Durante los años 60, bajo el conflicto con Estados Unidos, en Cuba fue sedimentándose una ideología nacionalista que, a diferencia de lo que algunas veces se asume, no la inventaron ni el proceso revolucionario ni la persona de Fidel Castro. Estaba enraizada en un largo catálogo de frustraciones republicanas. Y, como todas las de su tipo, naturalmente se definía de manera negativa ante la percepción de amenaza externa.
El panorama sonoro de entonces se había caracterizado, correlativamente, por un nacionalismo musical que, en lo fundamental, tuvo tres nombres: mozambique, pacá y pilón —ritmos creados por Pedro Izquierdo “El Afrokán”, Juanito Márquez y Enrique Bonne, respectivamente. Además, había otros, hoy menos recordados, como el mozanchá, el chiquichaca y la chaonda.
Eran fenómenos masivos y de cierta importancia; pero funcionaban en una especie de autofagia, por contraste con las poéticas musicales de Dámaso Pérez Prado, Benny Moré y César Portillo de la Luz; quienes entre los años 40 y 50 habían logrado insertar/fusionar la poderosa tradición popular cubana con la música norteamericana.
Ese estado de cosas dominó durante cierto tiempo, hasta que empezaron a soplar aires de renovación en la programación radial. En 1966 lo que se escuchaba en Nocturno, el programa que Radio Progreso transmitía todas noches, era la cancionística italiana del momento (Rita Pavone, Gino Morandi…), la francesa (Hervé Vilar, Charles Aznavour…), la española (Raphael, Karina….) y, sobre todo, el rock de la llamada Madre Patria de la época del Generalísimo Francisco Franco (Los Brincos, Fórmula V, Los Mustang, Juan y Junior…), tenido como una suerte de muro de contención ante la avalancha del original, por esos días en plena invasión británica en Estados Unidos.
En 1966 un grupo de adolescentes ingresó en la Secundaria Básica Rubén Martínez Villena, en 25 y M, Vedado, ubicada frente al Habana Libre y muy cerca de La Rampa, un símbolo de modernidad inaugurado en 1947 por el empresario Goar Mestre (Santiago de Cuba 1912-Buenos Aires 1994) con el edificio CMQ.
Lo que solían escuchar esos adolescentes no era Nocturno sino la WQAM, una emisora radial de Miami que fue durante mucho tiempo una de las principales fuentes de información sobre la música pop y rock de habla inglesa, en un contexto en el que esta solía recibir ciertos epítetos que no hacían sino demostrar, entre otras cosas, que los censores no sospechaban siquiera que se trataba de una contracultura en pleno desarrollo.
El encanto de lo prohibido era, pues, otra de las fuerzas que los llevaban a la dobliu, una vez efectuado un deslinde entre lo cheo y lo pepillo que al final del día acabaría cometiendo varias injusticias contra la música cubana, apartada de plano de cualquier preferencia, salvo excepciones muy puntuales.
En efecto, en agosto de 1966, durante las vacaciones, lo que se oía en sus casas y fiestas eran grupos como The Cyrkle con “Red Rubber Ball”, Tommy James and the Shondells con “Hanky Panky”, Wilson Picket con “The Land of 1000 Dances”, Young Rascals con “Good Lovin’”, Mith Ryder & the Detroit Wheel con “Devil with a Blue Dress On” y The Trogs con “Wild Thing”, entre otras muchas agrupaciones y éxitos a los que se accedía en un apartamento de 25 y O, y que los muchachos tarareaban cuando iban a merendar a la cafetería del Hotel Nacional o la del propio Habana Libre.
El Coppelia y las pizzerías de La Rampa estaban prácticamente acabados de nacer, como El Cochinito, El Conejito y otros restaurantes emblemáticos de aquella peculiar Habana de mediados de los años 60.
En ese escenario Los Beatles siempre tuvieron un lugar muy especial, descubiertos por los muchachos un poco antes gracias a discos que entraban a la isla en manos de marineros mercantes o funcionarios que viajaban a Europa Occidental y América Latina, sobre todo México.
El primero fue un estándar play de la Parlophone con “Twist and Shout”, “A Taste of Honey”, “Do You Want to Know a Secret” y “There’s a Place”. “Cuatro muchachos ingleses con trajes fuera de liga y zapatos con tacones Hollywood”, dijo el marinerito ante el tocadiscos de la RCA.
Además estaban las llamadas placas, que eran fusilajes hechos por técnicos cubanos de la radiodifusión y vendidos a precios bastante módicos en el mercado underground. Una de ellas se llamaba Beatles 65, punto fijo en los güiros del grupo o en los plantes eventuales en un apartamento cerca de la cascada del Nacional, en 23 y Malecón.
En 1967 sobrevino el Sgt. Pepper’s, un disco que cambiaría para siempre los destinos del rock, escuchado hasta el delirio por aquellos jóvenes en una casa de Guanabo. Entonces descubrieron el programa Ritmos, trasmitido por la BBC de Londres con la voz inconfundible de Juan Peirano, un verdadero promotor de Los Beatles en toda América Latina.
Al año siguiente, al regreso de una Escuela al Campo, varios miembros del grupo se reunieron en el apartamento de Vicky, en G entre 19 y 21, para oír un nuevo LP recién salido a la venta, esta vez dos discos en uno: el Álbum Blanco, traído por su padre, un capitán de barco procedente de Francia.
En Cuba los años 60 fueron de cambios en las relaciones sociales que alteraron en lo profundo las maneras y modos de vivir y de relacionarse entre las personas; pero también generaron una dosis de sectarismo y exclusión todavía instalada en ciertas mentes. La más joven generación del momento, nacida en los años 50, tuvo que lidiar con ambos problemas, en lo imnediato en el campo de la música, una vez tomada por ellos mismos como marcador de identidad grupal/generacional.
“La felicidad es un arma tibia”, escribía aquel beatle de pelo largo, espejuelos en el aire y voz medio gangosa en una tonada que estremecería al mundo, incluso a aquellos adolescentes de la Villena y, después, de la Finlay. Los he visto desfilar de nuevo ante mis ojos al sacar una foto del disco duro portátil para mandársela a Vicky, la hija de aquel capitán de barco que casi cincuenta y cinco años después del Álbum Blanco vive en un apartamento de Miami Beach y nunca ha dejado de suspirar por el malecón habanero.