Hace 10 años me embarqué en la aventura más extenuante y maravillosa de mi carrera profesional: intentar escribir la historia de la radio en Santiago de Cuba. Era, en realidad, un despropósito; un imposible que asumí más con ingenuidad que con voluntad quijotesca, limitado, además, por un tope de páginas ―alrededor de 200, si no recuerdo mal― y de tiempo de investigación ―10 meses―, que convertía mi empresa en una especie de carrera contrarreloj, de ascensión precipitada y errática del Monte Everest.
La cuesta era realmente empinada; la cumbre, inalcanzable ―al menos en esos términos―, cubierta por una bruma de desmemoria, de falta de miras institucional, de vacíos insalvables de información, de orfandad histórica. La radio, que tiene el don de la inmediatez, ha sufrido durante mucho tiempo de la celeridad y el olvido, de una rutina avasallante que apenas se detiene en lo que fue, que concentra sus palabras y sonidos en el presente, en ese segundo del hoy que una vez escapado de las bocinas desaparece para siempre si no existe la voluntad de atesorarlo, de grabarlo como testimonio del pasado.
Pronto, muy pronto, comprendí que no podría hacer lo que me pedían ―la investigación era un encargo de la Fundación Caguayo, como parte de un proyecto editorial por los 500 años de Santiago―, que necesitaría más tiempo y más páginas para pretender siquiera una aproximación decorosa, medianamente justa, de ese universo en expansión que es la radio, en este caso, la santiaguera. Algo de ello conseguí, sin dudas no lo ideal, pero al menos sí suficiente para que creciera hasta convertirse en un libro independiente ―en un principio iba a estar en un mismo volumen junto a la historia de la televisión en Santiago, a cargo de un gran amigo y periodista―, para reunir un conjunto de voces valiosas, de memorias necesarias.
Fue un trabajo arduo, a ratos angustioso, pero al mismo tiempo muy reconfortante. Una labor que me permitió descubrir lo que no se enseña en las academias ni se escucha en los aparatos receptores. Incluso, lo que no siempre se ve o se dice en las propias emisoras: lo que llevan las personas en su corazón, la materia ígnea, inasible y feraz que hace de los radialistas seres extraordinarios. Un formidable aprendizaje, quizá el mayor de mi vida.
Fue por esos hombres y mujeres de la radio que pude hacer el libro. Por ellos y para ellos. Conocer sus historias, descubrir su pasión, saber de sus dolores y sacrificios fue la brújula que me guio durante los aproximadamente dos años que terminé dedicando al estudio. En ese tiempo visité bibliotecas y hemerotecas, consulté libros, tesis y periódicos amarillentos, revisé archivos y fichas de varias emisoras, pero, sobre todo, me dediqué a entrevistar a quienes habían hecho y hacían la radio en Santiago de Cuba, a conversar sobre su vida y su quehacer frente a los micrófonos, o detrás de las consolas, o en una cabina de efectos, o frente a una máquina de escribir. A escucharlos.
Algunos eran más locuaces ―en particular locutores, actores y guionistas―, otros más parcos ―sonidistas y técnicos―, muchos eran personas humildes y modestas, a pesar de ser o haber sido bastante conocidos ―aunque hallé de todo en la Viña del Señor―, pero a ninguno le faltaba el brillo en los ojos al hablar de la radio, al recordar su trabajo pasado o reciente, al evocar los episodios profesionales y personales vividos en sus emisoras y que quedaron marcados como hierro candente en su memoria.
A varios ya los conocía, e incluso había trabajado con ellos, cuando grabé su testimonio ―para entonces ya llevaba más de tres años en el medio radial―. Con otros, la mayoría, trabé relación y ganaron mi afecto y respeto gracias al libro. A todos, no obstante, los admiré y admiro todavía hoy sin reserva alguna. Sin remedio. No eran perfectos, pero su entrega, su amor por la radio, sobrepasaba cualquier frontera que hubiese podido imaginar.
