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Decididamente, 1910 tuvo una cola muy larga. Literalmente, a mucha gente se le erizaron los pelos de la nuca cuando, en la primavera, el cometa Halley comenzó a rodear la Tierra con su estela acechante, como la cola de dragón. No es casual que el astro —documentado desde hace milenios— haya trascendido como el más icónico de su tipo en todas las épocas; a fin de cuentas, fue el primero cuya reaparición se pronosticó y el primero en ser fotografiado por una nave espacial. Pero el susodicho año trajo consigo una histeria colectiva de dimensiones memorables —similar a la orwelliana Guerra de los mundos—, que recordamos como ejemplo de lo que sucede cuando la ignorancia y la superstición son capaces de alterar el curso de la historia.
Según estudios científicos, la primera referencia a este cuerpo celeste se remonta a un registro de astrónomos chinos en el año 240 a. C., aunque se especula que una “bola de fuego” avistada en Grecia entre 467 y 466 a. C. podría haber sido el célebre viajero. Se dice que el Tapiz de Bayeux, obra medieval de mediados del siglo XI que narra la conquista normanda de Inglaterra, incluye en sus bordados la representación del cometa Halley. Asimismo, se piensa que su tránsito del año 1301 debió inspirar la Estrella de Belén que flota en el cuadro La adoración de los Reyes Magos, pintado por el italiano Giotto alrededor de 1305.
Durante mucho tiempo, los ignorantes habitantes del pasado consideraron a los cometas piratas intergalácticos o heraldos negros que presagiaban guerras, muertes o cataclismos. Por supuesto, el cometa de marras no escapó al estigma, ni siquiera cuando el astrónomo y matemático inglés Edmond Halley (1656-1742) —quien le dio su tarjeta de identidad y lo bautizó con su nombre— demostró que no se trataba de un castigo de los dioses ni de nada sobrenatural, sino de un objeto espacial que se movía normalmente por su órbita.

