En el sigiloso y entrañable proceso de adaptación de las tradiciones navideñas heredadas de España por nuestro patrimonio religioso y cultural, el cerdo asado pasó a ser la comida más típica y deseada en las festividades de fin de año en Cuba. Aquí se arraigó como costumbre —y desafío, según las circunstancias personales— agenciarse un cerdo para asarlo entero, o tan siquiera un pedazo de su carne, porque nadie concibe una Nochebuena o un 31 (de diciembre) sin probar al menos una “masita” guisada.
Desde tiempos remotos el cerdo ha sido por excelencia el plato anfitrión en las principales celebraciones de los cubanos. Tanto en los guateques o fiestas campesinas como en los ampulosos banquetes de alta sociedad citadina se hizo común compartir alrededor de un lechón —cerdo mediano, de carne tierna— asado en “púa” u horno al carbón; luego de un proceso de cocción uniforme y duradera que igualmente está precedido de un protocolo irresistible para ciudadanos de a pie y celebridades.
Cerdo, cochino, puerco, marrano, verraco, gocho, gorrino, macho: múltiples son las maneras de denominarlo, pero lo real es que el generoso animal ha tenido un lugar privilegiado en la alimentación y el imaginario colectivos.
Reseñó Martí que “en la mesa, opulenta y premiosa, de gallina y lechón” le discutió Maceo en La Mejorana; “[…] y me gusta comer carne de puerco con papas”, recitó Guillén en su poética declaración de hombre impuro; “¡Ay mi pobre marranito/ Te van a volver jamón,/ Pobrecito mi chiquito/ Y tu cuerpo chicharrón”, cantó el bárbaro Benny Moré; Mongo Rives, el rey del sucu-sucu, dijo “guaracheando” a Juan Panadero: “Pero lo más que me alegra/ es que me inviten a un fiestón/ para llevarle a mi suegra/ el rabito del lechón”; mientras el periodista Miguel de Marcos escribió la fábula Memorias de un lechón asado; entre otros muchos ejemplos.
Suculento para muchos y exótico para los turistas, como inmoral para protectores de animales e intolerado por personas con colesterol alto, la presencia del cerdo ha sido más que un botón de la gastronomía doméstica y componente sentimental en la evocación de los que se fueron: cuando afirman que la carne “de allá” no tiene el sabor natural de la criolla. Constituye historia, folclor, cultura, dignidad, orgullo; también indicio de opulencia o necesidad, y hasta tiene correlaciones con el estatus social y las políticas económicas. No por gusto Buena Fe y Eliades Ochoa lo bautizaron, con sandunga, “el mamífero nacional”.
Auténtico y tradicional
La historia del consumo de carne de puerco en Cuba comenzó lejos de las grandes ciudades. Su naturaleza desembarcó con los conquistadores hispanos y el animal se crió de manera extensiva en la manigua hasta en condición salvaje. Años después se arraigó su aprovechamiento en el campo, universo del campesino cubano, sinónimo de trabajo y sacrificio que pasó a crear colonias porcinas en cuartones o corrales, sin más ayuda que sus conocimientos empíricos e instintos de supervivencia. Aquel campesino criollo es también el referente obligado de quien aprendió a cocinar la carne con destreza en palos que eran clavados en la tierra sobre una fogata.
Revisando la prensa cubana se confirma que ya en el siglo XIX el cerdo era el protagonista de las comidas festivas en la isla y que cocinarlo significaba no solo un evento culinario. Por entonces las notas periodísticas lo calificaban como el indispensable, el sin rival, el típico, el clásico, el consabido, el popular, el criollísimo… lechón “tostado” —que no asado—, “fruto bendito de esta tierra cubana”.
