Este reportaje comienza con un cuento de hadas.
En 1994, en la cresta de la crisis económica, un periodista alemán recorría las callejuelas de La Habana Vieja, cuando de golpe topó con unas pequeñas postales.
Las cartulinas estaban hechas por un joven melenudo y taciturno, estudiante de Arte en la universidad y, como tantos otros, emigrante del oriente de la Isla.
Un buen día, el artista, que vendía sus piezas al mejor o al peor postor en las ferias callejeras aledañas a la Plaza de la Catedral, desapareció.
Gracias al reportero de marras, creadores conocidos como Konrad Klapheck se interesaron por el cubano, quien acudió como estudiante invitado a la Academia de Bellas Artes de Düsseldorf.
Actualmente, sus collages, en la corriente del neo-pop y enfocados principalmente en el concepto de la memoria olvidada, se logran vender hasta en 50 mil euros.
Su nombre completo es Juan Miguel Pozo Cruz, reside en Berlín, y nació en 1967 en Banes, un poblado con vista atlántica y yacimientos de arqueología aborigen, al que los turistas van a matar el tiempo, deleitarse con el paisaje y gastar su plata en mojitos y caprichos, algo que en sus días más febriles de pintorzuelo anónimo en la capital, Juan Miguel jamás se atrevió a soñar.
Eduardo. Del payaso a la plebeya
Eduardo de la Cruz comenzó el día pintando una plebeya. En su código mundano, una plebeya es una sexoservidora que “no quiere darse cuenta de que lo es”.
El retrato, que estará listo en un par de horas, no hace de su autor un Toulouse Lautrec de barrio, sino simplemente un tipo inspirado que busca quitarse la soledad de encima y que lucha contra el asma punzada por el keroseno que sirve como diluente a falta de aguarrás.
“Me mata este olor”, dice. “¡Pero que me mate!”, determina y enciende un cigarrillo para empeorar la tos que le importuna.
De la Cruz, un macizo mulato sesenticorto y ex profesor de física, es un buen partido. Vende sus telas a turistas que pasan por su estudio en Muralla, una calle estrecha y bullanguera que muere casi a los pies de la bahía.
A los dividendos de su competencia gráfica debe en parte su éxito donjuanesco. El resto lo ponen “las maldades” de la experiencia y el sildenafil, en aliadas raciones.
Pintada con acrílicos traídos por amigos desde Utrech, la cabeza de plebeya integra una de las series del dibujante. Las produce como durofríos, pero las dignifica con la diferencia que prestan los detalles. “La vida me ha quitado la inocencia”, acepta pesaroso.
El artista, que estuvo un año recluido bajo investigaciones por organizar una subasta en el año 2000, no quiere rebajarse a ser un mercachifle más con un par de recetas baratas. “Sé de mucha gente que está en el mercado que dice: vamos a tirar La bodeguita con el carrito aquí y poner la banderita acá, y lo acomodan para vender. Yo no estoy en eso”, se desmarca el Samurái, como le llaman sus hijos, que ha vendido piezas a marchantes italianos, alemanes, rusos y austríacos, quienes, muchas veces, las colocan en el mercado de reventa, multiplicando el precio de primera mano por ocho, nueve y hasta diez veces.
Admirador de Tiziano y de Carlos Enríquez –no gusta de Lam– Eduardo lanza una andanada de quejas: los inspectores “que se la pasan queriendo extorsionarte”; los guías turísticos y las aeromozas, “que hablan de nosotros como si fuésemos estafadores o ladrones”; y los programadores de rutas que conducen siempre a los turistas a los almacenes de artesanía de San José, “porque es lo del Estado”.
Eduardo de la Cruz no tuvo una formación plástica profesional. En su infancia difícil, en la entonces Isla de Pinos, su madre de acogida, una costurera con sensibilidad artística, lo ponía a trasladar al lienzo personajes de historietas. Superman y el pato Donald, los favoritos.
“Hasta que no quedaban bien, no me podía levantar”.
Esa fastidiosa severidad, que agradece, le creó disciplina, pulso en los trazos y coherencia compositiva.
A los 12 años, Eduardo ganó una beca en San Alejandro, pero nunca matriculó. Su tutor, “un guajiro ñongo”, decretó que eso eran mariconerías.
Benítez. Cuando Damien Hirst es el héroe
– ¿De dónde eres?
– De Cienfuegos.