Muchos habían comenzado en los años 40 y 50 del pasado siglo, muy jóvenes, o incluso niños, y me contaron de aquella radio, la de las cuñas comerciales y actuaciones 100 % en vivo, desde el inigualable filtro de lo personal. Me hablaron no solo de sus primeros pasos, de sus inicios como suplentes o en concursos que premiaban con refrescos y latas de galletas, sino también de muchos otros que, por lógica de la vida y el tiempo, no alcancé a entrevistar. De los trabajos muchas veces gratuitos en tiempos de “vacas flacas”, de los mil y un inventos para vender publicidad, de los ardides técnicos a los que recurrían para poner los sonidos en antena, de meteduras de pata y aciertos comunicativos con los oyentes como testigos íntimos, excepcionales…
Muchos otros no trabajaron nunca en la radio comercial. Toda su experiencia radial transcurrió y seguía transcurriendo en emisoras estatales sin espacios publicitarios, que priorizan la propaganda política y de bien público, con programas grabados ―aunque también en vivo―, que ampliaron sus transmisiones a la FM, cambiaron las máquinas de escribir por computadoras y saltaron del universo analógico al digital, para llegar incluso a internet. Sus historias eran en verdad diferentes, pero, a la vez, iguales. Aunque el contexto ―político, cultural y tecnológico― fuera distinto, estaban signadas por el mismo desvelo, por el mismo entusiasmo, por la misma añoranza.
Una década después, aún conservo sus palabras grabadas, sus evocaciones y experiencias. Historias como las de Navarro Coello, dueño, incluso anciano, de un vozarrón que impresionaba al más pinto y que le hizo merecer entre sus colegas el calificativo de “el hombre de la voz de trueno”, o sencillamente “la voz”. O como la de Rebeca Hung, la china, que empezó tan chiquita en concursos radiales que tenían que subirla en una silla para que llegara al micrófono y terminó convirtiéndose en una de las actrices más grandes que ha dado la radio cubana. O como las de Guzmán Cabrales y Noel Pérez, Premios Nacionales de la Radio (al igual que Rebeca y Navarro), dos de los locutores más versátiles y entrañables que han pasado por los estudios santiagueros.
Historias como la de Luis Carbonell, el “Acuarelista de la Poesía Antillana”, que antes de ser reconocido mundialmente como declamador ya había hecho historia en la radio de Santiago como director musical de la CMKC. O como la del periodista Cliserio Romero, uno de los protagonistas de Lucky Seven, el primer noticiero eminentemente deportivo de la región oriental, transmitido por la hoy desaparecida CMKR. O como la de Edilberto Quintana, fundador a finales de los años 40 de la primera emisora del poblado de La Maya, junto al luego popular Eduardo Rosillo. Quintana improvisó un pequeño museo en su propia casa con algunos antiguos equipos que pudo rescatar. O como la del locutor Herminio Cardona, quien dejó su huella en varias estaciones santiagueras, entre ellas la actual CMKW Radio Mambí, y quien en los años 50 entrevistaría al célebre y longevo Sindo Garay.
Historias como la de José Julián Padilla, nieto del legendario trovador Pepe Sánchez, quien durante décadas sentó cátedra con sus programas musicales. O como la de Nilda G. Alemán, maestra que marcó una época en la programación infantil y formó a varias generaciones de radialistas. O como la de Ado Sanz, alumno de Nilda y un auténtico hombre-radio, jovial y apasionado, que caló como pocos entre los santiagueros y se despidió demasiado pronto de los micrófonos y de la vida. O como la del también fallecido Salvador Virgilí, musicalizador de fina sensibilidad, realizador de espacios culturales y director por muchos años del dramatizado policial Objetivo X, uno de los programas preferidos por el público santiaguero.
Sus historias y las de muchos como ellos, no solo en Santiago sino en toda Cuba, son una reliquia, el invaluable y muchas veces desconocido patrimonio de un medio de comunicación que llega este 22 de agosto a 98 años en la Isla. Todavía hoy, aun con la televisión, internet y las redes sociales, sigue acompañando a miles de cubanos, informándolos, entreteniéndolos, coloreando la cotidianidad con sus ondas sonoras. Así lo ha hecho a lo largo de casi un siglo, muchas veces de manera anónima y sacrificada, a fuerza de tesón y voluntad, con una pasión y una inventiva inimaginable.