Ligando empellas y carne de cerdo frita al fufú de plátano, los esclavos africanos inventaron el “mata-jíbaro”, mientras en la literatura de campaña y diarios de los próceres independentistas se advierte las preferencias por consumir cerdo a “la hora del rancho”. Al respecto, escribió el general Enrique Collazo en su Cuba Heroica que, hallándose en la jurisdicción del Camagüey en el verano de 1869: “El almuerzo fue alegre y alborotoso, para justificar el dicho de ‘barriga llena corazón contento’. Los ayudantes del general Gómez nos vengábamos del hambre sufrida, dando ataques enérgicos y decisivos a las bateas de carne de puerco, menospreciando la de vaca. El general Modesto Díaz notó la operación, y volviéndose, dijo: ‘Oye, Máximo, ¿sabes que tienes muy malcriados a tus ayudantes? Si nos descuidamos nos dejan a la luna de Valencia. Manden para acá carne de puerco y entreténganse con la de vaca’”.
Otro que aludió a esa suerte de festín fue Ramón Roa en A pie y descalzo, una de las obras más controvertidas de su tiempo por la crudeza con que narra episodios de la Guerra de los Diez Años: “Dormí un rato mientras el lechón estuvo asado, y en estándolo [sic], con la actividad del hambriento que huele la tajada me esperecé bostezando profundamente y me planté al pie de la barbacoa que sirviera de parrilla y me harté a tal extremo, valga la franqueza, que si hoy lo hiciera, de fijo que por decoro no lo contaría, volviendo de seguida al lecho que el peso de mi cuerpo había dibujado entre la yerba”.
Vale precisar que no fue esa la tónica de la dieta mambisa, sino de festejos excepcionales y contadas ocasiones cuando podían procurarse alguna carne. “El soldado libertador no tuvo nunca navidad. Para nosotros fueron aquellos días como otro cualquiera. Difícil era poder celebrar la festividad pascual cuando la mayor parte de los días no teníamos nada que llevarnos a la boca”, sentenció el general Enrique Loynaz del Castillo a Bohemia en diciembre de 1955.
Sobre la tendencia de la celebración, hacia diciembre de 1893 señalaba el Diario de La Marina: “Tanto vamos progresando en el orden de las ideas, de tal manera hemos transformado los sentimientos y las costumbres, que apenas si queda ya de la clásica Nochebuena de nuestros abuelos, otra cosa que el lechón y el pavo asado, los turrones y el buen vino […] Pero ahora que todos miramos a la tierra, el que no tiene lechón y pavo, turrón y buen vino, ruge de cólera y piensa en la dinamita”.
Nochebuenas
La primera Nochebuena de la etapa republicana se celebró en 1902. El semanario El Fígaro caricaturizó el suceso. A pesar de los modestos ingresos nacionales, se dispusieron precios para que la mayor cantidad posible de cubanos pudiera acceder a los artículos para la cena. Si se quiere tener idea somera: una especie de “combo navideño” surtido con dos libras de jamón, un pollo asado, dos libras de lechón asado, una libra de turrón, nueces, avellanas y castañas, una barra de pan, una botella de jerez seco o dulce, dos medias botellas de aloja y un pomo de aceitunas, costaba cinco pesos. Por su parte, los acreditados comercios La Flor Cubana, Cuba Cataluña, El Progreso del País y La Viña vendieron lechones asados a tres y cinco pesos.
Otra página costumbrista que denota la idiosincrasia del asunto la aporta La Política Cómica, del célebre caricaturista Ricardo de la Torriente, que en diciembre de 1922 convocó a un curioso concurso de décimas dedicadas al guanajo y al lechón, los “mártires” de las festividades. A la redacción llegaron miles de cartas de todo el país, pero pocos acertaron en la yema con las palabras precisas. He aquí dos obras ganadoras, cuya lectura no deja de resultar simpática aún hoy, en la era de los memes:
¡Pobre lechón! Ya recelo la suerte que has de sufrir: que te la van a partir lo mismito que a Mamelo. En el horno querrá el cielo que tu triste vida acabe, y como a mí bien me sabe el lechón muy tostadito, tu sabroso pellejito lo comeré con casabe. (Adela Beltrán, Virtudes 84, HAB) |
El triste lechón cubano listo está para la cena anual de la Nochebuena en su casita de guano. Le puso el americano del impuesto la cabuya, y si no hay algo que influya para que cambien el plan, no hay remedio, lo asarán del empréstito en la puya. (Irmina Pérez, San Ramón 8, CMG) |
Vinculado asimismo al cerdo, o mejor dicho, a la falta de éste, por aquellos tiempos en el Presidio Modelo —el mismo que describió Pablo en visceral testimonio— se afincó una perla del choteo criollo: el “arroz con gritería”. Este consistía supuestamente en arroz amarillo con carne de puerco, aunque a los presos solo les llegaban los despojos y los chillidos del animal sumido en el instintivo y pueril intento de comunicar su espanto y sufrimiento al saberse desangrado por la puñalada atroz. “Será un adiós a la hartura,/ al placer de los pantanos,/ el terror por unas manos,/ el temblor por una cena…/ ¡Oh, vida que en Nochebuena/ sacrifican los cubanos!”, suscribió el Indio Naborí.
