Forever bicycle

Foto: Kaloian.

Foto: Kaloian.

“¡Bicicleta o muerte!” Con esa contundente frase finalizó Fabio su breve discurso ante nuestro Comité de Defensa de la Revolución. Y lo aplaudieron, mucho, esa es la verdad.

Estábamos en 1990 y costaba Dios y ayuda llegar a cualquier sitio. La bicicleta fue declarada vehículo nacional. Todos queríamos una, preferentemente china. No sabíamos aún lo mucho que tendríamos que apretar el cinto y darle a los pedales.

Hasta donde recuerdo, de aquellas bicicletas chinas vinieron dos marcas: la Flying Pigeon (paloma voladora) y la Forever Bicycle (bicicleta para siempre). No sé si me equivoco, pero de la paloma voladora importaron más de hembras (sin caballo) que de varones. Y la Forever parece que los narras la habían construido para exportación, a partir de un complejo étnico de baja estatura.

Si la memoria no me traiciona, pues me remonto a las Niágara, Besa, Topper de mi infancia, y las húngaras de mi juventud, la 26 fue la bicicleta más alta de Cuba. Las que llegaron “para siempre” eran talla 28.

Por mucho que me esforcé no lograba imaginarme a un chinito sobre aquel artefacto. De ningún modo sus pies podrían tocar el suelo. Claro, ni todos los chinos son bajitos ni los cubanos somos tan altos, y los primeros compatriotas que me pasaron por el lado sobre una Forever, daban la impresión de cabalgar, plenamente entregados a la ingravidez, un torpedo o un avestruz. Estaban alto-alto-alto, y yo era un cubanito, chiquito y nada más.

Pero aquella bicicleta era lo máximo. Y aunque parezca absurdo, aportaban cierto glamur, además del elemento práctico. Por eso aplaudí con verdadera devoción la frase de Fabio y empecé a soñar. “Si consigo una, me pongo pinchín para estrenarla”, me dije. No obstante, como soy vicioso de la semiótica y lo connotativo, aquello de “bicicleta para siempre” enturbió mi entusiasmo con lecturas suspicaces.

¿Significaba que ya no tendríamos más guaguas u otros medios de transportación, sino bicicletas, para siempre? No es lo mismo una bicicleta irrompible que la obligación de dar pedales hasta el día de la gaveta. Pero la vida despejó mi inquietud: llegaron los camellos, los súper-bus, los almendrones, los carretones de caballo (para ciudades del interior), el bici-taxi (pedaleo al fin, pero de otros) y la guagua de San Fernando, que como se sabe, sirve para que lleguemos a todas partes, unas veces a pie y otras caminando.

La gente le dio a sus palomas voladoras y a sus eternos ciclos en la misma costura; o mejor, en los mimos engranes. Recuerdo a un amigo que logró una para él y otra para la esposa, como premio por su dedicación al trabajo. Los sábados no laborables arrancaban, cada uno en aquel artilugio que inventara Karl von Drais en 1817, de Santa Clara para Camajuaní, distante 30 kilómetros. Esto último lo supimos luego por la suegra del varón.

En dicho pueblo, a través de un conecto y un plan de reorientación no oficial de los productos, frecuentemente resolvían algún cárnico procedente de la tasajera de Vega de Palmas.

Era mayo y 1994. Íbamos Félix Luis Viera y yo en su Aleko (tuvimos que patear mucho para conseguir cinco litros de gasolina) con rumbo al Central Camita, en pos de aguacates de las tres matas del que aún era mi patio. Los revenderíamos en la ciudad. El precio de uno oscilaba entre 12 y 15 pesos. Imaginen.

Nos topamos con la pareja, descoyuntada de sudor, subiendo la loma de Los Güiros, cada uno en su “margarita bicorne de los prados” (aflojo con una imagen del poema “Balada de la bicicleta con alas”, de Rafael Alberti). Disminuimos la velocidad y los saludamos. Nos daba pena, pues el sol de las diez de la mañana, en Cuba, no es nada mansito. Al hombre lo conocíamos porque era jefe de despacho de un alto dirigente. Aún conservaba algo del orgullo de esa clasecilla. Quiso que pensáramos que se había enrolado en una especie de tour. Y nos dijo, tratando de aparentar relajación:

–Aquí, disfrutando del paisaje. Esto es lo máximo.

Como pasábamos por frente a un quiosco TRD se vira para la mujer y le pregunta:

–Vieja, ¿trajiste la divisa?

