Durante el siglo XIX, el exilio cubano no estuvo al margen de determinaciones socioclasistas. La investigación histórica ha sugerido un patrón de asentamiento geográfico en función de las características de ese exilio. Un pequeño grupo de independentistas, pudiente y con suficientes riquezas acumuladas, se estableció en Europa. Un segundo, compuesto por hombres de negocio y de clase media, escogió a Estados Unidos como lugar de establecimiento, en especial ciudades como Nueva York, Boston y Filadelfia. Un tercero, bastante más numeroso y compuesto por trabajadores, se asentó en el sur de Estados Unidos, sobre todo en Key West y, un poco más tarde, en Tampa.
1886 marca un año de muchas maneras importante para el tercero de esos grupos. La abolición de la esclavitud, obligó a miles de esclavos en la Isla a incorporarse a una fuerza laboral prácticamente de golpe y porrazo. Algunos permanecieron en sus antiguas plantaciones y experimentaron pocos cambios en sus rutinas diarias; otros optaron por emigrar a pueblos y cuidades con la esperanza de mejorar su nivel de vida.
Como resultado de sus políticas de blanqueamiento, entre 1882 y 1894 el gobierno español continuó reclutando a peninsulares para establecerse en “la siempre fiel”. Los historiadores documentan hasta 250.000 españoles llegados a la Isla en ese lapso debido a la política de facilitarles la movilidad pagándoles el pasaje. Como resultado, apenas dos años después de abolida la esclavitud, hacia 1888, entre la afluencia de antiguos esclavos al mercado laboral, la llegada de inmigrantes españoles, y los cubanos blancos sin trabajo, en la Colonia el desempleo había alcanzado proporciones épicas, el obturador perfecto para la salida al exterior de una variopinta masa de personas.
En efecto, a partir de 1886 cientos de cubanos, tanto negros como blancos, comenzaron a trasladarse a Ybor City en busca de trabajo en las factorías de ladrillo rojo, recién fundadas por el valenciano Vicente Martínez Ybor y sus colegas para la producción de habanos. De hecho, por razones obvias fueron al inicio el grupo étnico más numeroso en el área de la Bahía de Tampa con unos 1.313 residiendo en Ybor City. Unos provenían de Cuba y otros de las factorías de Key West, destruidas como resultado del gran incendio de 1886, el más devastador en la historia de la localidad y que durante doce horas quemó más de 50 acres y acabó con la mayor parte del área comercial.
De la demografía del Ybor de entonces, se estima que alrededor del 15% estaba compuesta por cubanos de piel negra. La naciente ciudad era un verdadero enclave que, al principio, desafió las prácticas segregacionistas del Sur de Estados Unidos. Los tabaqueros negros cubanos trabajaban codo a codo con los blancos y ganaban los mismos salarios. Los negros cubanos y sus familias también vivían entre los cubanos blancos y los otros inmigrantes europeos, todos blancos. Un testimonio del negro cubano Hipólito Arenas así lo reafirma: “En aquellos días, crecíamos juntos. Tu color no importaba, ni tu familia. Tu carácter moral sí”. En la naciente Ybor City se podía ver a personas de todos los colores y orígenes étnicos caminando por las calles, todo mezclado. Y en materia de viviendas, otro cubano negro testimonió: “En Ybor City vivías con un italiano al lado y con un español y un cubano al otro”. Y otro dio fe de que en Ybor “no había tal cosa como una sección blanca y una sección negra”. Vivían en los mismos barrios y asistían a las mismas actividades, incluyendo las convocadas por la independencia de Cuba.
En ese grupo de residentes negros cubanos en el Ybor de principios de los 90 del siglo XIX se encontraba el matrimonio de Paulina Hernández y Ruperto Pedroso, quienes con mucho esfuerzo y tesón habían logrado comprar un terrenito y establecer una Pensión en la calle 12 y la 8va. Avenida, no lejos del centro mismo de Ybor. A ese lugar, actualmente el Parque Amigos de José Martí, fue trasladado el Apóstol por la propia Paulina después del intento de envenenarlo aquel 16 de diciembre de 1892. Según la tradición, Ruperto se puso a cargo de la seguridad personal del Maestro, incluso durmiendo en el pasillo de su habitación durante todo el tiempo en que estuvo recuperándose.
