Una princesa rebelde, la infanta Eulalia de Borbón, inició con su entrada triunfal a La Habana de 1893 la conexión de la familia real española con la capital cubana, un “romance” poco conocido que tendrá su broche de oro en la visita de los reyes, la primera oficial de un monarca de España a la Isla.
“No puedes figurarte hasta qué punto La Habana y yo formamos un solo cuerpo y un solo pensamiento”, escribió Eulalia a su madre, la reina Isabel II, sobre su estancia en la antigua villa, a la que describió –“calor aparte”– como una “ciudad única, espléndida, galante”, hecha “a las elegancias europeas y al señorío criollo”.
La llegada a la Isla de la hija menor de la reina, en una parada de siete días de camino a Estados Unidos, no fue casual.
En la “Siempre Fiel” Cuba se respiraban aires de insurrección y las autoridades españolas habían impuesto una férrea censura a todo lo que oliera a independencia, prohibición que se extendía a extremos como el vestuario y la música.
Ya para 1893 los cubanos se habían alzado en armas dos veces sin éxito: la primera, en la Guerra de los Diez Años (1868-1878), y la segunda, en la Guerra Chiquita (1879-1880). Dos años más tarde estallaría la Guerra Necesaria (1895-1898), que terminaría en desastre para España y la cesión a EE.UU. de Cuba y Filipinas.
Joven, culta y de ideas demasiado progresistas para la estricta corte madrileña, Eulalia sería la enviada perfecta para encandilar a los criollos, que quedaron impactados con la primera aparición de la infanta en el puerto, vestida con el rojo, azul y blanco de la proscrita bandera independentista cubana.
Para los criollos, el traje “insurrecto” –descrito así en las memorias del viaje– fue un signo de simpatía que no sentó nada bien a las autoridades españolas, que intentaron retrasar la entrada con un revuelo al que la princesa intentó quitar hierro aduciendo que “no veía el escándalo de vestir colores tan corrientes”.
“Cuando llegué al Palacio del Capitán General –construcción de purísimo estilo colonial que me sorprendió por su severo lujo– tuve que cambiarme aquel traje díscolo, revolucionario e inquietante, que me estaba vedado de usar en Cuba”, recordó Eulalia, quien también había incomodado por contactar en Madrid al general independentista Calixto García para conocer la “realidad del problema” cubano.
Tropiezo inicial aparte, la alta sociedad cubana se disputó las atenciones de la infanta y su esposo, Antonio de Orleans y Borbón, quienes se dejaron querer y participaron de buena gana en cuantos bailes y eventos se prepararon en su honor.
“Al partir, mi corazón se ha apretado como si nunca más tuviera que volver a pisar esta tierra tan fecunda, este país encantador donde los sentimientos son tan vivaces como las plantas y los árboles. Me ha parecido que dejaba detrás de mí algo de mí misma”, escribió Eulalia de Borbón al dejar atrás Cuba.
Las crónicas sociales no volverían a mencionar la visita de un miembro de la familia real española a La Habana hasta la llegada, más de cuarenta años después, de Alfonso de Borbón y Battenberg, que ya para entonces había renunciado desde el exilio a ser el heredero de la corona por amor a una plebeya cubana de origen español.
El malogrado príncipe, que moriría muy joven tras un accidente de tráfico en Miami, vivió brevemente con su primera esposa, Edelmira Sampedro, en la urbe habanera, donde se divorció en 1937 y luego se casó con otra cubana, Marta Rocafort, apenas dos meses después.
La estancia del primogénito de Alfonso XIII causó revuelo en la capital de la Isla. Según los periódicos de la época, Alfonso de Borbón y Edelmira fueron recibidos por el entonces presidente provisional Carlos Mendieta en el Palacio Presidencial y el príncipe asistió a un “sonado cóctel” en su honor en el edificio Bacardí, cuenta el periodista Ciro Bianchi.
Rechazó ser llamado por los títulos nobiliarios y evitó hablar de política, mientras esquivó las intenciones de la aristocracia habanera por monopolizar su tiempo y prefirió la compañía de jóvenes de su edad.
Preguntado por un reportero de la revista cubana Bohemia si de verdad amaba tanto a Cuba, el príncipe respondió: “Tanto, que me casé con una cubana y me voy a casar con otra”.
Años más tarde, su hermano menor Juan, conde de Barcelona, abuelo paterno del hoy rey Felipe VI, seguiría sus pasos y visitaría La Habana. Fue una breve estancia en 1948 que años después pondría la nota emotiva a la visita del entonces monarca Juan Carlos I y la reina Sofía a La Habana en 1999 para asistir a la IX Cumbre Iberoamericana.
El fallecido expresidente Fidel Castro se desquitó de su descontento por no haber recibido a los reyes en visita de Estado y sorprendió al monarca con sendas fotos de sus padres en La Habana.
Las tensiones políticas de aquel momento, con el conservador José María Aznar al frente del Gobierno español, quedaron suavizadas por el gesto, ante el que el rey Juan Carlos se levantó y aseguró, llevándose la mano al pecho, que le había “llegado al corazón”.
Los reyes pasearon por La Habana Vieja, recorrieron una fábrica de habanos y llegaron hasta el Palacio de los Capitanes Generales, la sede del Gobierno español en la Cuba colonial y el mismo que describiera la infanta Eulalia.
Allí tuvo lugar otra de las anécdotas más recordadas de este viaje. Al llegar al salón del “trono intocado”, llamado así porque ningún rey de España llegó a sentarse en él, Juan Carlos I tampoco quiso hacerlo porque, recuerdan los cronistas, adujo que en el asiento no cabían todos los españoles a quienes él representaba.
Juan Carlos I regresaría a La Habana ya como rey emérito en 2016, al frente de la delegación española a los funerales de Castro, pero será su hijo, Felipe VI, quien finalmente entre a la historia como el primer rey español en llegar en visita de Estado a la Isla, a pesar del más de medio milenio de historia compartida.
articulo fantastico con toda la historia