La mujer lo fusiló con una mirada evisceradora. Todavía le faltaban unos 20 kilómetros para llegar, más todos los de la vuelta. Fue educada en el campo, era casi tan robusta como el marido, pero se le veía exhausta y tenía una lengua de guajira indomable. La mueca con que dio respuesta electrocutó al marido:

–Qué divisa ni qué cojones. Tú sabes que estamos jugando al pegao.

Por mucho que insistimos para que montaran y así los adelantábamos hasta el crucero de Carmita, el hombre se negó, con la mejor de sus sonrisas.

–No se preocupen, con estos aeróbicos Mima y yo garantizamos la salud.

Por el camino Viera me regaló un análisis sociológico en el cual me demostraba que el arribo de esas bicicletas iba a ser el motivo de muchos divorcios. Ah, y de muchos accidentes. Al cabo del tiempo supe que la esposa de nuestro amigo murió de un extraño cáncer que le afectó desde la nalga hasta el interior, y que otro amigo (Noel, no él), borracho, había impactado un camión. Se nos fue en su Forever para siempre.

Y un buen día llegó mi bicicleta, solo que no era china, sino cubana. Producida íntegramente en la fábrica de utensilios domésticos de Santa Clara, a poco de su aparición el pueblo las llamó Plátano Burro. Parece que el color verde, el medieval y tosco aspecto de sus mecanismos, más una concepción de diseño emparentada con aquello de hacer narices ñatas en tiempo de fango, contribuyeron al mote.

Eran rústicas de verdad, pues los innovadores de la fábrica se trazaron una meta (que lograron) sumamente ambiciosa: hacer 10 con los materiales de 9. En pos de la noble meta redujeron el tamaño del cuadro, cambiaron el centro de gravedad de manera que el sillín, lejos de quedar por detrás de los pedales –o a su mismo nivel– quedara delante; incluyeron también otros desmadres vinculados con el tenedor trasero y el propio sillín ortopédico. Concluido el experimento, casi daban ganas de llorar frente a aquel tractor con ruedas.

Hago ahora una confesión, que lleva un destinatario: Blas Rodríguez Alemán, mi amigo y por entonces director del Centro Provincial del Libro y la Literatura, donde yo laboraba. Pocos meses después de adquirida mi Plátano Burro, la cambié por una lavadora Aurika, a insistencia de mi mujer. Dejé que me convenciera, porque comprendí que aquello podía ser un ataúd con pedales y no deseaba que Fabio cambiara su lema de “Bicicleta o muerte” por el de “Bicicleta y muerte”.

En relación con el canje de mi bicicleta criolla por la lavadora siempre me quedó el cargo de conciencia de haberle mentido a Blas:

–¿Qué hiciste con la bicicleta que te dimos? ¿La vendiste? –me preguntó una mañana, con cara de quien sabe la respuesta.

Me fue duro mentirle precisamente a él y, además, no tengo la más mínima gracia como actor:

–¡Que va, si me la robaron! –le dije y acto seguido le recité (mal contada como carajo) una escena que ni a Vittorio de Sica se le hubiera ocurrido para su película de 1948, Ladrones de bicicletas.

Mi querido Blas, espero me disculpes: ha pasado el tiempo.

Regreso ahora al compañero Fabio, presidente del CDR. A él también le dieron una Plátano Burro. Y se puso caquéctico, porque trabajaba en un taller distante 10 kilómetros de su casa y nunca faltó ni llegó tarde al trabajo. Un día me dijo que pese a que en el comedor obrero solo daban “caldo loco”, consistente en hervir unos plátanos burros (de los de verdad) con alguna que otra especia y sal, la gente seguía echando pa’lante y pa’lante.

Su entusiasmo revolucionario nunca cesó. Y yo lo secundaba. Hasta siento orgullo de haber rebasado aquella cruda etapa, ilusionado aún con el futuro.

Lo último que recuerdo de Fabio (pues me mudé y cambié de CDR) es una asamblea que por aquellos días dio para pedir donaciones de sangre. Logró una (la suya) y finalizó, como siempre, con luz en los ojillos.

–¡Adelante, compañeros, que lo nuestro es resistir, luchar y vencer!

Como me separaban de él menos de dos pasos, me conmoví al oírlo musitar (creo que tragándose las palabras) mientras embutía los papeles en su portafolio:

—¡Uf! La muerte en bicicleta.

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