Temblaba y se balanceaba lento sobre sus pies pequeños. Era un niño gordo, con el rostro de un adolescente congelado en una mueca. Los árboles y las paredes de las casas proyectaban una sombra recta, mientras el sol del mediodía le partía la espalda en dos. Parecía que sonreía, pero era solo el efecto de la sustancia destrozándole las tripas. A mi lado, una señora me gritó: “No te preocupes, se le pasa como a los 15 minutos. Es la nueva droga”.
Fue el primero que vi. Después se volvió común ver a personas bajo los efectos del “kímico” por Buenavista, en La Habana.
La epidemia se hizo incontenible. Los “kimiqueros” se multiplicaron. La nueva droga había llegado para instalarse como consecuencia directa de la crisis, una espada de Damocles sobre la zona más sensible y necesaria de un país: los jóvenes. Ya no se ocultaban. No estaban solo en sus casas, en los pasillos oscuros de las ciudadelas o bajo la complicidad de la noche. Ahora formaban parte del paisaje del barrio. Y todos pasábamos y los veíamos: tirados en la yerba, recostados contra un muro, en cuclillas, vomitando, zarandeando la cabeza.
Nunca antes el costo de una droga en Cuba fue tan bajo y en consecuencia accesible. Entre 200 y 300 pesos por un “papelito”: el precio exacto para destrozar un país.
¿Cuánto tiene que doler la vida para que un chamaco de 15 años elija el kímico sobre el futuro? ¿Quién se llena los bolsillos mientras Buenavista se vacía de esperanza? ¿Cómo se explica que lo más accesible para la juventud sea una droga? ¿Cómo es que, teniendo una política de “tolerancia cero”, se ha permitido la proliferación de un vicio que es pasaje directo al infierno?
Según algunas publicaciones, lo más alarmante es la edad de iniciación, ahora ubicada entre los 13 y los 15 años. Además, los consumidores predominantes son adolescentes y hay un crecimiento preocupante en las estadísticas de mujeres. Se aprecia además una tendencia al consumo múltiple: algunos se llevan a la boca lo primero que aparece.
De acuerdo con datos del Ministerio de Educación, más de 6 mil estudiantes se encuentran en situación de riesgo.
La crisis sostenida —más de cinco años ya— y que parece no tener fin está llevándonos a un escenario inusitado. En Buenavista se hacen malabares para llegar a fin de mes. Hay quien camina hasta 30 kilómetros diarios buscando latas y botellas en la basura y otros compran el boleto de las drogas para liberarse momentáneamente de una realidad que los aprisiona. Están, además, los que, con algo de suerte, han conseguido mejorar sus ingresos. Aunque para eso hayan tenido que renunciar a comprarse ropa o zapatos. Lo urgente es comer.

Sobrevivir
Sale al balcón y otea el aire. Lo hace como un experto. Ha aprendido a identificar los peligros de la madrugada. Los perros son la clave. Si están quietos, el camino es seguro. Pero si la madrugada se agita con ladridos, ¡hay que cuidarse la vida! Entonces espera a que amanezca para salir.
El Nene tiene 60 años. Lleva décadas madrugando. Ha visto de todo en el barrio: broncas, asaltos, corretajes inusitados. Pero también guarda buenos recuerdos: los toques de santo, los conciertos enardecidos de las orquestas de timba en La Tropical.
“Antes el barrio era más unido”, me comenta. “Ahora todo es diferente. La calle se ha puesto peligrosa. Los chamaquitos andan locos por darle al papelito y no perdonan. Asaltan, roban en las casas. Te desgracian la vida… o se la desgracias tú a ellos. Por eso siempre tengo mucho cuidado”.
No confía en que lleguen mejores tiempos. Su única aspiración es seguir “agarrado al borde” y no quedarse sin fondo, como llama a los pequeños ahorros que logra cada semana vendiendo cloro.
Toda una vida esperando el milagro de la prosperidad, de la abundancia. Pero ya ni eso. “Con comer bien me bastaría”, dice, y lo siento triste, allá lejos, bajo esa piel cobriza.