En 1705, el discípulo predilecto de Isaac Newton, basándose justamente en el tratado de gravitación y los movimientos planetarios de su maestro, advirtió similitudes en los reportes de tres cometas brillantes que cruzaron los cielos en 1531, 1607 y 1682. En una audaz predicción, Halley sugirió que, en lugar de tres, se trataba del mismo cometa que iba y venía en un rango periódico de 75 o 76 años. Basado en esa deducción, anticipó que el cometa regresaría en 1758 y, aunque la vida no le alcanzó para ver su pronóstico rutilante en el firmamento, tuvo razón.
Tampoco le faltó razón a Mark Twain, cuya existencia estuvo increíblemente enmarcada por el astro. En 1909, el célebre escritor estadounidense sentenció: “Vine al mundo con el cometa Halley en 1835. Vuelve de nuevo el próximo año, y espero marcharme con él”. El 21 de abril de 1910, mientras el Halley pasaba con su blanquecino penacho por el cielo nocturno, Mark Twain moría de un infarto.
A inicios del siglo XX, la ciencia había avanzado a pasos gigantescos, y los astrónomos, dotados de mejores telescopios y medios para escrutar el sistema solar, habían hecho todo lo humanamente posible para desmitificar a los cometas y demostrar que el famoso Halley sencillamente era lo que son todos: un núcleo rocoso revestido de hielo y polvo que sobrevuela el cosmos en una órbita elíptica, siguiendo un ritmo predecible e inconexo. Esto contribuyó a desterrar el miedo y la superstición de la psiquis colectiva. O eso se creía, hasta que en 1910, cuando llegó el bólido quebrantando con súbito taconeo la monotonía terrícola, la prensa puso en órbita una profecía catastrofista.
La flema de Flammarion
Apenas inaugurado el año, los diarios salieron pregonando una noticia que —¿golosina de editores?, cabe preguntarse— abatió las pupilas de un público crédulo y timorato: entre abril y mayo, el cometa Halley pasaría sacudiendo su cola de 50 millones de kilómetros tan cerca de la Tierra que su vaho podría rozarla con una fuerza capaz de hacerla saltar de su eje y derramarle una cascada de fosforescencias y polvos del espacio que envenenarían la atmósfera y harían hervir los mares. Pero ni el más avezado de los reporteros logró una dramaturgia superior para explicar el presumible “coletazo” letal que la disertación del conspicuo Flammarion.
Camille Flammarion era un apasionado astrónomo e intelectual francés de notoriedad mundial —el Carl Sagan de su tiempo, lo han llamado—. También era un hombre rico y excéntrico, espiritista, escritor de ciencia ficción y dueño de la revista L’atmosphère: météorologie populaire. Como para no perder ni un minuto, Flammarion se mudó frente al mismísimo Observatorio de París, cuyas cúpulas y torretas se empinaban por encima del bosque de abetos y nogales que lo bordeaba. Allí pasaba semanas en vigilia, garabateando cálculos inacabables, inquiriendo señales en el caótico y críptico firmamento, sondeando con su lente aquel punto reflectante que se aproximaba en marcha veloz, impresionante, abalanzado, luego de su noche afelia, con la “avidez de un demente” hacia los brazos del sol.
En paralelo, transcurría otra precipitada carrera entre los periódicos de todo el mundo, que se apresuraban a arrancar declaraciones al doctor de los cielos. El Fígaro cubano no fue menos y consiguió su página con el científico estrella, que “vive cerca del cielo”, de cuerpo pequeño, cuadrado, con “barba de luz, como formada por una lluvia de infinitos bólidos” y “una cabellera rara, de un color nuevo, indescriptible, como reflejos de sol o resplandor de aurora boreal”. Así lo describía, con lujo de detalles, el periodista santiaguero Francisco García Cisneros en su interview con Camille Flammarion.
—Maestro, el fin del mundo se aproxima. La humanidad entera se despedirá de la vida en un hermoso día de primavera.
—Es un vaticinio prematuro. ¡Son tan erráticos los cometas! Cualquier capricho los hace cambiar de órbita, respondió Flammarion, envuelto en la retórica de su reputación y la voz flemática del sabio; aclarando, eso sí, que sería un espectáculo grandioso y que el cometa se vería mucho más radiante que en su visita anterior.
—¿Y cuándo cree usted que pasará frente al sol y nos inmergirá en la luminosa cola?, insistió el periodista.
—No deseo poner en práctica mis ideas de leyenda, mis ficciones novelescas del fin del mundo: la gente haciendo provisión de oxígeno, horadando la tierra para refugiarse debajo de las capas envenenadas. Todo eso es pura fantasía, y anhelo que del alma de todo timorato se aleje una impresión que lo enerve. La Tierra ya ha estado dos veces en las colas de cometas, y los habitantes solo presenciaron una lluvia de estrellas errantes, fuera del blindaje poderoso de nuestra atmósfera.
—¿Entonces nuestro globo traspasará la cola, defendido como por una coraza imposible de romper, y ningún gas venenoso corromperá el aire?
—Eso será lo más probable.
Concluyó directo y conciso Flammarion, sin que en su rostro de matiz rojo se percibiera un gesto de emoción o duda. Extendiendo sus manos anchas, se despidió del reportero cubano, “sonriendo aún y clavando en el cielo sus ojillos grises, como dando los buenos días, muy afectuosos, a nuestro próximo huésped: el cometa Halley”.

La semana cometaria
Cuatro meses después, cuando el astro parecía posar su fantasmagórica silueta sobre las cabezas cubanas, muchos habían olvidado haber leído en El Fígaro del 23 de enero de 1910 aquellos argumentos de Flammarion y su llamado a la compostura. En cambio, dando más crédito a las teorías del desastre, cayeron presa del espanto y del desconcierto.

