No diré que no fantaseé con la idea, que no me imaginé frente a ella en las cálidas penumbras de un cine o, quizá, en la intimidad de mi apartamento. Sí que lo hice, como de seguro lo hicieron miles y miles en las últimas semanas y meses; miles y miles de todas las edades y colores, de todas las tendencias y sexos. Porque ella es un imán que atrapa incluso a los más reticentes, una ilusión inextinguible, ardorosa, que derriba las más fatuas barreras de la moral y seduce a todos, o casi todos, como la chica soñada que es, que siempre ha sido y será, con independencia de sus encarnaciones.
Fui a su encuentro una tarde de octubre en La Habana. No pensé que pudiera hacerlo tan pronto, o que tan siquiera pudiera hacerlo, pero allí estaba, inesperadamente a mi alcance, no en unas fotos furtivas o en un tráiler apurado en internet, sino ella, de veras ella, en todo su esplendor prometido e imaginado, no importa cuánto hayan dicho o desdicho otros, cuánto la hubiesen destruido o glorificado quienes la tuvieron primero, cuánto supiera o hubiera visto de ella yo mismo desde antes. Una chica así es siempre un kilómetro cero, una autopista a lo desconocido, a lo insólito, a lo sorprendente.
Quedamos en el Yara. Claro que ella también se había citado allí mismo con muchos otros, con muchos más, jóvenes en su gran mayoría, pero también mayores y medio tiempos, hombres y mujeres, negros, mestizos y blancos, todos deseosos de verla, de experimentar la electrizante sacudida de su mirada, de tenerla ante sí. No tuve entonces más remedio que resignarme a una cita compartida, que preferirla al menos así antes que vaciar mi vida —Pablo Milanés dixit— y ocupar disciplinadamente mi lugar en la fila, hasta que par de horas después, y no sin alguna que otra peripecia propia de estos trances, pude acomodarme en una butaca del cine. A la espera.
Antes, afuera en la cola, y luego, ya en la sala, pude comprobar que no era el único ansioso, ilusionado. La expectación hacía más denso el aire y estiraba los minutos con alevosía. Provocaba mirar una y otra vez los relojes y los celulares, entrecortaba la respiración y las conversaciones, hacía naufragar hasta el más breve pasatiempo, pendientes como estábamos todos de la hora señalada, del momento en que Marilyn de Armas irrumpiera ante nosotros, ante los otros y ante mí, y todo lo demás perdiera su sentido, toda la realidad visible se oscureciera frente a su fulgurante aparición.
Finalmente, llegó ella. Se hizo esperar un poco, pero no demasiado, como toda chica glamorosa y astuta que controla los tiempos de sus citas, de sus entradas. Ya para entonces la sala se había apagado y había vuelto a encenderse, para apagarse poco después, acaso por un descuido o por un coreografiado recurso de suspense, y también se había congelado un instante la pantalla, sin referencias, sin sonido, causando la desazón de todos, que todavía la esperábamos. Porque en ese momento Marilyn de Armas no era aún Marilyn de Armas, sino una pequeña y sufrida niña, la pequeña y sufrida Norma Jeane, a la que su perturbada madre llevaba hacia las llamas.
Pronto, sin embargo, se hizo evidente que Marilyn de Armas nos había engañado, a mí y al resto, que nos había engatusado y llevado al cine con su pelo en verdad no tan rubio y su promesa seductora, y que, aunque ella apareciera de tanto en tanto, y cantara y bailara y actuara, y deslumbrara en grandes publicidades y portadas de revistas, y lanzara besos y miradas incendiarias a legiones de periodistas y fanáticos, nuestra cita, en realidad, era sobre todo con Norma Jeane de Armas, no la pequeña y sufrida niña a la que su perturbada madre también casi ahoga en una bañadera, sino la chica traumada e infeliz que vivía en un torbellino de tormentos y vejaciones.
Quizá otro, otros, se hubieran marchado del cine ante el engaño, hubiesen dado media vuelta furiosos, descorazonados, y dejado allí sola con sus traumas e infelicidades a la traumada e infeliz chica con la que habíamos terminado quedando. Pero, en cambio, nadie, o casi nadie, se levantó de sus butacas; nadie, o casi nadie, optó por abandonar la repleta sala del Yara, como se abandonaría un crucero que se hunde en los gélidos y tenebrosos mares del sufrimiento exacerbado. Todos, o casi todos, nos quedamos, nos sobrepusimos; acompañamos a nuestra chica por su tortuosa y ficcionada existencia, por su regodeada caída a los infiernos, por su debacle personal interminable, recurrente, por sus sueños distorsionados y sus vigilias sufrientes y tempestuosas.