– ¿Alguna academia?
– Soy graduado de la Escuela de Instructores de Arte. Ahora curso el cuarto año del ISA en Restauración.
– ¿Y cuándo comenzaste en este negocio?
– A los 18.
– ¿Y qué edad tienes?
– 32
Para la charla, Maykel Benítez baja la música de Led Zeppelin salida de una vieja radiocasetera que amplifica la señal del smartphone. “Starway to heaven” se malea con el pregón electrónico de un tamalero y cae en las garras chirriantes de una carretilla que pasa como una exhalación y esa mixtura se cuela en la salita expositiva del estudio taller, donde cinco pintores rentan el espacio y comparten los gastos del alquiler y los deberes fiscales.
“Tratamos de hacer una mezcla entre souvenirs y otras cosas más serias,” explica este artista de maneras reposadas.
Su trabajo –paisajes urbanos, con autos clásicos estadounidenses, mulatas y mulatos, santeros, callejuelas, el Capitolio, puros humeantes y edificios descalabrados– comporta “el mayor rigor académico”, sin dejar de ser una serialización de estampas costumbristas que surgen a partir de fotografías tomadas por el propio autor.
Benítez no cree que su línea de producción, compartida por un hormiguero de artesanos, desvalorice las artes plásticas en Cuba. “En todos los países del mundo existen los mercados de souvenir”, defiende. “Ud. va a Francia y se compra una estatuilla de la torre Eiffel, y no por eso se desvaloriza la pintura francesa”, rebate.
Con la venta de sus piezas, Benítez paga la renta de su habitación en La Habana, “una ciudad que es tan cara”, mantiene caliente su línea de móvil y se conecta a Internet para colocar sus pinturas en Instagram o actualizar su página web en espera de un golpe de suerte. Alguna que otra noche en uno de los elegantes bares privados del casco histórico no está prohibida para su bolsillo.
“Nosotros ganamos aquí mucho más que cualquier profesional en Cuba… Comparado con la media en el país,
sí permite vivir y sobre todo te da tal vez esa esperanza de que puedes prosperar. Por eso estamos en esta aventura”.
Y la aventura incluye fabricar sus propios pigmentos con aceite de linaza, porque el abasto de insumos es muy reducido y “cuando llega algo viene Fabelo y lo compra todo.”
En paralelo, elabora piezas “con temática social, un poco más punzantes”, porque “me gusta un poco la política”.
También le cautiva la empresa y el negocio. “Ganarse la vida así es tan genuina como cualquier otra”, normaliza.
– ¿Y qué del mercado?
– Tal vez no es todo lo justo que debería ser, pero es lo que hay. Son las reglas que existen y hay que jugar con ellas. En Cuba hay un mercado de arte, pero no tan amplio donde quepa todo el mundo. Es muy pequeño y muy selecto.
– ¿Cómo te ves a ti mismo?
– Ahora mismo estoy en el subsuelo. Soy un pintor que vende souvenirs en una galería con sueños de grandeza.
– ¿A quién o quiénes salvarías de un incendio?
– Algunos artistas de la academia rusa, antes del realismo socialista, como Shishkin, Levitan, Repin. Me gusta mucho Dalí, aunque no veo mucha influencia en mi pintura…Damien Hirst me parece genial a pesar de las críticas.
– ¿Con tiburón y todo?
– Sí, es uno de mis héroes, porque aparte de ser un artista es buen empresario. Para mí eso es válido también.
Lisandra. Divas en el lienzo
En la página artelista.com hay en venta un par de retratos en óleo sobre tela de la guantanamera Lisandra Padrón. Uno es la cantante Omara Portuondo, conocida como la diva del Buena Social Club. El otro pertenece a Alicia Alonso, el mito viviente de la danza mundial.
Con el tiempo y las circunstancias, Lisandra ha comprendido que la promoción y venta de su trabajo es parte de la propia obra y que no está obligada a ponerla en las manos, tal vez tramposas, de un marchante.
En el estudio-taller Estudio 208, al que pertenece y donde laboran cuatro artistas, todos hacen de todo y se ocupan de tener vida en las redes sociales y hacer gestión de venta online.
