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Mi camino como emprendedora cubana. Errores más comunes (VI)

Muchas veces comenzamos con entusiasmo, con una idea clara, con un producto bien diseñado… pero sin un presupuesto que contemple la realidad.

por
  • Yulieta Hernández Díaz
septiembre 25, 2025
en Te digo lo que sé
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Como parte de la iniciativa Te digo lo que sé que estamos desarrollando en OnCuba, continuamos la serie “Mi camino como emprendedora cubana”, de la Ing. Yulieta Hernández Díaz, CEO de πlares Construcciones SRL, un emprendimiento cubano nacido en 2018 y dedicado a ofrecer servicios de construcción, mantenimiento, reparación, rehabilitación y remodelación de inmuebles.

Esta serie nació desde la necesidad de compartir lo vivido, no desde la certeza. En la entrega anterior abordamos los errores en torno al liderazgo; hoy quiero detenerme en errores financieros y operativos.

Después de siete años emprendiendo en Cuba, aprendí que los errores no siempre están visibles, pero siempre están presentes. Aquí van, no para juzgar, sino para prevenir. Para que cada paso emprendedor esté más cerca del cuidado, la claridad y la comunidad.

1️1. Subestimar los costos y gastos reales

No calcular bien los costos y gastos operativos lleva a problemas de liquidez.

Este error no es solo contable: es estructural, emocional y profundamente humano. En Cuba, donde los precios cambian sin aviso, donde los proveedores fallan y donde cada solución improvisada tiene un precio oculto, calcular los costos y gastos reales puede marcar tu supervivencia.

Muchas veces comenzamos con entusiasmo, con una idea clara, con un producto bien diseñado… pero sin un presupuesto que contemple la realidad. Se subestiman los gastos de transporte, de almacenamiento, de mantenimiento, de comunicación, de reposición. Se olvida de que cada error logístico cuesta. Que cada día de retraso tiene un precio. Que cada cliente insatisfecho representa una pérdida que no siempre se ve en el Excel a corto plazo, pero a largo plazo te va a pasar factura.

Cuando comencé, la mayoría de mis equipos, herramientas y útiles eran patrimonio personal, mío o de mi familia, incluso de amigos. No compré nada inicialmente ni hice inversión formal para el negocio. Porque el negocio surgió de la necesidad de sobrevivir, de muchas crisis personales. Así comienzan muchos negocios en Cuba. Pero cometí un error: independientemente de que no era inversión directa del negocio, esos recursos se estaban empleando en él. No los tuve en cuenta en mis costos ni en mis gastos. Desde usar la impresora y la computadora familiar hasta utilizar útiles de oficina de mi época académica. Todo eso se gasta, se deprecia, se rompe, tiene vida útil limitada. Y si no se contabiliza, el negocio parece más rentable de lo que realmente es.

Tampoco tuve en cuenta gastos como el uso de mi vivienda, el auto familiar, ni los gastos de electricidad. Dejé fuera muchos costos y gastos que eran tan elementales y de uso diario, que olvidé que estaban formando parte del negocio. Y eso distorsiona la realidad financiera. Porque aunque no se pague en efectivo, se está pagando en desgaste, en consumo, en tiempo. Y si no se registra, no se puede reponer.

Otro error común —y que también cometí— es no fijarse un salario. Si no lo haces, es muy probable que no solo pierdas la noción de las utilidades, sino también que gastes más de lo que tu negocio puede asumir y entres en pérdidas. Es un costo que no puedes dejar fuera. Porque el trabajo tiene valor, y si no se reconoce, se desordena todo el sistema financiero del emprendimiento. No fijarse un salario es invisibilizar el esfuerzo, y eso termina afectando la sostenibilidad.

En mi experiencia, aprendí que no basta con calcular los costos de producto o servicio. Hay que sumar el tiempo invertido, el desgaste emocional, los imprevistos, las compensaciones éticas, los ajustes de última hora. Hay que incluir el costo de reparar errores, de sostener al equipo, de cuidar la reputación. Porque todo eso también forma parte del costo real.

