En los 50 La Habana también tenía una serie de cines a los que se iba a practicar el sexo alternativo. Les decían “cines negros”. Su inventario se lo debemos al escritor cubano Guillermo Cabrera Infante (1929-2005), que al vivir en un solar de la calle Zulueta, fue testigo privilegiado.
Escribe Cabrera Infante en La Habana para un infante difunto:
Al lado del Payret, divididos solamente por el pasaje y el Hotel Pasaje, estaba el pequeño cine Niza, que nunca conocí porque bien temprano me advirtieron […] que no era un cine decente, no solo por las películas que ponían (que después resultaban ser tan inocentes como sus títulos: Cómo se bañan las damas, Mariposas mancilladas y Lo que sus hijos deben saber —que según mi madre era lo que su hijo no debía saber—, que juzgadas por los enterados —siempre hubo un amigo que fue al cine Niza— eran bien decepcionantes, sobre todo la última, llena de chancros y de penes enfermos, ilustraciones de males venéreos) sino por la concurrencia…
Luego, alude a dos de los más duros: el Montecarlo y el Bélgica:
Exactamente a una cuadra de distancia, por la misma acera, estaba el cine Montecarlo, que tenía tan mala reputación como el Niza: depravaciones en la pantalla, depravados en el público. El cine más al sur, el Bélgica, fue otro que nunca visité por su fama de infame, con el peor público de todos los cines nefandos de La Habana.
Y a El Lara:
El Lara estaba en el paseo del Prado, en su comienzo, pero se hallaba situado, en el mapa moral, en una zona crepuscular, a la que también pertenecía (o había pertenecido) el Lira. Al Lara íbamos a menudo mi hermano y yo porque era barato y se podían ver buenas películas, muchas de ellas estrenadas en el Fausto o en el Rialto.
Entonces relata:
Una noche […] estábamos los dos sentados disfrutando peripecias o periplos, viajes, venturas, desventuras, aventuras, olvidados del calor y del reducido espacio de la sala, la pobre visión obviada por la concentración en lo que pasaba en la pantalla […] cuando de pronto sentí una mano posarse en mi muslo. Casi salté de sorpresa, pero antes del sobresalto miré para ver quién era el dueño de la mano […] pero esta mano se continuaba en un brazo grueso peludo y pertenecía a una especie de gigante envejecido: era un hombre, mejor dicho, un viejo, quien me había puesto la mano en el muslo.
No había duda de cuáles eran las intenciones de mi vecino con la mano materializada y no me asombró mucho que fuera un hombre porque al Lara iban pocas mujeres: el pasmo vino de saberme tocado por un hombre. Decidí que lo mejor no era ofender con un escándalo […] sino efectuar una retirada. Se lo dije a mi hermano: «Tenemos que cambiar de asiento». «¿Por qué?» Mi hermano siempre quería saber el porqué de toda situación nueva o variante. No le podía explicar, entre otras cosas porque temía que el hombre, el viejo de al lado, oyera si me refería a su acción: era tan grande que me aterrorizaba su mera presencia, más temible que lo que había hecho o tratado de hacer. «No veo muy bien aquí», le contesté. «Pero yo veo bien», me dijo. «Pero yo no», repliqué. «Entonces mejor nos cambiamos», accedió él, que podía ser razonable, y nos levantamos y nos fuimos a sentar a otra parte, más cerca de la pantalla, por supuesto, entre gigantes inofensivos. Yo no me atreví siquiera a mirar para verle la cara al viejo tocador, pero nunca me olvidé de su aspecto formidable y del hecho de que fuera viejo, habituado como estaba a ver a los homosexuales con jóvenes delicados o de mediana edad pasiva.
Pero aquel no fue el único incidente:
En el Lara ocurrieron otros encuentros con homosexuales agresivos […]. Después del incidente con el vecino enorme con su manaza avanzada fue que supe que el cine era teatro de raros gestos: extraños movimientos, permutas, tropismos: gente que se cambiaba frecuentemente de asiento y venía a sentarse en las primeras filas. Pero no eran fanáticos del cine sino amantes de los espectadores: su espectáculo no sucedía en la doble dimensión de la pantalla sino en las lunetas tridimensionales.
Uno de estos parroquianos inquieto era un japonés. No sé cómo supe que era japonés y no chino, habida cuenta de que la proporción entre chinos y japoneses en La Habana era abrumadora en favor de los primeros. […] En realidad este japonés del cine esperaba en la penumbra para meterte la mano en el bajo vientre: era un succionador compulsivo, Drácula en pene, vampiro del bálano, que se dedicaba a la felación del espectador que lo permitía, en un juego de pasar de pasivo a ser activo. Un día me senté en la segunda fila, tal vez porque toda la primera fila estuviera ocupada, pues ya era un fanático inveterado, veterano de la primera fila, mientras más grandes las sombras, mejor la visión, al revés de la vida.