“En mi caso particular antes de comercializar en el estudio-taller creía que existía un divorcio radical del trabajo comercial y la obra seria. El tiempo en el taller me ha demostrado que cuando uno experimenta y crece profesionalmente se pueden unir esos dos factores”, establece vía correo electrónico esta joven graduada de la Academia Profesional de Artes plásticas de Guantánamo, extremo oriental de Cuba, donde también obtuvo una licenciatura en Estudios Socio-culturales.
Lisandra no comparte la presunción de que el mercado turístico obliga a un mercenarismo estético, sino que “es una plataforma para experimentar con diferentes técnicas y temáticas”.
Sin embargo, un número grueso de las obras destinadas a los mercadillos de feria “presentan una calidad pésima y muchas veces la técnica está por los suelos”, evalúa.
Lisandra Padrón ha continuado su formación académica, ahora cursando la licenciatura en Conservación en el Instituto Superior de Arte.
Definitivamente sabe que no puede depender de la suerte y de un mercado veleidoso, tanto y más cuando al interior de la isla es despreciable la mercantilización del arte y el coleccionismo.
“Los nuevos ricos que están emergiendo, por lo general no tienen la educación estética, ni una percepción visual que les haga interesarse por las obras, y creo que menos la idea de poseer la obra de arte como medio de acumulación de capital. Lastimosamente los que sí se interesan no se lo pueden permitir”, responde Lisandra a la pregunta sobre la emergencia de nuevos actores económicos y sus prácticas culturales.
Abel. Un chico del Vedado fracasa en la candonga
Los nuevos ricos y el consumo de arte plástico es un asunto que produce sinergia entre Lisandra Padrón y Abel Monagas.
“Hablamos de la pirámide invertida. Un nuevo rico puede ser un tipo que se dedicó a vender ajo por la calle. Hizo dinero y se metió en otros negocios más lucrativos. Pero no tiene ni sensibilidad, ni el nivel cultural para apreciar el arte”, razona Monagas, un pintor autodidacta de 28 años que no aprobaron en la escuela de arte y que es capaz de trabajar a ritmo de manicomio.
“Puedo hacer hasta diez cuadros en un día de las mismas imágenes”.
Pura pacotilla para ganarse la vida, reconoce, y acuña: “Nada de eso merece estar en algún museo”.
Monagas, como firma sus cuadros “serios”, entiende que es un ejercicio común, en muchos de su gremio, la división del trabajo. Los destinados a las ferias de calle y los que integrarían un catálogo o una exposición en galería quedan en estancos. A los segundos, “le pones más esmero y tratas de buscar un mercado más amplio, decoroso y especializado”·
– ¿Te permiten escenas eróticas en la feria?
– Lo erótico sí, lo político no. Lo político llega hasta pintar la figura del Che.
– ¿Y Fidel?
– Fidel, por ley, está prohibido pintarlo para feria. Yo lo hago para determinado cliente que me encarga. (De hecho, recién reprodujo en gran formato la fotografía del líder cubano con que la editorial Destino perfiló la portada de Autobiografía de Fidel Castro, del escritor cubano en el exilio Norberto Fuentes).
– ¿Quién modela el mercado de la feria?
– El turista. Uno va probando imágenes y cosas, con el método de ensayo y error. Y vas decantando qué se vende mejor, invariablemente. A veces haces un buen trabajo y no sale.
– ¿Y si te abrieras a otros códigos y te alejaras de esas propuestas machaconas de candonga?
– No vale la pena, porque cuando lo comparas con el precio, el artista no se siente motivado a lanzarse con nuevos criterios y nuevas imágenes. Además los dueños de estos espacios donde se vende no quieren otra cosa y te acoges a eso.
– ¿No has intentado vender tú mismo y romper la ecuación artista-intermediario-mercado?
– Intenté tener un caballete en la feria y fue un fracaso. Para un artista es algo muy duro que venga un turista y quiera rebajar el precio, desdeñando tu trabajo.
Almaguer. El kitsch queda fuera
Inglés, francés y español son las tres lenguas con que Rigoberto Almaguer puede entenderse con los visitantes, pero no posee ninguna que lo haga dialogar con el kitsch. Ese no pone los pies en el estudio taller del escultor René Cano, una casona con vitrales y techo artesonado de fines del siglo XIX y algo alejada de las rutas turísticas de La Habana Vieja que proponen las guías de viajeros.
Académico con trece años de estudios, incluyendo San Alejandro y el ISA –“Yo fui alumno de [Roberto] Fabelo, de Flora Fong y eso deja una huella”– Almaguer pertenece a la generación de los 80, que puso patas arriba los mansos códigos sobre los que descansaba el arte plástico del momento, estropeando el sueño de la burocracia cultural de entonces.