A estas alturas vivíamos la cita de manera personal y a la vez colectiva, rumiando su dolor al unísono, coincidiendo en interjecciones y mohines, en resoplidos y sobresaltos, unidos como estábamos por el común apego a nuestra chica, a nuestra Norma Jeane de Armas y su espiral calamitosa y tremenda, a pesar de sus resacas narrativas y subrayadas metáforas, que, a fin de cuentas, no eran su culpa, víctima ella de su vida y la narración de su vida, que nos estrujaba el corazón y los ojos, y la vaciaba por completo, y con ella a nosotros, de todo erotismo, de toda lujuria aun en su desnudez.
Y la sala iba del silencio al espanto, del rumor sobrecogido o empático a la exclamación ahogada y la sonrisa sorpresiva, porque en esta, como en toda buena cita, también hubo sus risas. Y también, sí, candor e ingenuidad, y rubor convertido en deseo, en desenfreno, porque nuestra chica, nuestra Norma Jeane de Armas, no era solo agonía y vejación, traumas e infelicidad, también era, también podía ser, belleza y pasión, enamoramiento y placer, aunque estos no fueran los más sanos, los más ortodoxos, ni el espejo devolviera siempre la imagen sonriente de la dicha. No, sus reflejos también se distorsionaban, como sus sueños, y los engaños y desgracias volvían entonces a emerger, entre fulgentes y escandalosas irrupciones de la otra, de Marilyn de Armas.
Entonces, cuando aquella reaparecía, me entregaba, nos entregábamos, al goce de nuestra primera, idílica cita, de la visión fascinante, cautivadora, de la rubia platinada y curvilínea, de la bomba sexual que hacía estallar por los aires la serenidad y se apoderaba con su sola presencia —con su lunar, y sus opulencias, y sus labios rojos y subyugantes— de cualquier lugar, atrayendo todas las miradas a su alrededor, desatando palpitaciones y saliveos de lascivia. Porque, ¿quién no ha soñado alguna vez con una chica así, capaz de paralizar el universo con un beso al aire, con un parpadeo sensual, con el vuelo alegre y lujurioso de su falda sobre una rejilla del metro?
En esos momentos, en los que Norma Jeane de Armas era Marilyn de Armas, la chica centellante y provocadora, y no la chica obnubilada por sus traumas y sus barbitúricos, la cita, mi cita, nuestra cita, cambiaba de ritmo y de color, y la miraba, la mirábamos, alelados ante su exuberancia y aparente alegría, ante su infinito poder de seducción, y lamentábamos no poder ofrecerle uno de esos diamantes que ella proclamaba a viva voz como los mejores amigos de una chica, y nos enternecíamos con sus apariciones ante el espejo, con sus radiantes contoneos en la pantalla, y envidiábamos la suerte de Bobby DiMaggio y Adrien Miller por haberla tenido tan cerca, por haberla tocado, a ella, la deslumbrante y ficticia Marilyn de Armas, no solo a la otra, la sufrida, y las historias, y pesares, y tragedias, e infelicidades de esta última, de nuestra Norma Jeane de Armas, quedaban apenas como un eco lejano, fantasmagórico, ante tanto desborde.
Pero, ya se sabe, la felicidad dura poco, y menos si eres Norma Jeane de Armas, o como yo, como nosotros, una de sus infortunadas citas de ocasión, así que Marilyn aparecía y desaparecía fugazmente, del plató, de la pantalla, del espejo, y nos sumía en un cada vez mayor abandono, y nos dejaba de nuevo a solas con nuestra chica, con nuestra traumada e infeliz Norma Jeane, no la pequeña y sufrida niña a la que, con su perturbada madre ya internada, sus vecinos abandonan cruelmente en un orfanato, sino la chica que sufre y se desgarra, y se apoca freudianamente ante la ausencia irremplazable del padre, y se arrastra con candidez al engaño del que siempre termina siendo víctima, incluso de sus más apasionados amantes, y llora y se hunde en el vacío feroz del hijo imposible, de la violencia de sus pérdidas, y deambula como una sonámbula por un avión y por la vida, y es sometida por todos contra su voluntad, hasta por el mismísimo presidente de Estados Unidos, quizá hasta por nosotros mismos.
Así llega el dramático y prolongado cierre de nuestra cita, de la narración libérrima y dolorosa de la existencia de Marilyn-Norma Jeane de Armas de casi tres horas que fue nuestra cita, con su cuerpo inerte —el de Norma Jeane— sobre la cama, y su espectro —el de Marilyn— abrazando sensualmente la almohada, y la mirada triste de su cachorro, al que solo llegamos a conocer al final, y la visión de las piernas tendidas de nuestra chica que se nos alejan, que se iluminan y luego se oscurecen como confirmación del inexorable y trágico fin, en un fundido a negro que nos deja sin el beso de despedida, sin poder intercambiar frases o números telefónicos, sin la posibilidad al menos de entregarle unas flores o el atisbo de un próximo encuentro, de una próxima ocasión de verla, de apreciarla en su exuberante y fatal “blonditud”, porque ya sabemos, ya sabíamos, que en realidad ella no muere, nunca lo hará, y que el final de nuestra cita nunca será el suyo, por más convincente que parezca y por más desvalidos que nos haya dejado finalmente en la sala del cine.