Desde el 10 de abril de 2019, cuando entró en vigor la actual Constitución, la República de Cuba se proclama un Estado socialista de Derecho. Pasar del ideal a la realidad será una tarea sumamente ardua, mucho más después de décadas de rechazo acérrimo de la expresión, y algo más importante aún, de su significado. Por consiguiente, una pregunta relevante sería si la Constitución efectivamente pone a disposición de los ciudadanos cubanos las herramientas institucionales para hacer realidad la promesa contenida en el artículo primero de la Carta Magna.
República, Estado de Derecho y Constitución: notas para un debate (I)
Un examen del articulado de la Constitución arroja que, en principio, las disposiciones de los artículos 1 (el Estado de Derecho y la democracia), 3 (la soberanía popular), 7 (la jerarquía normativa superior de la Constitución), 9 (la obligación de todos de cumplir estrictamente la legalidad), y 10 (la obligación de los órganos del Estado, sus directivos, funcionarios y empleados de someterse al control popular), constituyen los ejes normativos sobre los cuales se erige la institucionalidad de la República. Resulta superfluo insistir en su especial relevancia para, mediante su ejercicio cotidiano por las instituciones, hacer realidad la idea del Estado de Derecho: el gobierno de las leyes en lugar del gobierno de los hombres, verdadero núcleo de la tradición republicana e inspirador de todo el desarrollo del Derecho moderno.
Asimismo, las disposiciones contenidas en el Título V: Derechos, deberes y garantías, probablemente el mayor avance de la Constitución en comparación con su predecesora, junto a los artículos 98 y 99, que suponen una completa novedad en la institucionalidad cubana posterior a la Revolución, al facultar por primera vez a los ciudadanos cubanos a recurrir a los tribunales para reclamar (art. 98) la reparación o indemnización correspondiente por el daño o perjuicio causado por directivos, funcionarios o empleados del Estado, así como para reclamar (art. 99), la restitución del derecho constitucional vulnerado por órganos, directivos, funcionarios o empleados del Estado.
Ahora bien, si el discurso oficial sobre la Constitución (especialmente a raíz de los sucesos del 11 y 12 de julio del pasado año) se ha limitado a recalcar, unas veces el artículo 4, y otras el artículo 5, como si de se tratara de diques o barreras destinadas a impedir cualquier reclamo de realización práctica de los restantes preceptos constitucionales, y más recientemente, a emplear la expresión “uso abusivo del derecho” para descalificar todo ejercicio de los derechos constitucionales sin permiso previo de las autoridades 1, ello vuelve muy difícil, en la práctica, cualquier posibilidad de avanzar, por los cauces institucionales, en el cumplimiento de las promesas y las posibilidades contenidas en el texto de la Cara Magna.
República, Estado de Derecho y Constitución: notas para un debate (II)
Parece innecesario demostrar que la pretensión de usar algunos preceptos de la Constitución para bloquear el cumplimiento de otros es, en sí mismo, inconstitucional. Entre esos preceptos casi por completo ausentes del discurso de dirigentes y funcionarios se hallan precisamente los que más arriba mencionamos, los que establecen el Estado de Derecho, la república, la democracia (art. 1), la soberanía popular (art. 3), el carácter de norma suprema de la Constitución y la obligación de su cumplimiento estricto por todos (art. 7), o la de los órganos del Estado de actuar dentro de los marcos de sus respectivas competencias (art. 9), o la de respetar, atender y dar respuesta al pueblo, además de someterse a su control (art. 10).
Sin avanzar en su realización efectiva, hablar de Estado de Derecho resulta una entelequia. Una cuestión de fondo es que durante décadas se empleó como único rasero de legitimidad de toda decisión política (antes o después formulada como norma jurídica), el grado en que aquella sirviera al interés de la Revolución, presupuesta en la decisión de la autoridad, por encima de cualquier norma jurídica y especialmente de la conformidad con la Constitución, que de ese modo jamás adquirió la condición de norma jurídica directamente aplicable ni de rasero de la validez del ordenamiento jurídico. Mientras semejante criterio 2 prevalezca, resulta superfluo hablar de jerarquía constitucional o de normatividad directa de la Constitución.