A estas alturas, nada le provoca dolor. “Estoy curado de espanto”. Hace años comprendió que sentir dolor es infligirse una derrota, y él jamás ha sido derrotado.
Los fines de semana se va temprano al mar. Gasta las horas mirando el azul infinito. Se baña, se seca al sol, y por la tarde regresa limpio de pecados: “No le debo nada a nadie”.
Hace mucho que no va a fiestas. Ahora tiene su radio con adaptador USB y pone la música que quiere. Emplea el tiempo libre en fumar tabaco, escuchar música, tomar ron. Y, para su satisfacción, después de un largo periodo de soledad, el amor ha vuelto a tocar a su puerta.

“Mi día a día es salir a luchar. Levantarme a las 5 de la mañana, ir caminando pa’llá y pa’cá, porque no hay transporte. Voy hasta el puente de La Lisa, de ahí entro como ocho cuadras, cargo, y regreso”.
El Nene carga cloro para vender en Buenavista. No es un negocio secreto: todos saben que se dedica a eso. Luego de regresar, vuelve a salir, con sus sacos y la carretilla. Es el turno de su segundo trabajo: recoger materia prima. Botellas, latas, pomos de desodorante.
La venta de la materia prima ya no se hace cada quince días: inexplicablemente, la redujeron a un pago mensual. Antes se podía vender tres días al mes —los días 5, 7 y 22—. Ahora, son 4 mil pesos mensuales, vendas lo que vendas.
—¿Qué compras con 4 mil pesos?
—¡Nada! Menos mal que tengo el otro negocio, y con todo y eso se me va todo el dinero en comida, y en bebida cuando puedo.
Fumar se ha vuelto un lujo, y lo hace esporádicamente. Cuando la venta se lo permite, se compra un tabaco, que ahora cuesta entre 120 y 150 pesos.
Ahora al Nene le va peor, y lo tiene clarísimo:
—¡El descaro! Sí, porque lo de los 90 fue crisis, ahora es puro descaro de los dirigentes. Se la pasan diciendo que el bloqueo. En los años más duros del Periodo Especial, era parejo para todos. Lo que entraba se distribuía por igual. Ahora no. Ahora el que tiene dinero lo tiene todo, y el que no, busca en la basura, recogiendo sancocho, comiendo de lo que recoge. Yo los veo: madres con niños recogiendo desperdicio. ¡Eso no es culpa del bloqueo! ¿Tú crees que eso no lo ven los dirigentes? A los chamaquitos pidiendo dinero, a los viejitos pidiendo pan. Si ellos pasan todos los días por las calles de este país tienen que verlo, pero no les importa. Ellos van a las mipymes y a las tiendas de MLC. Yo jamás he entrado a una tienda de esas.

“La lengua incontenible”
Había moscas, latas aplastadas dentro de sacos negros y una humedad que, por momentos, dificultaba la respiración. Nos sentamos afuera para agarrar un poco de brisa; dentro era imposible continuar sin ventilador, y la conversación se había extendido más de lo previsto.
Cuando Deysi habla, las arrugas de su cara parecen contar una historia. Está convencida de que, si el “Comandante [Fidel Castro] viviera”, no estuviéramos pasando esto, pues seguro habría encontrado una solución.
Nació en Camagüey, pero sus padres la trajeron a los 9 años para Buenavista y se instalaron por donde hoy está la funeraria, en 70 y 29F. Después se mudó para donde vive actualmente: en la calle 29, esquina 58, al final de un pasillo, en una casa húmeda y llena de muñecos, recuerdos de los que jamás ha pensado desprenderse. Es pensionada y tiene 70 años.

