Hay una invisible pero poderosa relación entre la tierra y sus habitantes. El campesino de Cuba conoce la suya, la nutre y explota, consciente o no.
Salir con la (hora) “fresca” a cultivar la tierra, huirle al sol, adivinar las nubes y encontrar el agua, son prácticas que debe interiorizar el guajiro, con saberes antiguos y transferidos o con la ciencia que aprende en las escuelas de su vida. Aunque se vaya a la ciudad, aunque construya en el pueblo, el campesino de alma regresa siempre a esos sonidos limpios del campo y a sus animales. Porque el campesino sabe el valor de un descanso, arrullado por la calma, luego de extraerle la savia a los surcos.
La gente en el campo ya no es tanta como una vez lo fue, pero cuidan el espacio donde germina la isla.
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Las propia dinámica de desarrollo del país a partir de la Campaña de Alfabetización provocó un desplazamiento desmedido del campo a la ciudades. Las tierras sufrieron mucho de las inconsecuencias de determinada tecnocracia agraria y de la inesprriencia de funcionarios y durectivos relacionados con el agro y el cooperativismo cubano; mas los pequeños agricultores, ese espacio único legal de propiedad privada en el país, jamás han perdido ni el tiempo ni la experiencia obteniendo resultados increíbles. El trabajo del campo, zona de la que provengo y en la que algún familiar mío obtiene resultados ejemplares, es duro, muy duro. El campesinado cubano merece todo apoyo, tecnología e incentivos; y, por encima de todo, admiración y reconocimiento. Les felicito por acordarse de ellos tan honestamente.