Para cambiar ese estado de cosas; es decir, lograr que el Derecho en general, y la Constitución en particular, puedan convertirse en marco y garantía de la libertad ciudadana y su ejercicio en una República socialista, resulta tan necesario como impostergable promover una reflexión crítica, desde una perspectiva histórica, consciente de las múltiples complejidades del fenómeno jurídico y sus diversas interrelaciones desde y hacia la sociedad, la política, la economía y, en general, la cultura, entendida en su más amplio sentido, como resultado de la praxis humana en todos los terrenos.
Para ello, es vital aprovechar las potencialidades del Derecho y la Constitución para generar y promover espacios de libertad ciudadana, de ejercicio de los derechos, de participación política. Un obstáculo mayor en ese camino es la secular tradición burocrática, centralista y autoritaria que ha resultado, desgraciadamente, impermeable a todos los cambios políticos, y a las cuatro revoluciones que jalonan nuestra historia, y un factor nada desdeñable en esa falta de cultura jurídica, cívica y democrática que ya el Apóstol consideró como la mayor amenaza a la libertad republicana, como había ocurrido en las nuevas repúblicas americanas surgidas después de la independencia. 3
Ese problema mayor, la falta de una cultura de respeto a la ley, se halla íntimamente relacionado con la desaparición de la noción de ciudadanía como identidad y práctica política en el espacio público cubano 4. El propio término ciudadano fue visto desde inicios de los años 60 como un apelativo burgués, que debía ser superado, y lo fue, sustituido en todas las instancias (excepto en las judiciales y policiales) por el de compañero, como documentó magistralmente el cineasta Manuel Pérez en la famosa escena de su película El hombre de Maisinicú.
Más allá del término, lo que sufrió fue principalmente la noción de participación en el espacio público, de libre debate y articulación de consensos entre los miembros de la comunidad política, aún entre los que se identificaban como revolucionarios, sustituida por la disciplina y el cumplimiento incondicional de los mandatos de la autoridad, lógica que hasta hoy permea el espacio político cubano, supremamente ejemplificada en la frase tan repetida de “hacer más y criticar menos”, como si el ejercicio del criterio fuera contrario a la acción, o como si la acción consciente y razonada no fuera preferible a la obediencia ciega a la autoridad.
Por otra parte, resulta demasiado unilateral, producto de una visión sesgada y limitada, identificar el Derecho sólo con la represión o la dominación, cuando a lo largo de la historia, son numerosos los ejemplos de normas e instituciones legales que pueden considerarse a justo título, como jalones irrenunciables del progreso humano hacia una sociedad más justa, libre e igual para todos sus miembros (la abolición de la esclavitud y la servidumbre, las garantías jurídicas de la libertad individual, el sufragio universal masculino y femenino, el derecho laboral, la seguridad social, las Convenciones de Ginebra, y muchos más). El Derecho, en rigor (y de ahí su enorme complejidad y las múltiples dimensiones y perspectivas de su análisis), ha sido históricamente herramienta de dominación tanto como instrumento de liberación.
Los efectos nocivos de la implantación de semejantes concepciones (que limitan el Derecho sólo a su costado coactivo) en el ámbito jurídico, no se reducen al terreno teórico. Si el Derecho es visto, por funcionarios y ciudadanos, como una mera herramienta del poder del Estado, para imponer el interés de éste (o de quienes lo representen) como si de un mandato divino se tratara, si no se toman en cuenta los factores axiológicos y sociológicos de su eficacia social, si en la práctica no es visto como marco del ejercicio de la condición ciudadana y de los derechos constitucionales, no es de extrañar entonces que muchos ciudadanos cubanos consideren al Derecho y a las leyes como imposiciones de los que mandan para con los de abajo, pero nunca para sí mismos.
