Hace ya unos cuantos años, durante un evento cultural en Santiago de Cuba, me pidieron traducirle a un grupo de académicos estadounidenses. El director de la institución que los recibió hizo una pormenorizada historia de la ciudad y de la identidad santiaguera, de José María Heredia y la tumba francesa al Cabildo Teatral Santiago, pero ya casi al final de su presentación anunció que los llevarían a un “foco cultural”, expresión que yo nunca había escuchado y que, trasladada literalmente al inglés, no significa nada.
Así se lo hice notar lo más discretamente que pude a uno de sus ejecutivos, ubicado a mi derecha. El hombre me susurró entonces, rápido, al oído: “Fácil. Un barrio marginal, pero con el nombre cambiado”.
De acuerdo con el Diccionario, un eufemismo es una paráfrasis cuyo fin consiste en dulcificar algo que, expresado sin rodeos, sería susceptible de ofender, molestar o afligir.
En la tradición española, no se manda una persona a donde ya se sabe de entrada, sino a pasear o a freír espárragos, como mismo durante el Medioevo se empleaban palabras alternativas –“diantre” en España– para designar al diablo, documentadas en las literaturas nacionales europeas y objeto de análisis por parte de los historiadores de la lengua.
Se trata del clásico tabú, y en la cultura cubana tradicional han abundado. Mi abuela, que trabajaba como conductora en la ruta 23 allá por los años 40 y era por cierto bastante mal hablada, no solía ir al baño a evacuar los intestinos –operación fisiológica para la cual existe un término exacto en español– sino a “dar el cuerpo”.
Sospecho sin embargo que hoy la crisis ha incidido sobre las palabras poniéndolas en dos caminos: por un lado, proyectando los eufemismos a planos estelares; y por otro, subvirtiendo la denotación histórica y su articulación con la moral y las buenas costumbres, como diría un tradicionalista.
En efecto, una revisión sumaria del repertorio lingüístico cotidiano arrojaría que los cubanos no se involucran en actividades ilegales, sino que “luchan”; o que en los almacenes no hay robos, sino “mermas” o “faltantes”; que en las familias con una trabajadora sexual en su seno, la palabra “cliente” se sustituye por “amigo extranjero”.
Solo para seguir la rima: una escritora cubana me contó una vez que en una reunión del Poder Popular en el municipio Centro Habana –como se sabe, uno de los más poblados y derrumbados de la ciudad– un funcionario había aludido a dos realidades con dos expresiones inéditas.
Se quejó primero de que algunos residentes de su circunscripción practicaban el “fecalismo aéreo”, es decir, defecar en una bolsa de nailon y arrojar las heces por la ventana ante la inexistencia (o insuficiencia) de instalaciones sanitarias. Después, dijo que había edificios en “estática milagrosa”, para denotar que no se habían derrumbado por obra y gracia de la Divina Providencia.
Lo anterior constituye la otra cara de la moneda de una cultura marginal que desde los años 90 se ha venido extendiendo a pasos seguros y emplea con la misma naturalidad expresiones soeces por definición. El resultado es que en Cuba hoy las llamadas malas palabras vuelan con una alta intensidad que haría palidecer al más aséptico de los lingüistas y al más radical de los moralistas. Los testículos campean en las colas, los hijos de lobas inundan los oídos en las calles, y los penes vuelan en los ómnibus, fenómeno que una estudiosa denomina “la lexicalización de la pinga”, es decir, el vaciamiento de su significado histórico para convertirse en otra cosa.
La palabra “coño”, proveniente del latín cuneus (cuña), fue en sus orígenes una metáfora para designar la vagina; pero en nuestros días los cubanos la empleamos como una simple interjección una vez perdido o atenuado en el tiempo su referente original, a no ser que se asocie con la madre de uno.
Como ocurre con la palabra “carajo”, según se comprueba en este soneto del muy romántico Don José de Espronceda, del que cito solo lo imprescindible, para no exagerar: “Un carajo impertérrito, que al cielo / su espumante cabeza levantaba / y coños y más coños desgarraba […] nunca su seno túrgido saciaba / y con violento empuje penetraba / hórridos bosques de erizado pelo”.
Entonces, cuando en el siglo XIX a uno lo mandaban “para casa del carajo”, equivalía exactamente a mandarlo hoy para donde ustedes saben.
La cultura cubana anda por nuevos derroteros barrocos. Barroco aquí significa coexistencia de extremos, como en Francisco de Quevedo, quien en su “Riesgo de celebrar la hermosura de las tontas”, se pronunció contra el petrarquismo de la siguiente manera: ¨En vos llamé rubí lo que mi abuelo / llamara labio y jeta comedora¨.
Ese es el Hombre Nuevo…
Excelente artículo