También ocurre algo muy común: se calcula el costo en función del precio de hoy, sin prever que mañana puede subir. Y en Cuba, donde los precios fluctúan sin una ¨aparente¨ lógica, eso puede dejar al negocio sin margen, sin liquidez, sin capacidad de respuesta.

Subestimar los costos no es solo un error financiero. Es una forma de invisibilizar el esfuerzo real que sostiene el emprendimiento. Y cuando eso ocurre, el negocio se vuelve frágil, dependiente de milagros, vulnerable ante cualquier sacudida.

Hoy, cada vez que diseño una propuesta, reviso los costos y gastos con lupa. No solo los visibles, sino los ocultos. No solo los financieros, sino los humanos. Porque emprender en Cuba exige precisión, pero también conciencia. Y calcular bien es una forma de cuidar.

1️2. No tener reservas para imprevistos

La falta de colchón financiero puede hacer colapsar el negocio ante cualquier crisis.

En Cuba, donde la legislación cambia constantemente, la inflación es galopante y la policrisis estructural atraviesa cada decisión, definir reservas no es una opción: es una urgencia estratégica. No prever lo imprevisible es como construir sobre arena movediza. Y no se trata solo de ahorrar: se trata de diseñar un sistema que contemple lo inesperado como parte del modelo de negocio.

En mi negocio de construcción, hay una práctica habitual: reflejar los imprevistos de las obras en los presupuestos. Es aparentemente muy claro. Digo “aparentemente” porque cuando empecé, solo tenía en cuenta los imprevistos del servicio que estaba brindando a cada cliente. Pero no los imprevistos del negocio. Caí también en ese error. Me costó años percatarme de que debía tener un fondo de reserva para el negocio, que fuera independiente de los imprevistos de cada obra.

Incluso había tenido necesidad de ese fondo desde los principios. Pero usaba patrimonio personal o utilidades para cubrir las contingencias. Y eso no solo distorsiona la contabilidad: debilita la sostenibilidad. Recuerdo en especial un servicio de pintura que brindé a un cliente. El proveedor me vendió una pintura que no cumplía la calidad que dijo vender, ni las normas técnicas cubanas. El contrato entre las partes permitía la garantía y devolución del dinero, pero no tenía claro la mediación ni las condiciones para determinar si la pintura era de mala calidad o si la habíamos empleado mal. El proveedor no asumió la responsabilidad. Se escapó, literalmente, por una mala negociación contractual de mi parte.

Pero eso no fue lo más grave. Lo más grave fue que se generaron nuevos costos y gastos: retirar la pintura de mala calidad ya aplicada, volver a pagar a los trabajadores no solo por eliminar, sino por volver a aplicar. Además, tuve que indemnizar al cliente porque no pudimos cumplir el cronograma pactado. Lo hice por ética, también por haber metido literalmente la pata. Y aun con este caso —y otros tantos más— seguía sin prever un presupuesto para crisis. Sin un fondo específico para contingencias del negocio.

Los imprevistos no siempre son grandes catástrofes. A veces son pequeñas fallas que se acumulan:

– Un proveedor que no entrega a tiempo.

– Una feria que se suspende por causas externas.

– Una campaña que no genera el impacto esperado.

– Una rotura en el sistema de agua que paraliza la producción.

– Una subida de precios que desajusta todo el presupuesto.

Sin reservas, cada uno de estos eventos puede convertirse en crisis. Con reservas, se transforman en ajustes. La diferencia está en la capacidad de respuesta.

Tener reservas también permite tomar decisiones con menos miedo:

– Se puede compensar éticamente a un cliente cuando algo falla.

– Se puede sostener al equipo en momentos de baja demanda.

– Se puede rediseñar una estrategia sin depender de ingresos inmediatos.

– Se puede cuidar la reputación sin sacrificar la estabilidad financiera.

Las reservas también pueden ser simbólicas: tiempo, energía, redes de apoyo. Pero en lo financiero, deben ser concretas, trazables y protegidas. No pueden depender de la venta del mes ni de la buena voluntad de terceros. Deben estar pensadas desde el inicio, como parte del diseño ético del negocio.

