Hay que estar de acuerdo con Federico García Lorca. “Para buscar al duende no hay mapa ni ejercicio”.
Descrito en Andalucía como un encanto misterioso e inefable, el duende escapó hacia la América hace más de cinco siglos en las expediciones colombinas y ahora mismo lo detectamos, vivísimo, en los músicos y bailaores y bailaoras que animan las tardes y las noches en El Mesón de la Flota.
¿Hacen el abanico en la guitarra? / Sí. / ¿Y tocan a cuerda pelá? / También, y sin cejilla. / ¿Y se canta a palo seco? / Pues a veces. / ¿Y el cante jondo? / Ese no falta. Soleares, seguiriyas o tonás, el que usted quiera. / ¿Con jaleo o sin jaleo? / Con mucho jaleo. / ¿Y las bailaoras y bailaores? / A esos el duende nunca los abandona.
Ese bien podría ser el diálogo imaginario entre un conocedor de música flamenca y el grupo que esté de temporada en el tablao de El Mesón de la Flota.
Ubicado en la calle de los Mercaderes, señalado con el número 257, en la planta baja del pequeño hostal (del mismo nombre) con cinco holgadas habitaciones, el mesón evoca las tradicionales tabernas españolas que proliferaron en los accesos al puerto de la villa de San Cristóbal de La Habana durante los primeros siglos de la colonia, donde se avituallaban las flotas atlánticas del imperio español.
El ambiente es marinero. A qué más. Réplicas de navíos antiguos, banderas del código de señales, redes, astrolabios, catalejos, timones, anuncios de vapores trasatlánticos, de carga y pasajeros, con escala en puertos del Caribe, y toneles y sogas y velámenes recogidos en vergas.
Y el cliente, venga de donde venga, y por el tiempo que sea, mientras escucha flamenco puede degustar exquisitos platos –las mariscadas no faltan–, escoltados por tapas españolas y una cava de vinos internacionales, además de postres criollos y españoles. Y luego, el remate para divinizar el paladar más exigente: una taza humeante de café cubano, cultivado en las húmedas y arborescentes montañas del oriente.
“Le acompañamos con nuestra música, así haya una sola mesa ocupada”, conviene Eduardo Betancourt, percusionista y cantaor del grupo De Rocío, uno de tantos que cultivan el flamenco y alternan con otros en el Mesón, como Ecos, la compañía que con más ortodoxia y talento representa el género andaluz en la Isla.
Eduardo es un joven afable. Cuenta con desenfado su encuentro con el flamenco. Ha sido empírico. Cantaba géneros diferentes, “música tradicional cubana”, repasa, hasta que en algún video vio y escuchó el dueto de El Cigala con el pianista cubano Bebo Valdés.
¿Electrizante?: “Pues claro. Luego de eso no pude hacer otra cosa y aquí me ves”.
Eduardo aprovecha un alto en la música para conversar conmigo. Proviene, como percusionista, de las filas de la música tradicional cubana, esa con que el Buena Vista Social Club creó una Arcadia musical, donde públicos que estaban en las antípodas se dieron las manos, así fuesen neoliberales o comunistas, judíos o islámicos.
El vocalista tuvo el privilegio de pisar Amor de Dios, una de las escuelas madrileñas para la enseñanza del flamenco. Allí, de escucha en las clases, conoció a María Juncal, quien ha estado en Cuba mediante el proyecto comunitario Compás Flamenco.
“A esa compañía agradezco todo lo que sé ahora”, dice el artista, quien después ha intentado cantar otros géneros y “siempre me queda el dejo ese del flamenco”.
El género exige todos los días. “Los melismas, tan variados, son muy dificultosos”, acepta, en tanto procura sellar un estilo propio, lejos de El Cigala o de Camarón. Ni qué decir de las exigencias vocales. “Hay que rajar la voz de una manera brutal”.
La compañía De Rocío presenta un formato particular. Un guitarrista, tres bailaoras, la voz líder y percusión, y una violinista, cuyo instrumento adquiere la categoría de exótico (o intruso) en este tipo de música surgida, tal como la conocemos, en el siglo xviii.
Graduada en diversas academias musicales, Aylen Mendoza sabe tocar a Bach, Beethoven y Paganini, y también salsa, pero prefirió el flamenco, un género que asimila “muy bien la creatividad que puede ofrecer el instrumento”.
“A los temas clásicos del género tienes que ponerle lo tuyo, siempre respetando la base folclórica de cada palo flamenco”, explica Mendoza.
“Todos los instrumentos opcionales se han acoplado con el flamenco a partir de fusiones. Por ejemplo, nosotros hacemos jazz. Aquí todo es posible”, asegura Eduardo Betancourt, no sin que parezca una jactancia.
Menuda, callada, recogida, parece imposible que una chica de 22 años como Marina Tremearde tenga la fuerza desmedida en sus piernas como bailaora. Su martilleo sobre el tablao habla de una energía insospechada.
Comenzó en el baile español desde los cuatro años, sin tradición familiar, salvo una madre que quiso complacer a su pequeña y ocupar su tiempo libre.
“Siempre me ha gustado el baile español, ningún otro”, afirma, sin sombra de dudas. Lleva un año como bailaora en De Rocío y confiesa que el dominio de las castañuelas le ha llevado casi una vida. “Con ellas, hay que practicar todos los días”.
Marina asegura que “mientas tenga fuerza, ganas y salud” seguirá bailando, y especifica que de todos los instrumentos, el cajón es el que la hace vibrar con más intensidad. “Mi oído está atento al cajón”, reitera.
Visitada por monstruos sagrados del género como Paco de Lucía, Antonio Gades y Cristina Hoyos, Cuba es un santuario para miles de fans del género.
Festivales como La huella de España o compañías profesionales como Lizt Alfonso Dance y Ballet Español de Cuba, entre otros, y músicos como Raynier Mariño, mantienen viva la escena flamenca en medio de un Caribe acrisolado por ritmos de todas partes.
Aunque pondera la calidad de los flamenqueros cubanos, para Marina “la mata es la mata”, en alusión a los cultores españoles que, sin embargo, como atestigua Eduardo, hablan de que algunos músicos antillanos son iguales o mejores que los ibéricos en música flamenca.
“Se quedan maravillados cuando nos ven aquí, en el Mesón, porque no conciben que exista cante en Cuba de tanta calidad. Eso lo puedo decir con los ojos cerrados”, y agrega una frase que no por hecha es menos auténtica: “Lo llevamos en la sangre”.
Eduardo se prepara para otro palo. Incluirá el clásico Lágrimas negras, del cubano Miguel Matamoros, aflamencado, por supuesto; alguna bulería de Jeréz, y está pensando en un toque contemporáneo con Corazón partío, de Sanz.
“Lo demás el público o la inspiración nos lo dirá”, asevera el cantaor, mirando hacia el tablao de madera dura, donde el taconeo ha semihundido algunos listones, como hermosas cicatrices. Es la pasión que no sabe fingir, diría cualquiera, incluido Lorca, ¡no faltaría más!