Fuma sus últimos cigarros; probablemente pase varios días fumando los “cabitos” sueltos en papel de libreta. “Pero tengo que desahogarme”, dice.
La noto eufórica, con esa satisfacción que produce hablar y que te escuchen. “La lengua incontenible”, me dice (risas), y vuelve a ponerse seria, mientras la mano libre aparta el humo que sube por su cara. “No es que estemos un poquito afectados, no: estamos gravemente afectados”.

Según Deysi, hay una incapacidad por parte de los gobernantes, y así lo cuenta: “Es una incapacidad del Consejo de Estado completo, porque se sobreentiende que, si el presidente está equivocado, alguien tiene que reflexionar. Alguien que tenga un puesto clave, por supuesto. Que convoquen una asamblea extraordinaria, plenipotenciaria, y tienen que decirle: ‘presidente, usted está equivocado en este aspecto’. Y lo destituyen si es necesario”.
—¿Y la libreta de abastecimiento? —le pregunto, mientras apaga su cigarro en el suelo.
—Esa murió con Fidel, mi amor.
Cuenta con su pensión, que le dura menos de 24 horas, y dedo por dedo va enumerando cómo “desbarata su pensión” mensual de 1543 pesos:
—Dos libras de arroz: 550 pesos. Una libra de picadillo: 300. ¡Mira por dónde voy! —dice, abriendo los ojos grandes—. Un iberia [se refiere al condimento sazonador], porque no puedo comprar puré: 50 pesos. Una libra de tomate de ensalada: 60 pesos —se sacude las manos—. Y ya terminé.
Con eso tendría que comer un mes.
—Eso no es dinero —me dice— y se queda en silencio. Un silencio que me da tiempo a voltear la cabeza y mirar su casa. Y cuando estoy absorto, me dice: “Entonces, lo que más me molesta es el engaño. Supuestamente me tienen contada dentro del grupo de personas envejecidas, y no nos traen nada a la carnicería. Y me estás obligando a que compre una libra de picadillo en 300 pesos; esa libra me va a durar dos días. ¿Después de qué me alimento? No puedo sacar 300 pesos más para —lo dice con rabia— volver a comer picadillo. El pollo… ni puedo pensar comprarlo”.
—¿Hace cuánto no comes pollo?
—Puff —y apaga el “cabito” en un mortero de madera que tiene a su costado—, hace tres meses. Siempre a base de picadillo. Por ejemplo, a mí me gusta el hígado de pollo. Mil cien pesos cuesta. ¿Cómo lo voy a comprar? Realmente estamos muy mal y a las autoridades no les importa. Los dirigentes cada día más gordos, y la población más flaca.

—No puedo entender por qué el Estado se ha desentendido de las personas vulnerables. Están favoreciendo a los que más tienen y se olvidan de los que menos tienen. Nos ponen a sufrir a los que no podemos comprar un paquete de pollo. Cuando veo a la gente con un paquete de pollo, me da mucho dolor porque no puedo comprarlo. Es verdad que [las mipymes] mueven la economía del país, pero preferiría que fuera parejo para todos. Lo que yo percibo es que no se está siendo justo. No es correcto que unos tengan y otros no. Me siento abandonada por el Estado y, como yo, muchas personas. ¿A dónde vamos a ir? ¿A quién nos vamos a quejar? Estoy dentro del rango de personas vulnerables, ¡cumple conmigo! Dame mi arroz y mi azúcar, porque no tengo dinero para ir a comprarlo a la mipyme. No viene el arroz a la bodega, todavía faltan 5 libras de abril. Mayo ya se está acabando y no han dado nada. Están pasando cosas que tienen al pueblo muy decepcionado. La gente ha optado por irse. Se han ido 2 millones de habitantes, y se seguirán yendo más: todos los que puedan.
—¿Cómo llegas a fin de mes?
—Vendiendo lo poco que me queda. Voy a mi escaparate y veo: una blusa, un pulóver, un par de sandalias… A veces me paso dos días sin comer. ¿Cómo vivo? A base de multivitaminas. Me dan hambre, pero por lo menos me alimentan algo. Y te digo una cosa: ni aunque ahora me asignaran una jaba, voy a cambiar mi criterio de que el país está en desgracia. Los de la tercera edad envejecemos más rápido, y la juventud no quiere procrear. Muchas cosas están mal. Un ministro se puede equivocar, pero ¡todos, no! Tengo 70 años. Viví una etapa que no va a vivir la juventud. Fui a todos los hoteles que me dio la gana, cuando costaba 9 pesos una habitación. Pero a la juventud se le está exigiendo lo que ellos no conocen. Yo lo sé porque hablo con la juventud, y les pregunto: ¿Por qué tú no trabajas? Me dicen: ‘Mira, abuela, de trabajo tengo la construcción o la agricultura. Si me pagaran semanalmente 4 mil pesos, trabajaría, pero por 4 mil mensuales no le voy a trabajar a nadie’. Entonces la juventud está en la calle, sin trabajo, volcados a la delincuencia”.

