Cayo Hueso, Estados Unidos. El abrazo fuerte, largo, en silencio, termina en lágrimas. No es melodrama. Ellos son dos hombres curtidos en los avatares de la vida, que han forjado una amistad desde la niñez allá en La Habana, en las aulas, las travesuras y la cruzada por la independencia de Cuba; han compartido el destierro, el pan y la protección cuando se han enfermado y se tratan como hermanos.
No descartan la posibilidad de que sea, quizás, el último encuentro, si no logran reunirse en la manigua insurrecta. Y es lamentable, pero fue así. José Martí cayó en combate el 19 de mayo de 1895, en Dos Ríos, en el Oriente de Cuba. Fermín Valdés Domínguez logró incorporarse a la contienda, estar al lado de Máximo Gómez, ser su jefe de Despacho, alcanzar el grado de coronel del Ejército Libertador y sobrevivir a la contienda.
Fermín va con el sobresalto que producen los recuerdos. Ha confesado que después de la muerte de Martí se sintió huérfano. En su Diario no deja de rememorar al amigo del alma. Y piensa escribir, una vez alcanzada la libertad, un libro sobre él. Cabalga al lado de Máximo Gómez. Unos 300 jinetes marchan hacia Dos Ríos, al sitio donde confluyen el Cauto y el Contramaestre. El calor todavía abrasa la piel, a pesar de que partieron a las cuatro de la tarde.
Avanzan en silencio. Entre ellos va un hombre con el pelo blanco en canas, con una cicatriz en la frente, por donde le salió la bala cuando intentó suicidarse para no caer en manos de los españoles, en la Guerra Grande. Ha envejecido prematuramente. Es el Mayor General Calixto García Íñiguez.
Hay otros rostros conocidos, de mambises viejos: “Cebreco, Pérez, Rogelio Castillo, Bonne, Enrique Collazo el amigo y compañero de Martí en los días aciagos de Jacksonville en los que la traición impidió se realizara el plan que según la frase del mismo era la obra más acabada de un genio, y todo el estado mayor del General en Jefe y de los otros generales entre los cuales son tantos los hombres de talento y nobles virtudes, los coroneles y oficiales y más de trescientos hombres de nuestra aguerrida, y valerosa caballería oriental formaban la columna de patriotas”, testimoniaría luego Fermín Valdés Domínguez, en una carta a su novia Consuelo.
Pasan el Contramaestre, en julio de 1896. Gómez baja de su corcel. Recoge unas piedras en la orilla del río. Los demás imitan al Generalísimo y continúa la peregrinación hasta llegar al lugar donde se desplomó el cuerpo de Martí.
“Allí había una cruz de madera y en la tierra una excavación en donde se colocaría un madero que serviría de señal para el monumento que con las piedras que habíamos traído debía patentizar el recuerdo y el amor al soldado mártir, de los compañeros y discípulos allí presentes.
Casi todos formaron de dos en fondo y el General y algunos más echamos pie a tierra. Las piedras que se habían depositado al ir desfilando, —cerca del lugar designado de antemano por el General Gómez— las acercamos y algunos números las colocaron formando un cuadrilongo de Oriente a Occidente, quedando el frente en donde se aseguró la cruz de madera “de cara al sol” como en aquel momento recordó oportunamente el General Gómez que Martí quería morir. Pronto se terminó el respetuoso trabajo de levantar el rústico monumento de piedras que simbolizaban las lágrimas y las patrióticas protestas de los cubanos congregados por el compañero y amigo del Maestro”, relataría Fermín Valdés.
Gómez pronuncia un discurso breve. Resalta las cualidades del Apóstol describe detalles del fatídico 19 de mayo; la voz se quiebra por momentos “no pude con mis órdenes contener porque fue a la muerte con toda la energía y el valor de un hombre de voluntad y entereza indomables.”
Un campesino visionario
El capitán y prefecto José Rosalío Pacheco, vecino de la finca Dos Ríos, identificó el lugar donde murió Martí, a quien había conocido recientemente. Lo marcó con un palo. Y se marchó, después, acompañado de su hijo Antonio.
Gracias a su iniciativa, el 10 de octubre de 1895, el joven oficial Enrique Loynaz del Castillo, en cumplimiento de una indicación del Presidente de la República en Armas, Salvador Cisneros Betancourt, pudo encontrar el sitio y colocar un acta dentro de una botella que enterraron debajo de la cruz de madera, entre un dagame seco y un inmenso fustete.
Máximo Gómez cede la palabra, nadie se atreve, hay silencio, recogimiento, hasta que interviene Valdés Domínguez, quien concluye aseverando “que aquel modesto monumento sería el altar a donde habríamos de venir todos a cantar el himno de la victoria, a saludar nuestra Independencia glorificando a Martí (…)”.
Gómez que no era muy dado a los discursos, sin embargo, vuelve a hablar: “Todo el cubano que ame a su Patria y sepa respetar la memoria de Martí debe dejar siempre que por aquí pase, una piedra en este monumento. Imitad sus virtudes y su patriotismo y aprended a morir y a servir a la causa grande y enaltecida por él y otros héroes: a la Independencia de la Patria”.
Regresan al campamento. Gómez escribe una inscripción que dice: “Un héroe. José Martí, 19 de mayo de 1895”. Ordena al general de origen colombiano José Rogelio Castillo, jefe entonces de su Estados Mayor y a Fermín Valdés Domínguez que la coloquen en el madero ubicado en el centro del rústico obelisco.
Al mediodía del 11 de julio el epitafio, redactado con tinta sobre un pedazo de tela de hule, fue pegado y luego clavado en una cavidad tallada en el madero. Debajo pusieron un papel que contenía parte del discurso de Valdés Domínguez, pronunciado durante la velada anterior y la constancia de que el recuerdo era un encargo del Generalísimo.
Retornan al campamento; el sol, a poco, desaparece detrás del lomerío. En el Diario de Máximo Gómez hay unos apuntes que dicen: “Allí mismo levantamos un mausoleo a piedra viva”.
Fuentes:
Ciro Bianchi: Contar a Cuba, una historia diferente, Editorial Capitán San Luis, La Habana, 2013.
Fermín Valdés Domínguez: Diario de soldado, Centro de Información Científica y Técnica de la Universidad de La Habana, 1973, tomo 2.
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