Un emprendimiento que no contempla los imprevistos está condenado a vivir en modo reactivo. Uno que los incluye, puede sostenerse, adaptarse y crecer incluso en medio de la crisis.

1️3. Enfocarse solo en el producto y no en el cliente

Si no hay razones claras para que el cliente elija tu oferta, el negocio no despega.

En Cuba, donde la demanda solvente suele ser muy limitada, intermitente y condicionada por factores externos, el vínculo con el cliente no se construye solo desde lo que se vende, sino desde cómo se acompaña. El error de enfocarse únicamente en el producto o el servicio —en su calidad, su diseño, su precio— deja fuera lo más importante: la experiencia del cliente, su contexto, sus urgencias reales.

Un producto o servicio puede ser técnicamente impecable, pero si no se comunica con claridad, si no se adapta a los ritmos y posibilidades del cliente, si no genera confianza, se vuelve irrelevante. En este entorno, el cliente no busca solo resolver una necesidad: busca sentirse seguro, comprendido, respetado. Y eso no se logra con especificaciones técnicas, sino con escucha activa, trazabilidad y coherencia ética.

En mi experiencia, me ha funcionado hacer Productos Mínimos Viables (PMV), encuestas o tener testadores. Hoy hay muchas herramientas digitales, y con la internet es muy fácil crear este tipo de mecanismos para medir antes de salir con un producto o servicio. No se trata de esperar a tener la versión perfecta, sino de validar con personas reales, en contextos reales, qué funciona, qué se entiende, qué se necesita ajustar. Esa retroalimentación temprana evita errores costosos y permite adaptar la propuesta antes de que llegue al mercado.

Además, el cubano tiene una virtud que no siempre se aprovecha: le gusta hablar por naturaleza. Es un excelente comunicador de barrio, de calle. Solo basta escuchar en las colas, en el transporte, en los pasillos. Si se le pregunta, responde. Si se le escucha, aporta. Si se le incluye, mejora el product o el servicio. El cliente cubano no es pasivo: es narrador, es crítico, es aliado. Y si se le ignora, se pierde una fuente valiosa de aprendizaje.

Yo escucho desde un parqueador, un albañil o su ayudante, hasta cuando voy caminando o haciendo compras. Hay mucha sabiduría popular que se puede aprovechar, porque es el contexto que necesitas, es tu localidad, es donde se va a vender tu producto o servicio o quien lo va a comprar. Esa sabiduría no está en manuales, está en la conversación cotidiana, en la queja que revela una necesidad, en el chiste que esconde una crítica, en el gesto que anticipa una preferencia. Escucharla es afinar la propuesta, dignificar la experiencia y construir comunidad.

Y algo más: no te frustres cuando los resultados de medir y escuchar no sean los que esperabas. A veces el cliente no entiende tu propuesta, no la necesita, no la quiere. Y eso no es un fracaso: es una oportunidad. Te está ahorrando tiempo, dinero, esfuerzo. Te está permitiendo pensar otra idea de producto o servicio, o mejorar el que pensabas que iba a funcionar para que realmente funcione. Hay que estar abierto. No tomarlo como rechazo, sino como ajuste. Porque emprender no es imponer: es dialogar. Y si el cliente te dice “esto no me sirve”, te está regalando una pista para hacerlo mejor.

También ocurre que se diseña desde la lógica del emprendedor, sin validar con quienes van a recibir la propuesta. Se asume que lo que funciona en otros contextos funcionará aquí. Se copia sin adaptar. Se lanza sin testear. Y el resultado es un producto o servicio que no dialoga con la realidad del cliente cubano: sus limitaciones de pago, sus dudas legales, sus expectativas de trato, su necesidad de respaldo.

En este escenario, el cliente no es un consumidor pasivo. Es un actor activo, que recomienda, que advierte, que construye reputación. Ignorarlo es perder oportunidades de mejora, de fidelización, de expansión. Escucharlo es abrir caminos de colaboración, de ajuste, de sostenibilidad.