La serpiente que se muerde la cola
Un día, Youna sintió unas ganas repentinas de saber cómo era de niña, pero por mucho que buscó e indagó, no encontró foto alguna. Al principio se sintió triste, pero después fue olvidándolo. Pensó en culpar a su mamá, pero ya no tenía sentido.
Eran una familia numerosa, vivían ocho en un apartamento de un cuarto donde la vida era caótica. El dinero alcanzaba para lo justo. En esas circunstancias, ¡quién iba a pensar en pagar un fotógrafo!
Por eso, cuando se enteró de que en el barrio vivía uno, le avisó a su hermana de 14 años, quien acababa de ser madre de Cataleiya, una niña vivaracha que aprendió a comer antes de soltar la teta.
Así, un día terminé cómplice de una sonrisita tierna y de los ojos negrísimos que me miran extrañados, pero que, cuando asomo la cámara, siempre me regalan una sonrisa.

Youna vive en la mitad del apartamento que era de la familia. Logró independizarse y tomar algo de distancia del perenne conflicto familiar. Tiene una niña de 6 años que cría sola, y ha conseguido la tranquilidad que nunca le dio la convivencia familiar. Su rutina diaria no tiene interrupciones desde hace un año: levantarse a las 5, bañarse, preparar el desayuno, dejar a la niña en la escuela e irse a trabajar a la guardería infantil a unas cuadras de su casa.
Pero no siempre fue así. “Antes trabajaba en un círculo infantil en el Vedado. Siempre me ha gustado cuidar niños. Me pagaban 4 mil pesos mensuales, y con eso no llegaba ni a medio mes”.
Sus ingresos aumentaron cinco veces el salario estatal, pero aun así solo puede llegar a la fecha de cobro con algo de holgura si racionaliza con precisión los gastos.
Cuando la inflación comenzó a galopar descontroladamente, lo primero que hizo fue suspender el pequeño espacio de ocio que tenía algunos fines de semana, porque “la entrada a una discoteca cuesta 4 mil pesos, más lo que consumes dentro. Y para gastarme ese dinero, mejor me compro un paquete de pollo”.
Dejó de comprar zapatos, ropa, e incluso champú y desodorante, para emplear todo el dinero en garantizar la alimentación de su hija “para que no le falte la comida”. Youna no entiende el motivo de la crisis, solo sabe que “estamos viviendo muy mal. Unos dicen que si el bloqueo, otros que si los dirigentes”. Está convencida de que existe una gran diferencia entre los que llaman a resistir y a estar unidos, y “nosotros, que somos los que nos matamos trabajando y casi nunca tenemos nada”.
“Mi aspiración es terminar de arreglar mi casa para poder vivir un poco mejor, y que mi niña no pase trabajo, o al menos que pase un poquito menos de trabajo del que pasé yo”.

