no pesca con vara y el hilo le roza siempre ahí, entre el inicio de la uña y la falange. Lanza por primera vez el anzuelo tomando impulso hacia atrás y yo imagino que, si fuera una escena de película, ensartara la blusa de la yuma que pasa en un almendrón descapotable, dejándola con las tetas afuera justo en ese instante. Pero el hilo fue directo al mar. Es un buen hilo, traído desde España por un primo lejano. Me cuenta que aquí el metro está a 3.50 pesos. “Imagínate que yo necesito como 500 metros. No hay pa eso.” Me dice. Entonces le pregunto si le va bien y me responde con una expresión rara de sonrisa y ceño fruncido a la vez: “Cuando es una pesca fructífera me da negocio. Si cojo seis o siete los vendo, si cojo uno o dos me los como.” Él llega todos los días, desde hace siete años, al mismo lugar del Malecón y presiente que tendrá una pesca fructífera antes de tirar el anzuelo al mar.
Los pescadores de un pueblo de mar son distintos a los pescadores de Malecón. Se ríen diferente, hablan diferente, los paisajes que los envuelven son diferentes. La vida de los pescadores es dura, a pesar de toda la mística hermosa que rodea a los hombres que viven del mar. Para los que tiran su anzuelo del otro lado del muro no hay casitas de madera, ni barcos, ni muelles, ni mujeres que esperan en las puertas de las casas hasta que lleguen los hijos con la bolsa llena. La fantasía y la realidad del pescador de Malecón son otras. A sus espaldas está una parte de la ciudad que se agrieta y los ruidos de las mezcladoras que levantan los hoteles, están los niños con su alegría desbordada y los vendedores de rositas maíz. En la misma cuerda de los pescadores están los que intentan pescar cualquier cosa en el Malecón: un dinerillo, un viaje, un amor, un resfrío, una surna.
Ya llevamos casi una hora y nada. Pero me dice que la pesca es de mucha paciencia y la pesca de Malecón es de no desalentarse. Lo malo, me cuenta, es que se están tirando los pescadores nocturnos. “Como los peces se quedan dormidos ellos se los llevan fácil. Y esos son los peces que nos tocaban nosotros.” Se tiran con linternas y con equipos especiales y se lo llevan todo. Aunque él habla de los pescadores nocturnos con desprecio y con rabia yo siento en su tono de voz que le gustaría convertirse en uno de ellos y joderle la vida al pescador de día. Tal vez si tuviera una linterna y una buena red. No sé… Creo que no dejaría su puesto fijo entre H y E heredado de su difunto tío hace siete años. Además, no hay nada más rico que llegar del trabajo en las tardes y darle la espalda a la ciudad. Dice que eso es lo que le gusta, aunque cada quien tiene su rutina.
Hay quien se tira en corcho y se adentra y ahí hace la noche. Otros prefieren la caña, porque es más cómodo y tiene más estilo y saca peces más grandes. Me cuenta que él le cogió amor al nylon y que hasta pulpo ha sacado. Que están los locos como él que pescan a mano limpia y los superdotados como El Salvaje que se tiraba en goma y pescó 7 agujas, 34 picúas y ninguna ciguata. Me lo cuenta abriendo los ojos como para que yo le crea, y le creo. Le creo cuando me dice que la ciguatera se le ve al pez en el color, en la manera de nadar y en como hala el hilo cuando pica. Le creo que las picúas tienen mala fama, pero los verdaderos ciguatos son los gallegos. Aunque me queda la duda de si las 7 agujas y las 34 picúas fueron de un solo día de pesca o fueron durante toda la vida de El Salvaje. Cada pescador tiene su manera y todas están bien, lo que él no entiende es porqué hay gente que se tira por la Avenida del Puerto, dice que esos peces están contaminados y que ni friéndolos con manteca de puerco se le quita la peste a petróleo.
Algo picó duro y no se sabe qué es porque el mar está un poquito revuelto. Puede ser un bajonao, un sobaco, una rabirrubia, un cochino, o una lora, que son los peces que pican más o menos a esa hora en el Malecón. Una vez le picó un pez piedra y uno de esos venenosos que se inflan y son terribles porque trozan el anzuelo. Él ha pescado de todo. Por eso sigue ahí, en el mismo sitio, deseando que se le fundan las linternas a los pescadores nocturnos. Mañana volverá con la certeza de que tendrá una pesca fructífera y con suerte enganchará con su anzuelo la blusa de alguna yuma de las que, a esa hora, pasan en descapotables. Hoy, después del atardecer más lindo del mes, se da la vuelta y cruza la calle con una vieja lora en la mano.