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La entrada masiva de chinos a Cuba sucedió entre 1847 y 1874, cuando unos 150 mil fueron llevados hasta la isla para trabajar en las plantaciones azucareras, en condiciones de semiesclavitud. Pero el flujo migratorio continuó durante la primera mitad del siglo XX, en ocasiones procedente de Estados Unidos, de forma legal, pero también clandestina.
A inicios de la etapa republicana, en 1902, luchaban por ganar un espacio en las actividades dedicadas al comercio, en las que tenían primacía los españoles. Fueron abriéndose paso, acumulando capital como vendedores de vegetales y frutas, hasta convertirse en personajes populares de la vida cotidiana. La escritora Renée Méndez Capote, en su libro Memorias de una cubanita que nació con el siglo, los recordaba como:
“Aquellos chinitos verduleros, cargados con hasta seis canastas que colgaban en dos grupos de tres, una encima de otra, en los extremos de su larga pértiga. Se agachaban a la puerta de las casas, sacando su mercancía con una paciencia, una dulzura alegre que encantaba; aquellas figuritas menudas, casi sin excepción venían de Cantón, con sus zapatos peculiares, negros, como alpargatas finas con suela de cuero, con sus trajes de corte especial casi invariablemente de algodón azul, digo casi porque yo creo recordarlos también vestidos de gris, con el sombrero de paja puntiagudo y redondo debajo del cual llevaban enroscada en un gran moño la trenza increíblemente larga […] Las afueras de La Habana estaban llenas de pequeñas huertas bien cultivadas. El campo aparecía sembrado de chinitos en cuclillas, cubiertos por sombreritos redondos. A la puerta de las casitas los aperos de labranza más primitivos: regaban su tierra con regadera y cortaban la yerba con hoces”.

De estas pequeñas huertas se abastecían los establecimientos de sus paisanos en la ciudad y también los vendedores ambulantes. La práctica se mantuvo durante media centuria.
Contaba el escritor y periodista Gerardo del Valle, en 1928: “[…] van con las cestas al hombro, caminando con rítmico paso que los ayuda, matemáticamente, hasta los más apartados suburbios. Se les puede ver a las siete de la mañana, en peregrinación alegre, por la Avenida de los Presidentes hasta el Vedado. Conocen al dedillo las necesidades de cada cliente y se adaptan a cada complejo carácter con que tropiezan. Siempre se hace negocio con ellos. Profundamente humanos, procuran complacer y tienen la paciencia única en los hijos de la raza amarilla de saber esperar cuando el cliente tiene crisis monetaria y necesita del crédito salvador… No hay casa en La Habana que no ‘tenga’ su chino viandero que resuelve el problema de la economía doméstica”.
Los chinos se insertaron en aquel universo dominado por los llamados baratilleros que vendían casi de todo, aunque su presencia fue más discreta si la comparamos con los árabes y los españoles.
En el caso de los comerciantes de ropa, Renée Méndez Capote rememoraba: “El chino sedero era un tipo muy distinto, vestía de dril crudo, con corbata y llevaba sombrero de pajilla. Yo no recuerdo ni uno con trenza. Usaban las uñas largas y pulidas y olían a perfume. Llegaban a las casas donde se les daba muy gustosa entrada y, en la sala, con todas las mujeres alrededor, abrían sus maletas olorosas, llenas de cosas finas y lindas de China y polvos de arroz y perfumes franceses, y medias y pañuelos de hilo y de seda, trajes bordados ‘para estar en casa’, pantuflas de piel para los hombres y primorosamente bordadas para las mujeres”.

Bledo por espinaca
La anécdota me resultó curiosa. Fue narrada por el Dr. Enrique Bello en el artículo “¿Señora, está usted segura que lo que come su niño es espinaca?”, editado en 1942, por la revista Bohemia.
En una familia habanera se debatía sobre las excelentes cualidades nutricionales de la espinaca y quisieron incorporarla a las comidas, sobre todo para beneficio del niño de la casa.
Nadie mejor que el chino Felipe, quien les suministraba desde hacía 20 años verduras, para buscarles el vegetal desconocido por ellos y sobre el cual la prensa insistía en sus beneficios para la salud. La dama le preguntó si tenía espinacas, “Como todos los chinos hortelanos de Cuba no entienden bien lo que se les habla cuando el lenguaje contiene alguna palabra un poco difícil y que, además, se caracterizan por decir que sí a todo lo que se les pregunta y no entienden, acompañando siempre su afirmación con una sonrisa bondadosa, contestó: ‘Sí yo tiene’”.
Y la señora le encargó entonces traerle todos los días un mazo de la hortaliza.
“El pobre chino, sin conocer el papel científico que representa en la sociedad cubana, consultó el caso a sus compatriotas y, de conformidad propia con la mentalidad de esta raza, que tanto queremos y respetamos en Cuba, se decidió, para no mortificar a la señora, llevarle un mazo de bledo ya que él conocía que esta planta es comestible”.
Como el niño se veía más saludable, según la madre por el consumo frecuente de espinacas, no faltó la recomendación a sus amigas para que incorporaran la verdura a sus ensaladas. La noticia se expandió “y el pobre Felipe, con la mejor buena fe, cultivaba y cultivaba, sin cesar, bledo para sus marchantes”. Otros paisanos siguieron su ejemplo, la demanda era insaciable, todas las madres cubanas, con perdón de los gramáticos, están ‘bleando’ a sus niños y no ‘espanicándolos’”.