“Que me voy de la vida”
Había acabado de entrar al parqueo. Busqué un espacio entre la hilera de motos y, como no había, fui a reclamarle al custodio de guardia. Hablaba muy bajito; dirigía sus palabras a un bulto negro que yacía hecho una rosca al costado de un auto:
—¿Por qué sigues haciendo eso? ¿Tú no habías dicho que te ibas a quitar? Que ahora ibas a pensar en tu hija, que la tienes pasando trabajo, y la dejas abandonada en tu casa para venir a meterte porquería de esa…
Su interlocutora dio una vuelta y se incorporó. Primero se puso de rodillas, intentó alzarse, pero no pudo. Entre los dos la ayudamos a sentarse en un muro y le dimos un poco de agua. Era su sobrina, Rita. Tiene 22 años y una niña de 2 esperándola en casa.
La historia de vida de Rita era complicada: abuso, violencia, machismo, chantaje económico, abandono. Acudió a las drogas para no pensar, para desconectar. Porque, además, “eso se te pasa en un ratico”.
“¿Qué sientes?”, le pregunté. “Que me voy de la vida”, respondió.
Terminó el bachillerato y comenzó un técnico medio en economía, pero la crisis en su casa se hizo insostenible. Empezó a frecuentar hoteles de Miramar con un “amigo”. Así comenzó su aventura por los caminos de la vida. Al final, con 20 años, decidió no practicarse el que sería su quinto aborto. “Que sea lo que Dios quiera”.
Quedamos en vernos para seguir conversando. Meses después supe que en una de las redadas hechas por las autoridades para combatir el flagelo de las drogas se la habían llevado detenida. “¿Y la niña?”. Nadie supo responderme.
***
“Esa droga mata”, me dice Deysi. Cuando mueve los pies, alborota un enjambre de moscas pegadas a la costra mugrienta de la losa del pasillo.
—¿Cómo convences a la juventud a que deje de consumir? —se pregunta, y enseguida se responde—: Primero ellos sienten que se van del mundo y, en ese tiempo en que están todo drogados, se alejan de lo que está pasando. Después vuelven a la realidad… y repiten. Y las madres sufriendo.
Deysi piensa que hay que incentivar a la juventud a que se ocupe de algo. ¿Cómo? “Dándoles un trabajo bien remunerado, para que puedan comprar lo que necesitan. ¿Cuál es el precio de un par de tenis? Veinte mil, treinta mil pesos. ¿Cómo se compra eso ganando cuatro mil por mes?”.
—¿Y la familia?
—A sufrir. Primero se roban un vaso, después un teléfono. Poco a poco dejan la casa vacía. Todos terminan afectados. Ellos, por consumir y arriesgarse la vida; la familia, porque se quedan sin nada.

***
No hay un ápice de ficción. Son vivencias reales, que se multiplican por todo el país. Buenavista, barrio ubicado en el municipio Playa, ni siquiera es de los peores ni más marginales de La Habana. Es cierto que el aumento de la drogadicción ha entrado con fuerza allí, y también que a veces se estigmatiza.
Allí vive gente tan digna como cualquier otra. Mutilada por la crisis, sí. En reproducción constante de lógicas patriarcales y machistas, también.
Pese a todo, el barrio se reestructura para sobrevivir. Ya no con la participación colectiva de hace treinta años, pero va encontrando su forma.
Leer esto me dejó sin aire. Conozco Buenavista, he caminado esas calles y hoy duele imaginarlas llenas de kimiqueros. Lo más desgarrador es la resignación: ‘Estamos curados de espanto’. ¿Cómo llegamos a esto? La dignidad no puede ser un privilegio. Ojalá esta crónica no quede en el olvido como tantas otras. Mi respeto para quienes sobreviven con ética en medio del caos
¿Dónde está la ‘tolerancia cero’ cuando el kímico destruye a una generación? No es casualidad que lo más accesible para los jóvenes sea una droga y no educación, empleo digno o cultura. Mientras las tiendas en MLC venden lujos, madres como Deysi eligen entre picadillo o multivitaminas. Esto no es bloqueo, es abandono institucional. Exigimos soluciones, no discursos.