De pronto, en un sueño que no sucedía en la pantalla, uno de los espectadores de la primera fila volvió la cabeza —y era el japonés villano. Vi que me miró de arriba abajo, luego volteó su brazo y vino a dejar caer su mano kamikaze en mi entrepierna. Me quedé tan pasmado como cuando el viejo gigante puso su mano en mi muslo, aunque para entonces ya había aprendido a reconocer al japonés canalla. Yo estaba solo en el cine: ni mi hermano ni un amigo me acompañaban y debía enfrentar al enemigo alevoso sin ayuda, como Robert Taylor en Bataan. Pero no sabía qué hacer con aquella mano que me estaba tocando ya, más que reposar inerte como la mano del ogro. ¿Y si mi pene traidor confraternizaba con el enemigo? No podía cambiarme de asiento porque estaba en medio de la fila, aparentemente atrapado entre los cómplices vecinos de luneta, evidentemente italianos y alemanes […] pero en el último momento acerté a coger la mano del japonés por la muñeca (no era muy ancha ni era peluda como la mano del cíclope —a quien imaginé mirando la pantalla con un solo ojo central— ni era viscosa, como los japoneses del cine: era una mano humana) y la levanté de entre mis piernas para depositarla en el respaldar de su luneta, calmadamente, sin premura pero firme, y el brazo de que pendía la mano quedó reposando en el respaldo, la mano beligerante desarmada ahora, para que la utilizara si quería en un harakiri masturbador. El japonés se volvió hacia la pantalla pero no llegó a mirar la película porque se levantó enseguida y se fue —no del cine, supongo, sino a buscar otro espectador occidental que no resistiera sus avances asiáticos.
Hubo, también, otro caso:
El tercer acontecimiento extraño en ese cine (o tal vez no fuera extraño, lo extraño era que nadie me hubiera advertido que el Lara podía ser un cine como el Bélgica, el Montecarlo y el Niza, como decían mis amigos entonces, un poco peligroso) pasó siendo mayor que cuando el asalto del japonés insidioso, mucho mayor que cuando los avances del viejo ogro ciclópeo. Ocurrió una vez, un día o una noche, pero es más probable que fuera una tarde de agosto, que estando en el Lara en la ocupación propia de mis sentidos en el cine sufrí unas ganas incoercibles de orinar y tuve que ir al baño para villanos pues ni siquiera tenía el letrero de Caballeros. Yo sabía lo repelentes que podían ser estos baños de cines de barrio, pues la educación de mis esfínteres la inicié en el Esmeralda, que era una joya hedionda, pero ya estaba habituado a los inodoros irónicos de Zulueta 408, que olían a todos los olores esenciales y ninguno era altar de rosas. Fui al baño que estaba a la derecha del patio de lunetas o como se llame esta localidad en cines como el Lara. El recinto fecal estaba alumbrado por un solo bombillo alto y la luz era irreal —o tal vez lo que ocurría allí era irreal y la fuente de luz fuera el alumbrado normal.
Había tres urinarios y al fondo un inodoro a plena vista, sin puerta para encerrarse a liberar las partes privadas. No había nadie en el cuarto excepto por una pareja que estaba ocupada alrededor del primer mingitorio. Al principio no vi bien claro a la pareja y presumí que estaría orinando uno, el otro esperando su turno. Pero al proceder al segundo urinario (o tal vez el tercero: siempre me ha costado trabajo orinar con testigos, mi pene con pena) me pareció que sucedía algo extraordinario en el primer mingitorio y me volví a mirar.
Vio a dos individuos teniendo sexo.
Todo lo anterior no anula la producción nacional de filmes de este tipo, como han argumentado varios investigadores, aunque por razones de diversa índole queda en pie el problema de las evidencias. Este es, de hecho, uno de los principales problemas de los historiadores del cine pornográfico, desde su surgimiento hasta su despenalización, cuando la cadena producción-distribución-comercialización pudo salir de la oscuridad.
Pero si se piensa bien, encajaba dentro del espíritu de una época en la cual los sentidos y el disfrute se corrieron un poco más hacia afuera. Y se correspondía con lo que estaba ocurriendo en otras ciudades del globo con la disponibilidad en el mercado de cámaras económicas y simples de manejar, que expandieron las capacidades de filmación, y con la existencia de lugares underground para el revelado.
El apelativo de La Habana de los 50, la “Camelot de la libido”, no era en modo alguno festinado. Para muchos era un lugar donde “la conciencia se tomaba unas vacaciones”.