Como de costumbre, Carl Tanzler Van Cosel acudió al hospital de la Marina en Cayo Hueso, Florida, para ejercer su labor de técnico en rayos X. Ya era un cincuentón de vida apacible cuando su existencia dio un giro inesperado después de atender a la paciente Elena Milagros Hoyos, enferma de tuberculosis.
A sus 21 años, la joven cubana nacida el 31 de julio de 1909, de mirada triste, melancólica, deslumbraba por su belleza a pesar de que sufría un calvario. Divorciada de Luis Mesa, quien la abandonó después que ella perdiera un embarazo, y de haberla contagiado de una enfermedad venérea, Elena languidecía bajo la protección de sus padres en el momento de conocer a Carl.
Pensó el alemán que podía salvarle la vida y se consagró a ello mientras intentaba conquistar su amor con joyas y otros regalos. Aunque Elena no aceptó, debido a la diferencia de edad, él insistía y prometía a la familia de la muchacha que le devolvería la salud.
Gracias a sus conocimientos y experiencia, dos veces, en efecto, pudo evitar que muriera. Sin embargo, ocurrió lo predecible. Elena falleció la noche del 25 de octubre de 1931, luego de pasear en automóvil con su progenitor, comerciante de tabacos y persona conocida en la ciudad.
Al conocer la noticia, Carl descargó su ira contra la familia, pues consideraba que había incumplido sus indicaciones.
Pagó los gastos del funeral. Al día siguiente, sepultaron el cadáver. La tumba quedó protegida por una lona para evitar los efectos dañinos de la humedad. Pero esta no fue la única medida que adoptó Van Cosel. Más tarde desenterró el cuerpo, previa autorización del padre de Elena, para trasladarlo a una cripta que él construyó con Otto Bethel, empleado del cementerio.
La profanación
Todos los días, el alemán visitaba la última morada de Elena. Llevaba flores. “Conversaba” con su amada. Se decía que tocaban violín, algunos afirmaban que era la música de un fonógrafo o de la radio. El misterio crecía. Los rumores también y la gente evitaba acercarse a la cripta.
Dos años después, la dantesca escena continuaba siendo habitual. Sin embargo, nadie sospechaba que el cadáver ya no se encontraba en el camposanto, lo había extraído el enamorado para cumplir sus fantasías eróticas. Si mantuvo el ritual fue para despistar a posibles entrometidos.
“Cuando el cuerpo estaba en su casa, se dedicó a preservarlo de maneras inimaginables, ya que estaba en un estado considerable de putrefacción, pegó sus huesos con perchas y cables, le puso ojo de cristal en las cuencas de sus ojos y reemplazó la carne podrida con tela de seda, tratada con cera y yeso blanco. Tanzler introdujo trapos en las cavidades abdominales y el pecho para mantener la ilusión de la forma humana y le puso una peluca que María Elena solía llevar puesta. Para ocultar el olor a putrefacto, el radiólogo utilizó litros y litros de perfume”, refiere Juan Armando Corbin en un artículo.
Pasaron siete años. Una monja, por casualidad, descubrió lo sucedido. Otto Bethel, empleado del camposanto y enterado del caso, avisó a Florinda (Naná), hermana de Elena. También informaron a Cosel. La reacción de este fue extraña. Pidió a Naná que se calmara y le ofreció llevarla a ver el cuerpo de Elena si no informaba a las autoridades.
Entre los numerosos periodistas que arribaron a Cayo Hueso para cubrir el sensacional acontecimiento estaba Stetson Kennedy, quien realizó un trabajo de investigación que le permitió reconstruir los hechos. Según su reportaje, publicado en la revista Bohemia el 17 de noviembre de 1940:
“Naná supo por fin que su hermana estaba en una doble cama, parte de la cual era de Cosel. Él le aseguró que este era uno de los últimos deseos de Elena. Más allá de la cama había dispuesto Cosel el decorado en blanco y azul, los colores predilectos de ella (…) una máscara de Elena, en cera y blanco de París la cubría para conservar las facciones (…).”
Como Cosel no devolvió los restos a la cripta, Naná y su esposo Mario lo denunciaron. Enrique Esquinado, juez de paz, ordenó su detención, ejecutada por los alguaciles Ray Elwood y Bernard J. Waite.
De acuerdo con notas de prensa de la época, más de seis mil personas vieron la momia creada por Cosel. Los policías, al esposarlo, lo encontraron calmado. Confesó que desde hacía siete años dormía junto al cadáver. Bailaba con ella y tenía relaciones sexuales.
Aquel acto de necrofilia dejó estupefactos a los interrogadores y cubrió las primeras planas de varios periódicos. La radio le dio amplia cobertura.
“El cuerpo de Elena estaba vestido con un kimono azul. Los pies hallábanse envueltos en bellas medias de seda. Sus ojos de cristal permanecían abiertos y las ojeras, pintadas artificialmente. Sus labios, pintados, y en fin su total apariencia, era de las más atractivas, aún en ese detalle de las manos enguantadas, ligeramente enceradas”, narró en su reporte el periodista Stetson Kennedy.
En su aparente delirio, el alemán había estado construyendo un avión en el garaje de su vivienda, retirada de la ciudad, con un motor de 180 caballos de fuerza y de marca francesa para trasladarse al cielo con su “novia”. Al pesquisar el aparato descubrieron que tenía un nombre, incrustado: “Condesa Elena”.
El testimonio del acusado
Durante el juicio se supo que Cosel era natural de Sajonia y había estudiado música y escultura. También tenía conocimientos de medicina, bioquímica e ingeniería eléctrica. Era un apasionado de las innovaciones tecnológicas y, según sus palabras, registró varias patentes a su nombre.
Cuando los talleres de mecánica que poseía en Dresden quebraron emigró a Estados Unidos. Dejó en Alemania a su esposa y sus dos hijas, quienes luego se le unieron en Zephyrillis, condado de Pasco. Pero Cosel se separó de ellas definitivamente y se mudó a Cayo Hueso.
Tras los sucesos necrofílicos en los que participó, el único momento en que Cosel perdió la calma fue cuando supo que se pretendía enterrar nuevamente la osamenta de Elena. Protestó airadamente porque eso, alegó, le correspondía a él. Además, advirtió que lucharía por retenerla y, para lograrlo, recurriría a la Corte Suprema, si era necesario.
Finalmente, después de comprobarse que no estaba loco el acusado, el juez Esquinado dictaminó que pagara 500 dólares de multa o pasara dos años en prisión.
Cosel pagó fianza y cumplió la breve sentencia, aunque hay contradicciones en este tema, pues algunas fuentes aseguran que salió libre porque el delito de profanación, después de 7 años, había prescrito.
Escribió una autobiografía editada en Fantastic Adventures y murió de viejo, el 3 de julio de 1952; se dice que abrazado a una muñeca de cera.
Fuentes:
Juan Armando Corbin: “El famoso y macabro caso de necrofilia de Carl Tanzler”, en www.psicologiaymente.com
Stetson Kennedy: “Aventura y Extravagancia de Van Cosel”, Bohemia, 17 de noviembre de 1940.