Hacer de la muerte una fiesta resulta para muchos la parte anacrónica de la tradición. Sobre todo por la manera violenta —algunas veces verdaderamente brutal y dolorosa— con que se lleva a cabo la matanza a domicilio por un matarife sin preparación, ni comprensión jurídica del bienestar animal, ni más interés que linchar al cochino que han venido engordando durante los últimos meses, en insalubres cochiqueras, ya sea para comerlo en casa o venderlo, descuartizado, en la tarima de la esquina. El alarido de un cerdo al momento de morir es, sin dudas, desgarrador.
Comer con identidad
El proceso de cocción, sin embargo, deriva en un entretenido “ritual” en el que suele participar toda la familia. Lo que quiere decir que, si bien es uno el que casi siempre se lleva el aplauso por estar de frente al asado, de cierta manera lo hacen todos. Con frecuencia la actividad arranca desde la noche anterior, cuando se “pincha” la carne por varios puntos y se le embadurna sin escatimar con un “mojo criollo” a base de naranja agria o limón, ajo macerado y sal, con una pizca de pimienta negra y hojas de laurel; para luego dejarla reposar adobada hasta la mañana siguiente. Decía mi abuela, diestra como nadie en la cocina, que ahí estaba el secreto.
Todo el mundo tiene una opinión sobre el asado y, aun cuando sepan o no del universo detrás de una parrilla, se sienten con capacidad para dirigir la orquesta con voz de chef de academia: “dale más candela de este lado que está quedando crudo” […] “no lo agites tanto que va a caer en la ceniza” […] Lo cierto es que no hay receta o regla que obligue a seguir un único método. En la misma medida que se fue aplatanando la costumbre en los distintos espacios de la geografía nacional, fueron mezclándose técnicas y estilos.
Desde temprano empieza el alboroto con la llegada de familiares y amigos que se suman a preparar condiciones para la parranda. Si es en el campo, se abre el hueco en la tierra, donde se arma un rústico horno sobre piedras, se prende el carbón o la leña y cuando la brasa está en su punto se monta a asar el puerco; que puede ser cruzado por una vara llamada “púa” o “pincho” (método propio de la región oriental), empujándolo en “hamaca” o despatarrado sobre un bastidor de metal o parrilla improvisada (más habitual en Occidente). Según el gusto, se aromatiza con gajos de guayaba o se cubre con hojas de plátano.
Otras variantes incluso más peculiares y extravagantes son “la caja cubana”, una de las pocas formas en que el carbón va encima y no debajo de la carne, encerrada casi de manera hermética. Según dicen, es así como mejor queda la piel del lechón. Además, están los “enterrados” y los “ahogados” en pailas llena de aceites; y los que se asan en púa cerca de la costa, que en medio del proceso de cocción son zambullidos en el mar unos segundos y devueltos al fuego, para que la piel quede tan suave como galleta de soda. En fin, delicatessen de la alta cocina de monte adentro.
Por lo pesada y rigurosa, la labor del asado normalmente recae en los hombres de la casa, mientras las mujeres se concentran en preparar los acompañantes por antonomasia de esa carne: congrí, viandas hervidas, ensalada de vegetales y dulces en almíbar. Por supuesto, para mitigar el calor y la monotonía de cara al horno se van turnando veladores encargados de voltear el puerco hasta que se dore parejo; en tanto se sirven a menudo “picaderas” de chicharrones, buñuelos de malanga, mucho ron, aguardiente y cerveza; todo matizado por la música del hit parade y un juego de dominó.