La fecha en que se verificaría el paso del cometa entre el sol y la superficie terrestre quedó fijada para la noche del 18 al 19 de mayo de 1910. ¿Cuántos habrán podido conciliar el sueño? Curiosamente, la atención principal —es decir, el gran temor— no estuvo centrada en el núcleo, sino en la cola, suelta y amplia como blanca cabellera. Se había difundido la opinión de que, al recibir la intensa radiación solar, la cola del cometa —formada por gases y partículas congeladas— se “dilataría” y, cual si fuera un ser vivo a mediodía, haría “rechazo” al sol en dirección opuesta, inclinándose irremediablemente hacia la Tierra.
La revista El Pensil de Santiago de Cuba activaba la alarma el 15 de mayo:
“El problema del encuentro se ‘complica’. ¿En qué instante exacto nuestro globo se encontrará detrás del astro con relación al sol? Esta fecha crítica se producirá el 18 de mayo […] y si la cola alcanza un poco más de 23 millones de kilómetros (distancia existente ese día entre el núcleo del cometa y nosotros) todo el globo terrestre se encontrará sumergido durante la tarde en el seno de la cola cometaria”. De modo que, incluso salvarse del núcleo no significaba haber escapado de lo que El Pensil denominó “una terrible eventualidad”.
En las vísperas, el estado de paranoia se había intensificado a tal magnitud que, a la sombra del cometa, se dieron las mil y una ocurrencias: tentativas de suicidio, robos, saqueos, peregrinaciones al Santuario del Cobre, raptos de muchachas, matrimonios expeditivos. No faltó el alma generosa que donó sus bienes a la Iglesia, o el maleante que se entregó en la comisaría más cercana, en ambos casos para llegar “en buena” al Juicio Final. Pero ahí no paró.
A las tres y media de la tarde del día 18 se escuchó un estruendo inaudito que hizo temblar la ciudad de Pinar del Río de un extremo a otro. Todavía no se había apagado el eco infernal y ya miles de piñareños se arrojaban a las calles en carrera despavorida intentando huir de un enemigo invisible. “¡El cometaaa… ha sido la cola del cometaaa…! ¡Se acaba el mundo!”, vociferaban. En realidad, la explosión en cadena de varias cajas de dinamita había arrancado desde los cimientos el cuartel Ravena de la Guardia Rural y dejado cientos de muertos y heridos. Aun cuando en el suceso no hubo influjos de la galaxia, fue una absoluta catástrofe.
Habiendo perdido la paciencia ante el panorama de elucubraciones excesivas, y armado de confianza tras cotejar el mensaje recibido desde las alturas, el padre jesuita Mariano Gutiérrez-Lanza, subdirector del Observatorio de Belén, salió al paso organizando una velada científica para explicar el resultado de sus investigaciones. Denunció que la avalancha de escritos “trágico-efectistas” difundidos por la prensa, a contrapelo de lo esclarecido por la mayoría de los astrónomos serios, había generado el lamentable y peligroso histerismo en la población cubana. En su lugar, convocaba a “desechar toda alarma pueril” y admirar tan “espectacular como inofensivo” fenómeno.

Por su parte, el popular diario El Cubano Libre aseguraba en grandes titulares: “No ocurrirá hoy ninguna catástrofe”, “La vida en la Tierra está garantizada”, mientras que en su sección Notas y Noticias reseñaba:
“Interminable sería esta nota si en ella reflejáramos todo cuanto sintió y pensó el vulgo, en el día de ayer, hasta las 12 de la noche, con motivo de la conjunción del cometa Halley con nuestra mísera Tierra. Coleando más que el cometa, habrá amanecido hoy toda la gente que anoche se moría de miedo […] Cuando sonaron las campanadas de las nueve, la naturaleza sonreía más tranquila que nunca. Ni un bólido, ni la fugaz estela de una estrella errabunda, ni un polvillo sutil; nada de nada”.
¡Y va de cola!
Muchos años después, el periodista Waldemar León dejaría en Bohemia del 10 de febrero de 1967 su testimonio:
“En 1910 yo contaba cinco años de edad, y mis familiares, previendo la imposibilidad de que vuelva a verlo en 1986, me despertaron en la madrugada del 17 de mayo. Así me fue dable contemplarlo cuando la distancia que lo separaba de la Tierra era relativamente corta, en todo su esplendor con su cola luminosa, formada por borbotones de brillante luz discontinua, más intensa en algunos tramos que en otros. Era un espectáculo de fantasía inolvidable”.

Quien sí supo hacer del Halley un show fue el actor y maestro del humor Carlos Luis de la Tejera. Cómo olvidar su desternillante monólogo en el que el director general de una empresa remite un memorándum al gerente de una fábrica y, en lo que la indicación va pasando por los diferentes “niveles”, llega a “la base” más nebuloso que el propio cometa:
“El viernes cumple 76 años el director general, por lo que se libera a todo el mundo para la fiesta que tendrá lugar en el comedor, con el grupo Halley y sus cometas. Todos deben ir ‘en cuero’ y usando cascos de seguridad, porque habrá lluvia y se va a formar tremenda gozadera en el patio de la fábrica”.
Para ponernos a reír un rato y a reflexionar sobre los ruidos de nuestra comunicación.
Como un condenado a la peregrinación eterna, el cometa Halley ya inició su ruta cósmica de vuelta a la Tierra, luego de alcanzar el afelio, punto más alejado del sol. Se calcula que, antes de llegar a nuestro planeta, cruzará por los cobertizos de Neptuno, Urano, Saturno y Júpiter.
Los expertos predicen que Halley podrá verse hasta diez veces más brillante que la última vez, en 1986. Así que toca esperar hasta —por si acaso, anoten la fecha— el 28 de junio de 2061. El asunto trae cola, definitivamente.