La corrección de semejantes disfuncionalidades y carencias del Derecho y de la visión social que sobre él predomine es un asunto mucho más dilatado y complejo de lo que algunas veces se ha pensado. En todo caso, la Constitución, como marco normativo de organización del poder político y los derechos ciudadanos, como consagración de los valores y principios sobre los que construye el consenso social, merece ser vista como norma jurídica aplicable, con fuerza vinculante directa sobre todo el orden jurídico, como primer y más importante paso en ese proceso.
De entre las medidas que merecerían atención inmediata, como contenidos normativos a desarrollar, sea por modificaciones constitucionales (en los dos primeros es condición sine qua non) o por leyes de la Asamblea Nacional, se pueden mencionar, entre otros, los siguientes:
– En primer lugar, un sistema de control jurisdiccional de la constitucionalidad, es decir, la existencia de un órgano ad hoc, encargado de resolver las cuestiones de constitucionalidad suscitadas por todo acto normativo, con rango de ley o inferior, y cuyas decisiones, por supuesto, resultarían inapelables y de inmediato cumplimiento. En el mundo se distinguen generalmente dos grandes sistemas de control de la constitucionalidad: el norteamericano, conocido como control difuso o judicial review, y el europeo, cuya paternidad se concede a Hans Kelsen, y que aparece por vez primera en la Constitución austriaca de 1920 y se generaliza en la mayoría de las Constituciones después de la Segunda Guerra Mundial. En el constitucionalismo socialista nunca se admitió la necesidad de un control jurisdiccional de la Constitucionalidad, prefiriéndose siempre, por razones más ideológicas que jurídicas, el llamado control previo de constitucionalidad o control político, desempeñado generalmente por el propio órgano legislativo. En Cuba, la Constitución de 1976, a semejanza de sus pares del campo socialista, optó por el sistema de control político previo que, en 43 años de vigencia, no declaró la inconstitucionalidad de norma jurídica alguna en Cuba. La nueva Constitución mantiene, lamentablemente, el mismo sistema. Por ende, parece llegado el momento de debatir la necesidad de la creación de un sistema de control constitucional en Cuba, mediante una Sala o Tribunal de Garantías Constitucionales, encargada de velar por la intangibilidad y supremacía normativa de la Constitución de la República, lo que de ninguna manera resulta incompatible con el socialismo. Baste recordar que la Sala de Garantías Constitucionales del Tribunal Supremo no desapareció con el triunfo de la Revolución, sino que se mantuvo viva y actuante hasta 1973.
– En segundo lugar, y complementariamente, el establecimiento de un recurso de inconstitucionalidad, que fijaría el procedimiento y los sujetos legitimados para presentar, ante la Sala o Tribunal de Garantías, cualquier demanda por inconstitucionalidad contra todo acto normativo, decisión administrativa, sentencia judicial o acto de un particular que pudiera estimarse contrario a la Constitución de la República. La decisión de esta Sala o Tribunal sobre este recurso de inconstitucionalidad sería inapelable, y de inmediato y obligatorio cumplimiento para todas las autoridades constituidas. Sin ello, resulta en verdad casi una quimera el pensar en un control constitucional mínimamente eficaz, si no permite instar al soberano (el mandante) para que sus servidores (los mandatarios) protejan la Carta Magna de la República contra cualquier intento de desconocerla o minimizarla.
