Al atardecer las aguas del Bélico, uno de los ríos más extensos de Santa Clara, ya no corren tan apacibles. Pequeñas piernas chapaletean por sus contaminadas aguas en busca de vida subacuática. Quien las ve tiene la sensación que tanta podredumbre es incompatible con la vida, pero estos improvisados pescadores la desmienten cada vez que diminutos peces muerden sus anzuelos.
La corriente de agua está rodeada por malas hierbas y restos de basura mezclados con escombros. Por años, los vecinos han tomado el río como un vertedero.
“Nosotros aprendimos a pescar solos”, me dice uno de los niños sin alejar la vista de la corriente. “Un pescador te cobra 20 pesos por enseñarte, y ¡ni loco!”, protesta otro.
Cada tarde vienen a esta parte del río donde “pican bastante” y para confirmarme elevan el errático racimo de pescados que han enlazado a un alambre.
“Son tilapias”, me aclaran. Hablan con la seguridad de un experto en el arte de la pesquería.
“¿Y qué hacen con la pesca?”, les pregunto.
“¡Ah!, salimos a venderla”, responden, y uno de ellos hala la pita enroscada en medio pomo plástico, pero el anzuelo regresa vacío.
Esta tarde la pesca no ha sido abundante, pero como pescadores al fin y el cabo, el orgullo no les permite regresar con las manos vacías. Una y otra vez lanzan la carnada y afilan la vista en busca de más peces.
Alguno picará en sus anzuelos.