Este creador defiende el criterio de “exhibir y vender obras que tengan la mayor calidad y que a la vez tengan un sesgo comercial”.
Es un equilibrio arduo de conseguir, tanto, que Almaguer lo compara con el efecto Chaikovski: a críticos y audiencias, sean todos de la ralea más indistinta, les parece genial.
– ¿Y en términos de pintura?
– Los impresionistas. Casi todos eran geniales y le gusta a muchísima gente.
Aquí la salvaje fantasía de los creadores goza de impunidad. El propio Almaguer experimenta con escenarios habaneros diversos, fotografiados y luego recolocados mediante Corel Draw. También fabrica, desde una visión burlona y provocadora, objetos lúdicos como juegos de dominó decorados o magnetos con el Morro acosado por la gran ola de Kanagawa, de Hokusai, o el personaje de El grito, de Munch, voceando productos del agro. “En todo lo que hago pongo todo de mí. Son cosas que me place hacerlas enormemente”.
Con una banda de precios que va desde los 15 a los 700 CUC, la casa Bandei –el nombre alude a cada punto de la impresión off set– se resiente de la merma de clientes estadounidenses, “que son muy buenos, tienen un alto nivel cultural y compran más que los europeos” según la experiencia de Almaguer, quien interrumpe brevemente la charla con OnCuba para soltar un welcome, may I help you, a un escuadrón de muchachones norteños que acaba de irrumpir como una educada recua de caballos.
Un mercado off shore
Al no existir un mercado interno redituable, casi toda la producción plástica de Cuba, ya sea de salón, galería o de souvenir, se direcciona imantada hacia el turismo extranjero, que ha acusado un boom desde 2015 a partir de la apertura controlada con Estados Unidos, el mercado más formidable y próximo de la Isla.
“El arte tiene que ser rentable de alguna manera y para el arte cubano el estadounidense es el mejor cliente”, establece Marialis Martínez, comunicadora social que cursa una maestría en Historia del Arte y que se ha dedicado a poner la lupa sobre este fenómeno.
Uno de los efectos más inmediatos del deshielo entre La Habana y Washington, ha sido el florecimiento de los estudio-talleres en ciudades importantes, aprovechando las las reformas para iniciativas civiles.
Según la experta, el otro canal de las economías pictóricas son las ferias callejeras, que entregan “un producto artesanal de baja factura, que no trasciende el concepto, ni la idea, ni la imagen”, con el consabido “abuso desmedido del tropicalismo”.
De hecho, la producción para tales mercados reproduce, ad infinitum, una tradición iconográfica que reduce la marca país a un puñado de símbolos sensuales y hedonistas, actualmente retroalimentados no solo por los comercializadores del arte plástico más expedido, reiterativo y banal, sino por las industrias nacionales asociadas a la exportación de productos líderes del mercado.
“Las campañas del Havana Club, los habanos Cohíba o la cerveza Cristal, crean modelos de consumo visual”, ejemplifica Martínez.
Doscientos años después
Paseando por Madrid, en uno de sus viajes a España, el profesor, curador y crítico Antonio Fernández Seoane, descubrió una tienda galería llamada Cuba. El local estaba atiborrado de piezas de poca monta, pésimo gusto y compradas al por mayor.
“Esto no es Cuba… Cuba tiene una potencialidad en sus artes plásticas que la equipara con cualquier país del primer mundo”, explicó Fernández Seoane al dueño del negocio y reforzó su tesis con el paradigma de San Alejandro, una de las academias más antiguas de Occidente, que en doscientos años ha promovido generaciones de excelentes artistas.
Algunos de ellos, obligados por las circunstancias, producen para el mercado turístico con mayor o menor estandarización y rigor académico.
“Cuando como curador preparas una exposición con un artista en particular, es muy fácil descubrir una frase que se dice como un escudo: No, no mires esto que es para la comercialización,” relata Fernández Seoane.
Muchas veces, en sus caminatas por las galerías de La Habana Vieja, el profesor encuentra a egresados de San Alejandro cartulina en mano, pintando en los contenes para embobar, con su pericia técnica, a los viajeros.
“Ellos me miran con cara de terror y me dicen: ‘Profe, ganándonos la vida’”.