En Cuba los años 90 marcaron lo que se conoce como el reavivamiento religioso, una especie de boom después que la crisis reventó con sus inevitables correlatos sociales, culturales e identitarios. Estigmatizada antes y durante la época de la institucionalización, la religión comenzó a perder su carácter de tabú y se fue convirtiendo en un fenómeno “normal” una vez reafirmado el hecho de que formaba parte de la cultura, lo cual no pudo suprimirse ni por manuales de filosofía ni decretos ideológicos.
Pero ya en ese entonces había evidencias de que no se trataba, necesariamente, de un simple problema de espiritualidad, o de dirigir los ojos al cielo cuando en la tierra las cosas no andaban bien, sino de un asunto más complejo en el que intervenían múltiples mediaciones.
En el campo del protestantismo histórico, por ejemplo, con frecuencia se produjeron abruptos cruces o tránsitos de una denominación a otra, una expresión de crisis y desconcierto que conspiraba contra la estabilidad de la feligresía y la pastoral de las iglesias. Ese reavivamiento iba escoltado eventualmente por lo que algunos llamaron “la jabonización de la evangelización” o la “teología de la bolsita,” etiquetas que designaban la distribución de jabas (bolsas) con artículos de aseo personal y otros productos deficitarios en el vórtice mismo de la tormenta, en especial una vez oficializada la fractura del mercado interno y la existencia de dos monedas con la dolarización de la economía (1993).
Varios protagonistas del medio artístico –y sobre todo del musical– empezaron a figurar en público con cruces cristianas y/o pulsos y collares de santería. Comenzaba así a manifestarse lo que una vez un experto denominó “el impacto de los agentes de deslegitimación” al promoverse, de hecho, una moda que ponía a la vista una práctica hasta entonces tabú, en general manejada sin su correspondiente espiritualidad, y que tenía como sustrato tanto un desconocimiento del significado y sentido profundo de los mitos como de la ética que portan.
Fue el inicio de un proceso, y consecuencia de la penetración de relaciones mercantiles en dominios inéditos o apenas antes visibles en el mundo de las religiones, fenómeno de alcance universal del que Cuba tampoco escapaba.
En el caso de la Regla de Ocha o santería, la crisis misma, unida al paulatino derrame del mercado, conduciría a nuevos desarrollos. La comercialización de los 90 fue una expresión de sobrevivencia protagonizada por babalawos procedentes de sectores populares –el lugar por donde aquella se había movido de manera horizontal desde épocas republicanas– en clara desventaja respecto al ajuste económico que iba teniendo lugar en la sociedad.
Entonces emergió la figura del popularmente llamado “diplobabalawo”, es decir, el oficiante que cobraba sus servicios en dólares/CUC, en especial a personas del exterior (no necesariamente cubanas) que deseaban iniciarse en “la misma mata”, y que los manuales de santería que empezaron a proliferar desde ese momento caracterizaban con la palabra correcta: “clientes”.
Con el andar del tiempo, esa comercialización conduciría a manifestaciones como la de clasificar a los orishas en “fríos” y “calientes”, esto es, en baratos y caros en función del dinero a desembolsar por concepto de compras de animales, comida a los participantes, pago de sus servicios al babalawo, etcétera.
Y también a algo nuevo: simplificar y acortar la ceremonia de iniciación debido a imperativos financieros –“matar y salar”, según se dice–, lo cual muchos religiosos perciben con ojeriza en la medida en que desafía el carácter comunitario que, históricamente, la había caracterizado.
Figuras del jet set empresarial acudieron desde entonces a la santería por moda, boato y pompa, una forma de diferenciación y estatus social las más de las veces carente de espiritualidad o, cuando más, animada por un pragmatismo espurio para recibir protección de los orishas y lograr cosas tales como robar o corromperse sin que los cogieran en el brinco.
Por otra parte, al salir al exterior ciertos músicos populares sentían y aún sienten la necesidad de proclamar ante la prensa su condición de hijos de Dios y de Changó, operación ideológica según la cual lo que antes era patrimonio característico de un grupo social ahora se convierte en atributo de todos los cubanos, como si fuera la única expresión de religiosidad en la Isla. Extraña cosa donde actúan varias religiones de idéntico nivel de legitimidad y donde se han producido fenómenos nuevos como el crecimiento del neopentecostalismo, del que apenas se habla más allá de círculos de estudiosos y entendidos. La discusión sobre el artículo 68 de la Constitución –que abría la puerta al matrimonio entre homosexuales– apenas sacó ese crecimiento a flote, junto al de otras expresiones evangélicas.
Quizás lo más dramático es que en ellos acciona una mezcla letal de mercado, prepotencia e ignorancia que acaba retroalimentado un estereotipo reforzado por construcciones a lo Buena Vista Social Club (ah, la “identidad”).
Encerrados durante mucho tiempo en su cáscara aldeana, y de espaldas a ciertos códigos, no conocen ni de lejos la cultura donde el empresario que los sacó del país los ha encaramado, pero lo verbalizan, sin sospechar siquiera que en Estados Unidos se suele identificar a la santería con primitivismo, atraso y crueldad con los animales. Una práctica tan demoníaca como el vudú –en una palabra, arrastrando el estigma racista de todo lo africano.
Un obispo inglés lo decía: existir es ser percibido.
Si mal no recuerdo, Fidel Castro se fue a Guinea a recibir su Mano de Orula. ¿Alguien puede abundar?