Enfocarse solo en el producto o en el servicio también invisibiliza los momentos clave de la experiencia:

¿Cómo se recibe la propuesta?

¿Qué emociones genera el trato?

¿Qué garantías se ofrecen y cómo se cumplen?

¿Qué tipo de seguimiento se hace después de la entrega?

Cada uno de estos momentos define si el cliente vuelve, si recomienda, si confía. Y en Cuba, donde la formalidad es frágil y la confianza es capital, cuidar esa experiencia es cuidar el negocio.

Hoy, diseñar desde el cliente no significa renunciar a la calidad. Significa ampliarla. Porque un buen producto o servicio sin vínculo es solo mercancía. Pero un producto o un servicio que escucha, que acompaña, que se adapta, se convierte en herramienta de comunidad.

14. Ignorar la competencia

Pensar que no hay competencia porque el mercado no está saturado, porque la oferta es inferior a la demanda en Cuba; es un error frecuente en el mercado cubano.

Aunque muchos sectores parecen vacíos o desatendidos, eso no significa que no haya actores resolviendo las mismas necesidades. La competencia en Cuba no siempre es visible, formal ni directa. A veces opera desde la informalidad, desde redes familiares, desde el ingenio popular. Y otras veces, desde negocios que no ofrecen lo mismo, pero sí compiten por el mismo tiempo, dinero o atención del cliente.

Además, en un entorno de baja capacidad adquisitiva, la competencia más crítica es por la demanda solvente. No se trata solo de quién ofrece el mejor producto o servicio, sino de quién logra captar a ese grupo reducido de clientes que realmente puede pagar, que confía, que repite. Esa demanda es limitada, frágil y muy observadora. Y todos los negocios —formales, informales, nuevos o consolidados— compiten por ella.

Ignorar esa competencia es diseñar en el vacío. Porque incluso si tu producto o servicio es único, el cliente cubano compara, evalúa, prioriza. Y muchas veces elige lo que le da más confianza, más cercanía, más trazabilidad. No basta con ser el único: hay que ser el más confiable, el más claro, el más coherente.

En mi experiencia, he aprendido que la competencia no siempre está en el mismo rubro. Un negocio de materiales puede competir con uno de transporte, si ambos resuelven parte de una obra. Un emprendimiento cultural puede competir con el tiempo libre que el cliente dedica a otras actividades. Un servicio técnico puede competir con el vecino que “resuelve” sin factura pero con rapidez.

Por eso, observar el entorno es clave. No para copiar, sino para entender:

¿Qué soluciones ya existen, aunque no estén formalizadas?

¿Qué hábitos tiene el cliente que podrían desplazar tu propuesta?

¿Qué redes informales están resolviendo lo que tú quieres ofrecer? ¿Cuales son los precios de ese producto o servicio informal que no PAGA IMPUESTOS?

¿Qué negocios ya captaron a los pocos clientes que pueden pagar?

Además, en Cuba la competencia puede cambiar de un barrio a otro, de una semana a otra. La migración, la escasez, las regulaciones, todo modifica el mapa. Por eso, el diagnóstico debe ser constante, territorial, sensible. No basta con mirar redes: hay que caminar, conversar, escuchar.

Y algo más: la competencia no siempre es enemiga. En mi experiencia, la competencia tiene que ser un aliado. Hay que trabajar juntos, crecer juntos. Y eso solo se logra siendo transparente y ético con tu competencia. ¡Ayudando! Compartiendo aprendizajes, recomendando cuando tú no puedes cubrir una demanda, creando redes de respaldo. En un mercado frágil, la competencia ética puede convertirse en comunidad. Y eso no solo fortalece tu negocio: fortalece la resiliencia del ecosistema emprendedor.

Ignorar la competencia es ignorar el contexto. Y en Cuba, el contexto es dinámico, creativo y profundamente cambiante y dinámico. Por eso, mirar alrededor no es perder tiempo: es ganar perspectiva.