– En tercer lugar, el orden jurídico cubano requiere, con urgencia, una institución como la Defensoría del Pueblo, que es ya una realidad (casi) universal, heredada del Ombudsman escandinavo, y que bajo diversos nombres en diferentes países, representa una de las mayores garantías de los ciudadanos frente a cualquier posible acto arbitrario que vulnere, desconozca o limite el ejercicio de sus derechos. La institución procede de la Constitución sueca, que estableció dicha figura en 1809 para dar respuesta inmediata a los ciudadanos ante abusos de difícil solución por vía burocrática o judicial. La legitimidad democrática del Defensor del Pueblo es incuestionable, pues en todos los casos procede de la elección parlamentaria, con mayoría cualificada y tras debate público sobre la persona y trayectoria del candidato. Sin embargo, es independiente del Parlamento, el cual no puede enviarle instrucciones ni cesarle, salvo por causas tasadas. Desde 1994, con el artículo “El ombudsman cubano: una propuesta”, 5 el tema comenzó a debatirse en foros y eventos jurídicos nuestro país. Hace unos años, Guanche y Fernández Estrada, con razones y argumentos muy sólidos, propusieron la figura del Tribuno del Pueblo (inspirado en el Tribunado de la Plebe de la República romana y en la defensoría del pueblo del nuevo constitucionalismo latinoamericano), que debería regirse por los principios de colegialidad, temporalidad, revocabilidad popular y carácter vinculante de sus decisiones 6.
Por último, y no menos importante, es la impostergable aprobación de una Ley de Derechos Ciudadanos, que quedó en una especie de limbo durante la vigencia de la anterior Constitución, cuando fue dispuesta por el constituyente en numerosas reservas de ley a los artículos que plasmaban los derechos fundamentales del ciudadano cubano (especialmente, aunque no exclusivamente, los contenidos en los artículos del 52 al 58 en la redacción de 1976, y del 53 al 59 después de la reforma de 1992). En la actual Constitución, por otra parte, son aún más numerosas las remisiones a leyes complementarias en materia de derechos 7, y si a ello se suman las limitaciones e insuficiencias de la Ley de amparo a los derechos constitucionales, ya analizadas antes, se vuelve urgente la elaboración y aprobación de un texto legal que cumpla el mandato del constituyente a la Asamblea Nacional.
Sin una Ley que establezca los límites de los poderes y competencias de los órganos estatales y las responsabilidades en que incurrirían por la infracción de dichos límites legales y la consiguiente vulneración de los derechos ciudadanos, se vuelve casi imposible remediar estas situaciones por las vías legales establecidas, con todas las consecuencias que ello acarrea para la funcionalidad del sistema legal, e incluso para la propia confianza del ciudadano en las instituciones y en los cauces legales establecidos para la protección y la garantía de sus derechos.
Estos cambios normativos (que tampoco serían fáciles ni rápidos), no garantizarían per se la supremacía normativa de la Constitución ni su identificación automática por las autoridades como norma jurídica de aplicación directa. Ello requeriría, además, de una cultura constitucional que incluyera no sólo el conocimiento de su contenido por los ciudadanos, sino la convicción consciente y defendida por éstos de su valor superior como marco jurídico-político de una República (es decir, de un pueblo republicanamente constituido) y garantía de la continuidad del proyecto por ella establecido y confirmado. En cuanto a los funcionarios, además de una sólida formación en los valores y principios constitucionales, resultaría fundamental la convicción de que, sin importar su rango, responderían administrativa o judicialmente por cualquier acto inconstitucional en el ejercicio de sus funciones y competencias
El camino a recorrer para convertir finalmente ese ideal en realidad de cada día sólo puede transitar por el rescate de la institucionalidad republicana, la ampliación de los espacios de participación política, el empoderamiento ciudadano en todos los niveles de la gestión de la cosa pública, desde poblados y municipios hasta la Asamblea Nacional, con la participación plena, consciente y libre de todos los cubanos. Ello, por supuesto, no se limita a la participación en elecciones, plebiscitos o referendos, sino en la praxis política de cada día, de los asuntos cotidianos de la comunidad, con la participación ciudadana y el control democrático de las instituciones, que se basa, por descontado, en la premisa de que los funcionarios del Estado son servidores públicos, desempeñan el mandato encomendado por el soberano, y deben hacerlo dentro de los marcos normativos establecidos por la Constitución y las leyes aprobadas de acuerdo con ésta. Tal nivel de cultura cívica, democrática y constitucional, por supuesto, no se alcanza en plazos breves, pero es ciertamente un requisito sin cuyo cumplimiento el Estado de Derecho se quedará en el papel.