Ejemplo de ello es Gerardo Gómez Mederos, “Yayo”, quien comenzó su andar en la radio en los años 30, siendo apenas un muchacho, como mensajero en la CMKR. Luego se convertiría en operador de sonidos y, finalmente, en un efectista de respeto, pionero de esta especialidad en el reputado grupo dramático de la CMKC, desde la década de 1960. Yayo, que simbólicamente vivía en un antiguo estudio de la emisora donde se inició como radialista, reconvertido en apartamento, falleció hace ya varios años, como otros a los que tuve el privilegio de entrevistar. Pero hasta el final de sus días nunca dejó de pensar en la radio, de vivir para ella. Cuando lo entrevisté, todo el tiempo mantuvo encendido, justo a su lado, un aparato receptor. Como un amuleto.
Sirva su testimonio, recopilado en el libro La palabra en el aire. Memorias de la radio santiaguera, como un homenaje a todas las mujeres y hombres que han dedicado y dedican su vida a la radio cubana. Gente que, con su fecunda y perseverante labor, ha ayudado a contar y a construir Cuba a través de la magia de los sonidos.
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Yo fui fundador del Cuadro de Comedias [de la CMKC], como efectista. Antes había sido operador, pero finalmente me quedé con los efectos, porque aquello me encantaba. Mi departamento era allí mismo en el estudio, junto con los actores. Yo tenía un rinconcito con el micrófono y las demás cosas que utilizaba. En realidad, yo lo que tenía era una tarequera: todo lo que me encontraba por ahí, cosas viejas que podían servirme para los efectos, lo recogía y lo llevaba para allá. Tenía una caja de madera que tuve que hacer yo mismo, de un metro de largo por medio metro de ancho. En esa caja tenía un poco de tierra, un poco de arena, un poco de grava fina, un poco de vidrio… ah, y un poco de yerba seca también. Cuando tenía que hacer unos pasos en la novela, según por donde caminara el personaje, los hacía ahí. También tenía una puerta vieja, que arreglaba con ayuda del carpintero de la emisora; tenía dos llavines, y según fuera la época de la novela usaba uno u otro. Tenía timbres; tenía un teléfono viejo, algo desbaratado pero que todavía funcionaba; tenía dos o tres tipos de chicharra; tenía dos cascos de coco seco, con los que hacía a los caballos; tenía un aparato raro, que ese sí me lo hizo un carpintero, que era para hacer el chirrido de una carreta…
También tenía un mueble grande, cuadrado, de un metro y pico de alto, con tres tablas adentro: una inclinada de mayor a menor y debajo las otras dos, y además otra caja llena de tarecos, que era para los derrumbes. Cuando yo los echaba en el aparato aquel y lo movía con la mano, caían como si fuera un temblor con derrumbe. Los truenos los hacía el musicalizador, y la lluvia también, ya estaban grabados; la candela, no. La candela la hacía yo con hojas secas o con un papel celofán, que cogía primero suavecito, y luego lo estrujaba con más fuerza. Para el agua tenía una vasija dentro del estudio, y cuando se tiraba salía de ahí todo mojado… Pero lo más malo era cuando había una bronca en un café o en un restaurant, porque tenía que romper botellas y tener cuidado para no salpicar de vidrio a los demás. Y tenía que hacerlo, no podía decir que no, que el estudio se iba a ensuciar, o que los artistas tenían miedo. Tuve que hacer un inventico en mi departamento para que no se salieran los vidrios.
De todos los efectos que yo he hecho el más difícil me lo puso [José] Soler Puig, el escritor. Él fue uno de los que me convirtió en buen efectista, porque las cosas que me ponía a hacer no eran fáciles. Me ponía a correr. Esa vez era un episodio donde había un preso, que lo único que lo entretenía en la celda era una gota de agua. Allí, entre sus pensamientos solo se sentía la gota de agua. Óigame, mira que yo probé cosas para hacer esa gota. Yo me llevaba los libretos para mi casa, para estudiarlos bien, y esa vez me rompí la cabeza: probé con un gotero, nada. Probé con una vasija que preparé, en la que caía una gota nada más, pero a Soler no le pareció bien. Entonces se me ocurre hacer la gota de agua con la lengua; lo ensayé un buen rato en mi casa hasta que salió perfecta. Y resulta que a Soler le gustó, y dije, bueno, así mismo va. No fue fácil ponerme a hacer eso mientras el actor decía su bocadillo, pero tuve que hacerlo y lo hice. Y hasta me dieron un premio por eso, por la gota de agua. Yo te digo que, si no me hubiera jubilado por enfermedad, todavía estuviera haciendo los efectos en la emisora.