1️5. No adaptar el modelo de negocio:

Aferrarse a una idea sin flexibilidad impide evolucionar según el entorno.

En Cuba, donde el contexto cambia semana a semana —por escasez, migración, regulaciones o crisis estructurales— mantener un modelo de negocio rígido es como construir sobre arena. Lo que funcionó ayer puede no servir hoy. Y lo que parecía inviable puede convertirse en oportunidad si se adapta con inteligencia y sensibilidad.

Muchos emprendedores se enamoran de su idea original. La defienden como si fuera una verdad absoluta. Pero un negocio no es una tesis: es una práctica viva, que debe dialogar con el entorno, con el cliente, con los recursos disponibles. Aferrarse a un modelo sin revisar sus resultados, sin escuchar al equipo, sin observar al cliente, es condenarlo a la obsolescencia.

En mi experiencia, he aprendido que adaptar no es rendirse. Es afinar. Es reconocer que el entorno te está hablando y tú decides si lo ignoras o lo conviertes en estrategia. He tenido que cambiar formatos, ajustar precios, modificar canales, incluso transformar el enfoque completo de una propuesta. Y cada vez que lo hice con ética y escucha, el negocio se fortaleció.

Adaptar también implica reconocer los costos invisibles: el tiempo que se pierde en insistir con algo que no funciona, el desgaste emocional, la frustración del equipo. A veces, el modelo no necesita ser descartado, sino reescrito. Y eso solo se logra si hay apertura, humildad y capacidad de autocrítica.

En Cuba, donde la demanda solvente es limitada y los recursos escasos, la adaptabilidad es una ventaja competitiva. Quien escucha, ajusta y propone con rapidez, gana terreno. Quien espera que el cliente se adapte al negocio, pierde relevancia.

También he visto cómo la rigidez impide alianzas. Un modelo cerrado no permite sumar actores, compartir recursos, crear redes. Pero cuando el negocio se abre a nuevas formas, a colaboraciones, a formatos mixtos, se vuelve más resiliente y más comunitario.

Adaptar no es improvisar. Es planificar con flexibilidad. Es tener reservas, escenarios alternativos, protocolos para crisis. Es saber que el modelo no es un dogma, sino una herramienta. Y como toda herramienta, debe afinarse, repararse, incluso reinventarse.

Por eso, el error no está en cambiar. El error está en no querer cambiar. En no escuchar. En no aprender. En no reconocer que el entorno cubano exige creatividad estratégica, sensibilidad territorial y una ética del ajuste constante.

Cierre: Aprender desde el error

No escribo con la verdad absoluta, sino desde mi experiencia. Desde los tropiezos que viví, desde las decisiones que tomé y desde las consecuencias que enfrenté. Lo hago con la intención de ayudar a otros, no para enseñar, sino para compartir. Porque mis errores pueden ahorrar pasos en falso a quienes emprenden en Cuba.

Cada negocio es distinto, cada contexto es único. Lo que fue un error para mí, no tiene que serlo para otro. Pero creo profundamente que estas experiencias deben compartirse. No para juzgar, sino para prevenir. No para imponer, sino para abrir caminos de reflexión, cuidado y mejora.

Si llegaste hasta aquí, te invito a leer las partes anteriores de esta serie. En cada una encontrarás mitos que tuve que desaprender y errores que puedes evitar; todos marcaron mi camino como emprendedora cubana. Les dejo los enlaces para que puedan recorrerlos con calma.

Y también te invito a esperar la próxima entrega. Porque aún queda experiencia por contar, preguntas por abrir y propuestas por construir. ¡Sigamos aprendiendo y emprendiendo juntos!

Continuará…

Sigue leyendo la serie:

Mi camino como emprendedora cubana. Rompiendo mitos (I)

Mi camino como emprendedora cubana. Rompiendo mitos (II)

Mi camino como emprendedora cubana. Rompiendo mitos (III)

Mi camino como emprendedora cubana. Errores más comunes (IV)

Mi camino como emprendedora cubana. Errores más comunes (V)

Etiquetas: emprendedores cubanosPortada
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