El Mejunje, ruina adentro

Y cuando en 1994, durante la crisis de los balseros, la policía nacional arrancó pelucas y reprimió travestis por toda la isla, cuando aquellas cacerías (desfasadas como un camisón setentero) provocaron insomnio, ya en Santa Clara ser maricón no quitaba el sueño.

Santa Clara se despabiló temprano, una década antes. A las ciudades pacatas y moribundas les hace falta incendio. Siempre queda hollín, pero el incendio despabila. Un hombre llamado Ramón Silverio Gómez se sacude el tizne mientras cuenta los fuegos que ha prendido durante su vida.

Silverio

Silverio

Para hablar de El Mejunje debe hablarse antes de Silverio, y para hablar de este hay que recorrer veinte kilómetros en autobús y luego cinco a pie, desde el camino real hasta el caserío que asoma en el centro del monte. Hay que avanzar de espaldas, sobre el dorso del tiempo. Para traducir a Silverio hay que regresarlo a casa.

Leyó por primera vez una oración con once años. También sacó cuentas: sumas. Le obsesionaron las sumas y terminó deshaciendo algoritmos, teoremas, moldes aparentemente lógicos. Aún sigue sumando.

Cuando no tuvo otros números para su adición porque ya había alfabetizado buena parte de la periferia, recogió sus cifras encendidas y fue a la ciudad. Para 1984 ya Ramón Silverio instalaba su proyecto cultural en la sede del Teatro Guiñol de Santa Clara, gruta clandestina que promovía la inclusión social y nucleaba a los creadores del momento. Trasnochar está bien, hacerlo en espacios donde asisten niños desde horas tempranas, probablemente no. Echado del sitio y con El Mejunje a cuestas (como otro niño, uno huérfano) Silverio deambuló sobre el mapa geológico de los ochenta.

Una de esas mañanas vacilantes de un país vacilante Silverio se plantó frente al actual edificio de El Mejunje. Un cartel de “peligro de derrumbe” colgaba en algún borde. Comenzaba el año 1990. El aviso, elaborado con retazos de cartón, terminó por caerse él mismo. Corría la época de los desplomes. El Mejunje, en cambio, nunca se cayó, aunque siempre se está cayendo.

“A Pablo Garí (Pible) le debemos los grafitis en las paredes y el nombre del centro. Yo elaboraba un brebaje de hierbas que repartía a medianoche en cada tertulia. Pible, con ese humor tremendo, le llamó al lugar El Mejunje de Silverio. Nada lo ha definido mejor”.

Hoy la gente tritura lo nuevo y ensucia lo limpio para armar ruinas. Está de moda. La miseria ya no es fea, es vintage. El Mejunje nació vintage. Nació con un leve desorden mental y muy pobre. Silverio le entalló algunos harapos, amuebló con gomas de camión y prendió mecheros. En medio del apagón general que desconectó al país durante los noventa, desfilaron por el edificio toda clase de músicos, poetas, actores. Surgió la Trovuntivitis: médula ósea de la actual canción de autor cubana. Escritores como Sigfredo Ariel, Ricardo Riverón, Yamil Díaz o Félix Luis Viera canjeaban décimas por ron en las noches de Silverio. Quién sabe si esa tristeza se volvió bonita, si la ruina sanó otras ruinas humanas. Quién quita.

“En El Mejunje todo es lícito excepto cortarse las venas. Esto es un espacio democrático donde cualquier expresión cultural es bien recibida, todas las identidades del hombre y del artista. El lugar donde puedes ser quien se te antoje”

Silverio dirige El Mejunje. No tiene pasaporte ni monedas. Tiene muchos premios por la promoción de la cultura y la labor comunitaria, pero ni él mismo los recuerda. Tampoco tiene familia, ni soledades, ni nostalgias. Es un incendiario y hay que agradecer por el hollín que siempre llueve en Santa Clara, por el lugar puro.