Como en las zonas urbanas —dígase ciudades y poblados— no es tan fácil organizar un jolgorio a la usanza rural, la celebración transcurre con otra impronta. Es más usual cocinar las partes del puerco (perniles, paleta, lomo) en hornos de cocinas profesionales y domésticas. Recuerdo los días en que podía llevarse el lechón o un pernil en bandeja a las panaderías, donde por un módico precio salía de los hornos convertido en manjar dorado.
Aun cuando el atributo del acontecimiento sigue siendo el mismo, con esa facilidad se pierde un poco la dicha de compartir en familia la dinámica del asado; algo así como pretender disfrutar un partido de fútbol sin goles. Asimismo, en restaurantes y puestos callejeros se expendía cerdo asado, para que al menos se pudiera comprar una librita y ningún paladar quedara sin saborear la tradición.
Resumiendo las esencias de esta ceremonia decembrina, en letras que guardan vigencia, escribió el folclorista Samuel Feijóo en la Bohemia del 16 de diciembre de 1956: “El lechón asado de Nochebuena es un rito cubano pascual, de los mayores y más alegres. Esto se siente respirando el aire del día famoso. El día de Nochebuena, por las calles de los pueblos pasan teorías de olorosas tártaras [sic] con lechones asados al horno. Siempre pasan, sea el año bueno o malo, porque el cubano se sacrifica, se empeña, con tal de celebrar ‘dignamente’ la Nochebuena […] Esa noche es la noche del año, no cuenta la miseria. Para celebrarla acude a todos sus recursos. No poder cumplir con la tradición es un golpe muy recio para su moral”.
La carne de la discordia
Con el triunfo revolucionario de 1959 se ideó el primer plan de desarrollo intensivo de producción porcina. En 1967 se sentaron las bases del Programa Porcino, redondeado en los años siguientes con un esquema de desarrollo y cruzamiento genético unido a la creación de granjas estatales de producción comercial.
De acuerdo con estadísticas oficiales, entre 1970 y 1989 la producción de carne de cerdo aumentó de 16 mil toneladas a 102 mil toneladas, cifra esta que estableció récord; y justo a partir de ahí comenzó el declive impuesto por el llamado Periodo Especial y cuya cola se ha extendido hasta la actualidad, cuando la producción de carne de cerdo parece haber tocado fondo. Ni el Periodo Especial faltó el puerco asado en los hogares cubanos.
“Al cierre de 2020 se contabilizaron apenas 93 400 toneladas de carne de cerdo en banda entregadas a la industria, de acuerdo con el Anuario Estadístico de la Onei. Pero lo peor estaba por venir: en cuatro años decreció todavía más la producción en este renglón (más del 85 %); en 2023 se registró la menor cifra de los últimos 15 años: 13 300 toneladas”, así condensaba hace pocas semanas el reportaje “Carne de cerdo en Cuba, en descenso sostenido”, de la periodista Amanda Padrón en OnCuba.
En efecto dominó, la caída en picada de la capacidad productiva y la contracción de la oferta han sido directamente proporcionales al incremento exorbitante de los precios de la carne de cerdo en el mercado, donde hoy se halla entre 750 y 820 pesos la libra (entre 2 y 3 USD). Al respecto se ha intentado dilucidar culpabilidades, pero todo ha quedado en la incertidumbre; pues son tantos como en Fuenteovejuna.
Lo concreto es que no es necesario sacar demasiadas cuentas para convencerse de que esta brusca realidad —que parece no tener salida a corto plazo— en tiempos de inflación, de carestías materiales y ausencias humanas —por las familias rasgadas con la emigración—, ha puesto en jaque la subsistencia misma de la antigua tradición de despedir o recibir cada nuevo año, abrazada la familia en torno a un buen lechón asado: símbolo de una cubanía que se tambalea.