Por todo ello, y para concluir, la proclamación de Cuba como Estado socialista de Derecho no puede quedarse en el mero ejercicio retórico, ni tampoco en una concesión al lenguaje política (y jurídicamente) correcto, sino que todos (y las autoridades en primerísimo lugar) debemos entenderlo como algo mucho más profundo y trascendente. Porque el Estado de Derecho no es una idea importada ni una moda a la que ahora nos adherimos. Se trata de una noción y una convicción (el gobierno de las leyes, en lugar del gobierno de los hombres), que estamos recuperando, en consonancia con las mejores tradiciones republicanas que han sido raíz y emblema de dos siglos de lucha por la república cubana: desde los primeros ensayos del pensamiento político, jurídico y constitucional cubano con Varela, Saco y Luz, continuados por la acción de Céspedes, Agramonte, Martí y Maceo, hasta el pensamiento y la praxis política de Mella, Guiteras, Roa y la Generación del Centenario liderada por Fidel Castro.
La idea de Cuba como república democrática cimentada en la libertad, la igualdad y el derecho de todos los cubanos ha sido el núcleo irrenunciable de las luchas seculares del demos cubano. La arquitectura institucional de un Estado de Derecho, como establece la Constitución, no es más que el marco normativo que hace posible la realización práctica de ese sueño, el de la república democrática y social, y por ello, socialista, con todos y para el bien de todos.
Notas
1 En especial en diversos espacios televisivos y en blogs y sitios web oficiales o afines. Ello entraña una auténtica paradoja que acaba negando los derechos y la Constitución misma: si ejercer derechos requiere pedir autorizaciones y obtener permisos del poder, entonces no son derechos, sino graciosas concesiones de la autoridad, que otorga o niega a su real voluntad.
2 En palabras de Julio Fernández Bulté: “La Revolución, como un ente inasible e inefable, lo justifica todo”.
3 “¡Para ajustar en la paz y en la equidad los intereses y derechos de los habitantes leales de Cuba trabajamos, y no erigir, a la boca del continente, de la República, la mayordomía espantada de Veintimilla, o la hacienda sangrienta de Rosas, o el Paraguay lúgubre de Francia!” Cfr. Martí, José: Con todos y para el bien de todos, discurso pronunciado en el Liceo Cubano de Tampa, 26 de noviembre de 1891.
4 Cfr. González García, René Fidel: Ciudadanía, República y Revolución. Los desafíos de la ciudadanía en Cuba, Ediciones Caserón, Santiago de Cuba, 2014.
5 Cfr. Mariño Castellanos, Ángel Rafael: El ombudsman cubano, una propuesta, en Revista del ILSA, Colombia, 1994.
6 Cfr. Guanche, Julio César y Julio Antonio Fernández Estrada: Un socialismo de ley, en Guanche, Julio César: La verdad no se ensaya. Cuba, el socialismo y la democracia, pp. 124 y ss.
7 Remiten específicamente a su desarrollo posterior por vía legal los artículos 49, 50, 52, 53, 55, 56, 57, 58, 59, 61, 62, 70, 71, 72, 73, 78 y 79 de la Constitución. No incluimos aquí los artículos del 63 al 69 (derecho a la sucesión hereditaria, al trabajo, el descanso y las vacaciones anuales pagadas, la seguridad social y la protección en caso de accidente o enfermedad laborales) porque las leyes que regulan lo relativo al disfrute y ejercicio de esos derechos ya existen (de hecho, son anteriores a la Constitución).