Durante tres días no se habló de otra cosa. Impulsados por los vientos de guerra, el despliegue de los dos barcos rivales se puso en marcha el 9 de noviembre de 1870 sobre un teatro gris, un mar de invierno. Cientos de hombres se disponían a llevar dos naves a sus puestos de combate: tambores belicosos espoleaban los ánimos, los oficiales gritaban órdenes a todo pulmón, los infantes ponían sus armas en punto desde la proa hasta la popa, los grumetes limpiaban de fardos las cubiertas, los artilleros abrían las escotillas por donde asomaban amenazadores los cañones, mientras en las cabinas internas los médicos y los carpinteros preparaban sus instrumentos para entrar en acción.
Era un caos organizado. El ajetreo producido por cientos de hombres corriendo de un lado a otro en cada barco iba disminuyendo en la medida que terminaban las tareas. Con todo dispuesto, finalmente el bullicio fue sustituido por el silencio. Ese que precede a cada desafío entre pistoleros del viejo oeste. Solo se percibía el viento agitando las velas y banderas en los mástiles, y las olas chasqueando en los costados de las embarcaciones.
Aquella tarde, frente a los ojos fisgones de La Habana aconteció un singular duelo entre el cañonero alemán Meteor, al mando del kapitanleutnant Eduard Von Knorr, y el aviso francés Bouvet, del que era jefe el capitán de fragata Alexandre Franquet. El encuentro, de ribetes absurdos y resultados contradictorios, ocurrió en el marco de la guerra franco-prusiana (1870-1871), que si bien fue pródiga en batallas terrestres apenas pudo ver a la Marina en acción.
El conflicto entre el Segundo Imperio francés de Napoleón III y el Reino de Prusia de Bismarck resultó el más importante en Europa después de las Guerras Napoleónicas y antes de la Primera Guerra Mundial. Así, de manera accidental, a la distante Cuba cupo el honor —si acaso puede decirse— de ser un insólito campo de batalla por la supremacía continental.
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El drama empezó 72 horas antes. A las ocho de la mañana del lunes 7 de noviembre de 1870 desde el Morro se anunció la presencia del Meteor, que procedía de Nassau vía Cayo Hueso en busca de carbón. El buque alemán, de 400 toneladas y 43 metros de eslora, traía a bordo 70 hombres y estaba equipado con tres cañones de 15 y 12 centímetros. Caprichosamente, una hora más tarde, desde Martinica arribaba por la misma avenida náutica el Bouvet, de mayor envergadura, con 800 toneladas, 80 tripulantes y similar batería: sendos cañones de 12 cm por banda y uno de 16 cm en colisa a proa. Tan inmenso era el mar, y los enemigos acérrimos venían a coincidir en el mapa antillano.
Como embajadores en alta mar de las crecientes hostilidades entre sus naciones, ambas dotaciones dieron cordel a las rispideces propias de dos leones metidos en un cuello de botella. Durante el 8 de noviembre las ojerizas continuaron escalando hasta involucrar a los respectivos cónsules en la isla y, arrojando la diplomacia por la borda, el capitán Franquet no halló mejor salida que arreglar el asunto en el terreno —o mejor dicho, en el océano— del honor; así que desafió a su par prusiano. Von Knorr, sin que le temblara una mejilla, plantó cara y aceptó el reto.
Apostar por una conciliación en esas circunstancias hubiese sido un atentado a la dignidad y al coraje, por tanto, una imprudencia imperdonable, habrán pensado los implicados. “El tiempo de las palabras ha pasado. ¡Que hablen los cañones!”, se dijeron con un puñetazo sobre la mesa. El duelo quedó pactado para la siguiente jornada.
Conforme a su animosidad, ese mismo mediodía los galos fueron los primeros en salir al ruedo. Las normas internacionales de la época decretaban que para lances de este tipo los barcos beligerantes debían esperar entre sí veinticuatro horas después de que el primero saliera del puerto. Por tanto, correspondió al navío de Prusia aguardar fondeado en la bahía.
Tras la estela del Bouvet salieron la cañonera española Centinela, encargada de verificar que el combate se efectuara apegado a las reglas y fuera de sus aguas jurisdiccionales, y el vapor Hernán Cortes, llevando en calidad de observadores al capitán general Conde de Valmaseda, al intendente de Hacienda, al comandante general de Marina, al gobernador civil de La Habana, además de personas distinguidas y corresponsales de la prensa nacional y extranjera, según describió uno de los propios periodistas a bordo para La crónica de Menorca (11/12/1870), periódico español de asunto generales.
Nadie quiso perderse el show gratuito que tuvo amplia publicidad. “Miles y miles de personas se hallaban apostadas en las azoteas de las casas y el litoral del puerto, dispuestas a presenciar el emocionante nuevo espectáculo que dentro de unos minutos iban a ofrecerles barcos contendientes, en ese inmenso, magnífico escenario del mar, tranquilo y sereno aquella tarde espléndida, según un cronista de la época [el de La Quincena, periódico fundado por Gonzalo de Castañón, publicado el 12 de noviembre de 1870], pletórica de luz, de vida, de hermosura… Hasta en la costa del Vedado se encontraban espectadores, hombres, mujeres y niños”, reseñó el historiador habanero Emilio Roig de Leushenring en un mecanuscrito que puede consultarse en el Repositorio Digital de la Oficina del Historiador de la Ciudad.
