Fotos: Michel y Naco
Cuba es la isla más grande del mundo, aunque geógrafos, físicos, matemáticos y demógrafos aseguren lo contrario, porque más allá de los mapas, por encima de sus 110 mil kilómetros cuadrados de superficie terrestre, Cuba es una pasión que se desborda en el olor, el sabor y color de la materia rara e inexplicable de su gente.
Además de su pequeña silueta en las cartas náuticas; en el intenso verde de las imágenes de sus campos o el atractivo azul de sus playas, Cuba es una prolongación de la esperanza, un punto permanente en el recuerdo o ese puerto —inexacto y eterno— del que siempre se parte hacia el regreso.
Muchos la vieron desde el mar cuando corrían desde el este en busca del oro y el azote, y aquí quedaron en el polvo de sus muros más antiguos. Otros la vieron desde el norte con la ambición de una conquista lujuriosa. Del sur llega el abrazo de las semejanzas, con mucha más intensidad que las pasadas condenas de la opulencia, debe ser que nos sobra alma para entender iguales, y un desproporcionado orgullo nos impide comerciar amores.
Cuba viaja en un ángel que atomiza sentencias bajo el sol y la luna; una luz perceptible en noches de nostalgias, una mujer que emerge del mar de las angustias, una palabra mágica que reconforta y salva. Puede ser una palma que baila en la tormenta o la luz del relámpago que indica los caminos; puede ser un remedio contra las soledades o un eficaz antídoto para acortar distancias.
Hay días en que impregna un raro olor a mangos en un parque de Praga, disemina tonadas en medio de Tokio o despacha palabrotas telúricas y sonoras, inexplicables para los catedráticos de Cambridge y de Harvard, enigmas intraducibles en otras latitudes.
Por eso, aunque no puedan explicarlo ni teorías ni doctrinas, Cuba es la isla más grande del mundo, capaz de desplegar sus alas por encima de los mares o reproducirse en el rincón más remoto del planeta y hacerse sitio irrepetible sobre el que la nostalgia atomiza una caricia inmaterial, que transpira hogar lejano y voces de aliento en las horas más duras.
Hoy —casi de milagro— conocí su secreto, cuando en todas las calles del mundo alguien evoca el pasado y paraliza los relojes del futuro o la cadencia de una cintura contagia su alegria y conmueve sus distancias. Es su eterna costumbre enmascarar sus penas tras la risa infinita y enarbolar sus señas después del horizonte sobre el humo de un habano con aliento a ron y café fuerte.
Cuba es una isla inmensa que disemina en la atmósfera sus esencias y desvelos. Un árbol interminable que multiplica sus raíces y florece entre oraciones, consignas o maldiciones. Una nación multiplicada en sus innumerables colores de penas y esperanzas. Una patria sin confines que no puede limitarse con fronteras y aduanas; tan fácil de transportar que no precisa de contenedores o valijas porque suele llevarse en la memoria, donde solo gobierna una semilla recogida del patio de una abuela enferma de recuerdos.