“El cine es un arte”, decía el decreto con que se fundó el ICAIC en marzo de 1959, lo cual implicaba una definición estética y, por ahí, un espaldarazo a la búsqueda y la experimentación en detrimento de cualquier cosa parecida al realismo socialista. Pero también aludía al componente educativo, que se entendía fundamental para contribuir al cambio social iniciado con el triunfo de la Revolución.
En los códigos de la época, el cine, como la historia y la literatura, era también un arma. “El cine constituye por virtud de sus características un instrumento de opinión y formación de la conciencia individual y colectiva y puede contribuir a hacer más profundo y diáfano el espíritu revolucionario y a sostener su aliento creador”.
El texto, que a veces parece un manifiesto, marcaba una continuidad con los presupuestos establecidos desde El Mégano por los jóvenes cineastas Julio García Espinosa (1926-2016), Tomás Gutiérrez Alea (1928-1996), Alfredo Guevara (1925-2013) y José Massip (1926-2014): un cine alternativo marcado por el neorrealismo italiano.
El octavo por cuanto del documento establecía lo siguiente: “Nuestra historia, verdadera epopeya de la libertad, reúne desde la formación del espíritu nacional y los albores de la lucha por la independencia hasta los días más recientes una verdadera cantera de temas y héroes capaces reencarnar en la pantalla, y hacer de nuestro cine fuente de inspiración revolucionaria, de cultura e información”, lo cual ya era bastante visible en 1968.
Como afirma un crítico, a casi una década de fundado el ICAIC ya constituía un sistema, un “conjunto complejo indiscutiblemente estético, económico y social, constante y prolífico”. Tenía prácticamente todo lo necesario para funcionar como arte e industria, como en la época de los populismos en México y Argentina: el cine de oro.
Subvención estatal. Producción. Directores. Actores. Técnicos. Laboratorios. Circuitos de exhibición. Y hasta cine móvil para llevarlo a donde nunca antes había llegado, como lo testimonia Por primera vez (1967), de Octavio Cortázar (1935-2008), uno de los documentales más extraordinarios y humanos de todos los tiempos.
En el contexto del centenario de los Cien Años de Lucha, en 1968, la institución produciría filmes a la manera de La odisea del general José, de Jorge Fraga, y Hombres de Mal Tiempo, del argentino Alejandro Saderman, miradas a episodios específicos de la Guerra Grande, a los que después seguirían La primera carga al machete (1969) de Manuel Octavio Gómez (1934-1988) –posiblemente el más experimentador de todos—, Páginas del Diario de José Martí (1972), de José Massip, y otros de similar tesitura ya entrados los años 70, algunos parte de un ciclo sobre la esclavitud que algunos llamaron “negrometrajes”.
Ese mismo espíritu alimenta Lucía (1968) de Humberto Solás (1941-2008), que marca una continuidad con la labor de aquel joven director que en Manuela (1966) había estampado su sello en la búsqueda de la dinámica mujer/nación, sin dudas el rasgo temático y conceptual que más lo caracteriza.
El cine de Solás, quien solía contar sus argumentos sin muchas complicaciones, emprendería a partir de ahí una suerte de bifurcación entre historia y contemporaneidad de sus personajes femeninos, en películas como la tan controvertida Cecilia (1980), Amada (1983, codirección de Nelson Rodríguez), El Siglo de las Luces (1991) y Adela (2005).
Titón hará lo mismo, pero de otra manera. Después de su primer largometraje de ficción en el ICAIC, Historias de la Revolución (1959) –temática a la que también se suman desde el principio realizadores como Julio García Espinosa con El joven rebelde (1962)–, da un giro de 180 grados con Memorias del subdesarrollo (1968), una reflexión sobre el individuo y la historia más allá del personaje central, un pequeñoburgués con aspiraciones de escritor que en una escena memorable se dedica a ver la realidad con un telescopio desde lo alto de su edificio en Línea y Paseo.
Un caso en que la adaptación cinematográfica supera al original, la novela homónima publicada por Edmundo Desnoes en 1966.
En efecto, Memorias del subdesarrollo constituye una de esas películas que hoy pueden verse sin que le haya caído un ápice de óxido encima. Su lenguaje, mezcla irreverente de documental y ficción, tampoco ha envejecido. Y sus preguntas y propuestas sobre problemas como la identidad nacional, siempre cambiante, conservan sin embargo toda su lucidez original: “Esa es una de las señales del subdesarrollo”, dice la voz de Sergio en off: “incapacidad para relacionar las cosas, para acumular experiencias y desarrollarse […]. Todo el talento del cubano se gasta en adaptarse al momento. La gente no es consistente. Y siempre necesitan que alguien piense por ellos”. Aunque se resienta por sus visiones sobre las cubanas y estereotipos al respecto en boca del personaje central.
Lo distintivo de este discurso cinematográfico es que no hay lugar para didactismos. La duda y la reflexión discurren en la conciencia individual sin unidireccionalidad o verticalismo alguno, perspectiva coherente con la dialéctica del espectador de Gutiérrez Alea. Por todas estas razones, a los cincuenta años de estrenada Memorias del subdesarrollo sigue siendo eso: un clásico.
Uno de los pocos que en el cine cubano han sido.
Ciertamente… Que diferencia con cosas aberrantes como: “Se vende” y “Crematorio”…