MariaMaría

Aunque le gusten las mujeres como si fuesen machos (o como si fuese ella misma un macho), María Caridad Jorge no quiere llamarse de otra forma. Tal vez porque ningún nombre concentra tanta androginia como ese “María Jorge”.

Al Mejunje se accede primero por María que por cualquier parte. En la puerta María manda: es la taquillera y el personaje más singular del sitio. Quería ser empleada de una pizzería pero la condición de “lesbiana antisocial”, como dijera la presidenta de su CDR, terminó truncándole el sueño. Por tres años trabajó de forma voluntaria sofocando trifulcas los sábados en El Mejunje –aunque “trifulca” contiene una gravedad sublime. Nada que pase en el Mejunje puede llamarse “trifulca”− María conduce una moto sobre la que va y viene con La Mora.

La Mora y María se casaron hace un par de años. El propio Silverio ofició la ceremonia. Alguien lució velo y guirnaldas, tal vez Silverio, no sé. Ningún acta registró en la memoria oficial de la República que sí, parece que se quieren mucho.

Crespo, el animal

El SIDA espanta de sólo pronunciarse. Las enfermedades provocadas por virus pueden llamarse “mononucleosis”, parotidis, encefalitis, pero SIDA es corto y alto, en mayúsculas. El SIDA te salta a los ojos dondequiera que lo ubique en este párrafo.

Cuando supo que estaba infectado, Jorge Luis Crespo recogió dos mudas de ropas y una perra: su patrimonio. Se instaló en un camerino de El Mejunje y allí durmió durante nueve meses. Era chofer en Ranchuelo, donde no ha vuelto a dormir nunca. Sintió vergüenza con el pueblo. Como si hubiese ensuciado para siempre el aire, como si ahora el SIDA fuese una agonía colectiva, como si no fuese él y sólo él quien moría a plazos. Dice que sentía pena con los niños que transportaba en la guagua, pero en verdad sentía pena con los hombres que serán alguna vez esos niños. Agrestes hombres que relatarán con pasmo el suceso del chofer seropositivo, probablemente.

Crespo the animal

Crespo el animal, como quiere que lo llamen, hace dieciséis años que tiene SIDA, hace dieciséis años que no sale de El Mejunje. Se alimenta en ocasiones, cuando recuerda que está enfermo. Carga bártulos, lleva y trae mandados, cuida del sitio, actúa, se embriaga y enseña los dientes. A nadie le importa que esté enfermo, es solo un negro con drealocks, otro más. Y a él le agrada.

Juana Candela

El travesti es una trampa donde cae el ojo. A los travestis se les mira. El ojo culebrea por toda la órbita y se le escapa a cualquier virilidad. El ojo, frente al travesti, siempre se detiene seducido.

Luis Rodríguez ahora es Juana Candela y a ratos Jane in the Fire (si el extranjero es curioso). Siempre fue un travesti pero lo supo ya madurita. Ahora se empeña en borrar un pasado de masculinidad y todo lo que de él cuelga, cuelga y se eleva.

Es la diva del sábado en la noche. También presenta las bandas de metal en la rockoteca del martes, lo hace con su indumentaria aparatosa (aunque para ella solo sea “algo al azar que tomó del closet”). Juana es una cincuentona con muchos trastazos. El Mejunje es su refugio: lugar de los que no tienen lugar, bálsamo que alivia.

paredes interior

Mejunje es estadio de tacos, albergue improvisado, criadero de gallinas, nido de amoríos furtivos, buhardilla-café, comisaría del placer, república de la cumbancha, trono plural del hombre.

El Mejunje huele mal. Siempre ha apestado. Es curioso cómo preserva la misma decrepitud de hace veinticuatro años. Los lugares tienden a transformarse junto a los tiempos, pero este no. El Mejunje atraviesa un tiempo comatoso. Yo, que soy una criatura retrospectiva, un puzzle de mis memorias, termino regresando a él, porque es la forma menos contaminada de regresar a mí.

Fachada

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