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Se desperezaba la tarde del 9 de noviembre cuando, decidido a dar batalla, el pequeño Meteor salió de la bahía en dirección noroeste hacia el lugar acordado. El Bouvet, que lo esperaba desde el día anterior mar afuera, imitó el avance poniendo proa a su enemigo. Sobre las 2:30, a unas seis millas de tierra y separados entre sí por milla y cuarto, los barcos izaron sus banderas mientras los hombres rechinaban sus colmillos. En lenguaje marcial las tripulaciones indicaban que estaban listas para medir fuerzas.
Rompió fuego el aviso francés,. Logró enviar varios disparos antes de que el adversario respondiera su primera descarga. En todo momento se vio al Bouvet disparar con mayor cadencia. El comandante Franquet, uno de los más expertos y osados jefes de la armada francesa, ordenó embestir al alemán por la banda de estribor para echarlo a pique temprano; sin embargo, no surtió efecto. Con un certero golpe de timón, el Meteor consiguió que solo le rozaran las barandas.
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En la acometida, que tenía el propósito de practicar un abordaje al mejor estilo de las peleas piratas de siglos atrás, los infantes a bordo desataron una tormenta de fusilería y granadas de mano. Durante el choque, una bala de cañón destrozó los dos palos mayores del navío prusiano y, para más fatalidad, las velas y cuerdas en su desplome fueron a enredarse con la hélice, entorpeciendo la marcha.
Se pensó que el Meteor estaba sentenciado. No obstante, aún desarbolado, al alargarse las distancias entró en operación su moderna artillería. Con un poco de fortuna o jugándose el todo por el todo, el Meteor logró mandar una bomba directo al corazón del Bouvet: la caldera. De golpe se rajaron las tuberías y un chorro de vapor inundó el ambiente, desatando un incendio que pudo ser contenido de inmediato; pero con la máquina inutilizada, el barco francés vio reducida su capacidad de maniobra.
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El comandante galo hizo soltar los velámenes para recuperar movilidad y repentinamente decidió adelantarse en demanda del puerto. A esas alturas de la acción, el Meteor había conseguido liberar su hélice y, como no presentaba graves desperfectos en la máquina ni en el casco, aprovechaba para cañonear al contrincante herido. Entonces el Hernán Cortés intervino con un fogonazo de aviso, señalándole al cañonero prusiano que el pleito se daba por concluido. Eran las 3:05 de la tarde.
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Finalmente, el Bouvet entraría remolcado a La Habana, y media hora después lo hacía el Meteor por su propio motor. A su regreso, según los bandos partidarios, ambas dotaciones fueron recibidas con aclamaciones y tratadas como vencedoras. Los espectadores del Hernán Cortés darían fe de que ambos buques se desplazaron con destreza y cruzaron disparos de todo calibre por más de 20 minutos. Aunque a todas luces pareció un final dudoso.
El balance de daños reveló numerosas averías causadas por impactos de proyectiles en las embarcaciones. Incluso se dice que el alemán quedó en reparaciones en La Habana hasta mediados del año siguiente. Por su actitud en el combate los comandantes Von Knorr y Franquet fueron ascendidos de graduación, y es de apuntar que ambos llegarían al final de sus carreras siendo almirantes. Asimismo, muchos subordinados recibieron condecoraciones.
En cuanto al saldo definitivo de víctimas, existen discrepancias en las principales fuentes documentales. La mayoría de los registros sobre el episodio sostienen que la parte francesa solo tuvo tres heridos: “A bordo del aviso francés, según se nos ha asegurado, solo hubo dos hombres escaldados y un herido por una astilla. Los tres fueron conducidos anoche a la casa de salud de Garcini”, refiere el testimonio en La Crónica de Menorca. Sin embargo, algunas hipótesis calculan que pudieron sufrir hasta diez bajas, entre heridos y muertos, básicamente escaldados. Por ejemplo, así lo dejaba caer El Fígaro en su edición del 6 de diciembre de 1903: “[…] los franceses que a consecuencia de la explosión de la caldera también tuvieron varios muertos, ocultamente procedieron a su enterramiento”.
Lo que sí está demostrado es que los prusianos lamentaron dos muertos por bala de fusil y esquirlas de granada. Estos fueron inhumados el jueves 10 en el antiguo Cementerio de Espada con notable procesión, y hasta la sociedad habanera solidaria celebró una cena benéfica para recaudar fondos destinados a las familias enlutadas. Años más tarde, sus restos serían trasladados a una bóveda en la Necrópolis de Colón.
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Foto: Tomada de Habana Radio (online).
Allí hoy, en uno de los cuadrantes fundacionales del camposanto, la marmórea inscripción al pie de un obelisco revela el sitio de reposo de Marcos Matrosen Carbonnier y Tomas Von Thomsen, las dos víctimas mortales conocidas del duelo naval. “Ese terreno donde se erigió el pequeño monumento por la comunidad germana de La Habana fue comprado al Arzobispado por el Consulado General de Alemania el 14 de agosto de 1884”, apunta el licenciado Ricardo Díaz Murgas, especialista histórico de la institución.
En certificación de que el tiempo pasó y se consolidaron nuevas relaciones bilaterales, hasta ese modesto mausoleo llegan puntualmente cada año representantes de los cuerpos diplomáticos de la República Federal Alemana y del gobierno francés.
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Depositan ofrendas florales en recordación a los caídos y pronuncian sentidos discursos haciendo notar el peligro de la internacionalización de los conflictos armados, en un afán humanista para que no se repitan fatídicos eventos como aquel de noviembre de 1870, cuando la distante Cuba se convirtió, por escaramuza del destino, en epicentro de la guerra franco-prusiana.