Diversidad
A principios de los años 50 todavía era numerosa la colonia china en la capital de Cuba. Según un reportaje publicado por el periodista Ángel Cuiña Fernández en la revista Bohemia, residían en la ciudad y los municipios de Regla y Guanabacoa más de 10 mil asiáticos.
“Estos hombres merecen admiración por su amor al trabajo y perseverancia. Lo mismo se les ve en labores propias del comercio que en los más rústicos y penosos trabajos, siendo muchos los que se dedican a labores agrícolas. También hay periodistas, intelectuales, artistas mecánicos, etc.”.
En esa época, antes del amanecer, llegaban desde Capdevila y Palatino a los puestos de sus paisanos en cualquier mercado habanero los chinos que cultivaban acelgas, col, lechuga, berro y otras verduras. Además de la clásica bodega de barrios, proliferaron lavanderías, pescaderías, pollerías y fondas regenteadas por ellos.

“Un tren de lavado operado por chinos, por su laboriosidad, es semejante a una colmena de abejas. Su personal, no obstante, el enorme calor que de sus fogones encendidos emana y la irrespirable atmósfera que les invade, trabaja alrededor de doce horas al día. De vez en cuando hacen un alto para dedicarse a aspirar, por la caña de fumar que tiene uso colectivo, el humo aromático que la fumada produce. Y así, entre el llevar y el traer grandes planchas de hierro con las que alisan la ropa, libran su sustento, sudando, de verdad, la gota gorda […]”, reseñaba Cuiña Fernández.
Los chinos vendedores de periódicos se diferenciaban de sus colegas cubanos porque no vociferaban por las calles habaneras ni se colgaban de tranvías y guaguas. Acostumbraban a sentarse en un banquito, frente a algún establecimiento del Barrio Chino, en espera del comprador. En tanto aprovechaban el tiempo para leer gratis las noticias.

La comunidad china editó cuatro periódicos y una revista en el siglo XX. La publicación más duradera fue Hoi Men Kong Po. Comenzó a circular el 3 de mayo de 1922 y dejó de imprimirse en la década de 1970.
Con el tiempo, los comerciantes más afortunados ampliaron sus negocios. “El almacén de víveres fijos, el restaurante lujoso, la sedería fija, todos montados acordes con la época y atendidos por personal fino y complaciente, constituyen hoy lugares de visita de los compradores. Galiano, San Rafael, Neptuno, Paseo Martí y otras importantes calles de nuestra capital acogen consorcios chinos de primera categoría”, relataba Cuiña Fernández.

El negocio en carretillas metálicas
El aumento de inmigrantes consolidó el denominado Barrio Chino de La Habana, que se extiende en la actualidad desde las calles Escobar a Galeano y de San José a Reina, en el municipio de Centro Habana. Allí crearon diversos comercios, en especial establecimientos para vender alimentos, muy bien acogidos por la población cubana.
Las pequeñas fondas, restaurantes de comida china, se expandieron a diferentes repartos, y también los puestos donde elaboraban chicharrones, chicharritas de plátano, papas o boniato, frituras de bacalao, de malanga con perejil y rositas de maíz. Testimoniaba en 1950 el periodista Luis Rolando Cabrera:
“Puestos hubo que aumentaban el menú y a los clásicos bollitos de frijoles de carita y a los chicharrones de masa y de viento añadían otros manjares que hacían aumentar la clientela, y vendían yuca con mojo y asadura de puerco sirviendo por dos o tres centavos una ración en una hoja de papel. El tenedor era rudimentario y muy de acuerdo con la procedencia asiática del proveedor: un palillo de dientes.

A tales puestos acudía una clientela fija, eran vendedores de periódicos, billeteros, gente pobre que, no reuniendo los centavos necesarios para ir a pagar un par de platos a la fonda, se arrimaban al mostrador del puesto de chinos y compraban, con menos de 10 centavos, un poco de yuca, otro de gandinga, tres o cuatro boniatos fritos y aún les sobraba para un par de plátanos manzanos como postre.”
El choteo, la gracia criolla, no faltó a la hora de bautizar algunos de los alimentos. A los plátanos fritos les llamaron mariquitas, a las frituras de harina, de forma alargada, pitos de auxilio; bollitos a las de frijol carita y a la asadura de puerco “comida de guapo”.
Al mermar la clientela, algunos chinos movieron el negocio en carretillas metálicas y se fueron a vender por los barrios. Sus colegas cubanos se dieron cuenta que la idea era buena y también montaron sus fondas sobre ruedas, donde se podía adquirir perros calientes, bistecs y las famosas fritas. Esto fue al principio, luego ampliaron el menú, tanto en los puestos fijos, como en los móviles:
“Y añadieron minutas, tortillas, papas rellenas, chorizos y otras cosas más. Comerciante hubo que estableció ́ pronto la ‘cadena’, como en las tiendas norteamericanas, y viendo un filón en el negocio adquirió un tren de carretillas que luego alquilaba por noche a los vendedores. Otros hicieron ‘cadenas’ de vidrieras y las establecieron de un tipo particular en diversos barrios de La Habana”, narraba Luis Rolando Cabrera en su reportaje “Del puesto de chinos a la carretilla aerodinámica”.
Fuentes consultadas:
Renée Méndez Capote: Memorias de una cubanita que nació con el siglo, Editorial Huracán, La Habana, 1964.
Ángel Cuiña Fernández: “El chino, hombre de trabajo”, Bohemia, 22 de enero de 1950.
Luis Rolando Cabrera: “Del puesto de chinos a la carretilla aerodinámica”, Bohemia, 12 de febrero de 1950.
Enrique Bello: “¿Señora, está Ud. segura que lo que como su niño es Espinaca?”, Bohemia, 25 de octubre de 1942.
Gerardo del Valle: “Instantáneas callejeras”, Bohemia, 16 de septiembre de 1928.
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