A partir de entonces Martí decidiría alojarse en la casa de los Pedroso todas las veces en que estuvo en Tampa. El 29 de mayo de 1894 le escribió a María Mantilla: “He visto gente mala y buena, y la buena ha podido más que la mala. He estado enfermo y me atendieron muy bien la cubana Paulina, que es negra de color y muy señora en su alma, mi médico Barbarrosa, hombre de Cuba y de París y hermano bueno del que tú conoces”. Cuentan también que después del intento, Martí solo ingería alimentos elaborados y servidos por Paulina y que dormía siempre en el primer cuarto de la Pensión. Y que cuando estaba en la casa, sus dueños colocaban invariablemente una bandera cubana en la puerta. Y que de noche varios grupos de patriotas se congregaban ahí para tratar de ver al Apóstol, incluso hasta altas horas de la madrugada.
En la casa de los Pedroso ocurrió un hecho singular: el reencuentro de Martí con sus envenenadores, relatado por Paulina a Gonzalo de Quesada y Aróstegui e incorporado por Jorge Mañach en Martí, el Apóstol. De acuerdo con esta narración:
Ruperto hizo ademán de lanzarse sobre él. Martí lo contuvo y, echándole el brazo al visitante por encima del hombro, se encerró en su cuarto con él. Al cabo de un largo rato, el otro salió con los ojos enrojecidos y el rostro más alto. Cuando se hubo marchado, Ruperto le reprochó a Martí su confianza.
-Este —contestó— será uno de los que habrá de disparar en Cuba los primeros tiros.
Y así fue. Investigaciones históricas posteriores lograron identificar a uno de los dos “auxiliares”: el habanero Valentín Castro Córdova (1868-1924). Alistado en una expedición de Serafín Sánchez y Carlos Roloff llegada a Cuba el 24 de julio de 1895, terminó la guerra con el grado de comandante del Ejército Libertador. Del otro no se sabe nada más allá del dato que nos da Mañach en el sentido de que también se incorporó a una expedición. La razón por la que ambos victimarios decidieron presentarse ante Martí en la casa de los Pedroso seguirá siendo otro misterio.
Paulina Hernández había nacido esclava el 10 de abril de 1855 en Consolación del Sur, Pinar del Río, pero sus padres, de origen carabalí, lograron comprar su libertad. Muy joven logró trasladarse a Key West, donde conoció a Ruperto y contrajeron matrimonio. En 1892 se mudaron a Ybor City siguiendo la ruta de otros cubanos. En 1897, al conmemorarse el segundo aniversario de la muerte de Martí, escribió una evocación publicada por el periódico Cuba de Tampa: “¡Martí! Te quise como madre, te reverencio como cubana, te idolatro como precursor de nuestra libertad, te lloro como mártir de la patria. Todos negros y blancos, ricos o pobres, ilustrados o ignorantes, te rendimos el culto de nuestro amor. Tú fuiste bueno: a ti deberá Cuba su independencia”. En 1910 Paulina regresó por razones de salud a Cuba, en la que murió tres años más tarde en medio de la desatención y la pobreza. Dicen que pidió ser enterrada con una foto de Martí en la que este había escrito al dorso la siguiente dedicatoria: “Para Paulina, mi madre negra”.
En 1993 su nombre fue incluido en el Salón de la Fama de mujeres floridanas ilustres. Y aquí en Tampa, en las márgenes del río Hillsborough hay un busto suyo junto a otras personalidades que contribuyeron al bienestar, el progreso y la cultura de la ciudad. El monumento en la tierra que la vio nacer sigue siendo una asignatura pendiente.
En 1896 la Corte Suprema de Estados Unidos estableció la doctrina de “separados pero iguales” (Plessy vs. Ferguson), que endureció la segregación racial en todo el país.
Desde este punto de vista, el enclave había terminado.
excelente articulo, en Cuba hay un libro publicado sobre la madre negra de Marti asi se titula el texto.