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Héroes del fuego: la tragedia de Isasi

El 17 de mayo de 1890, un incendio devastador en la ferretería Isasi y Cía. marcó para siempre la memoria habanera. Murieron 28 bomberos en acto de servicio, en una de las mayores catástrofes civiles de la historia de Cuba.

por
  • Igor Guilarte
mayo 17, 2025
en Historia
0
Litografía del incendio de la ferretería de Isasi, la noche del 17 de mayo de 1890. Foto: Archivo del autor.

Litografía del incendio de la ferretería de Isasi, la noche del 17 de mayo de 1890. Foto: Archivo del autor.

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“¡Carbonizado! No soy más que un cadáver carbonizado, ennegrecido, una masa sin forma ni nombre; inhumano: un despojo indiscernible de la catástrofe. Apenas me reconocen. Parezco un tronco deforme, ha musitado el doctor mientras amortajaba mis carnes achicharradas. Embutido en el ataúd recorro por última vez las calles de mi Habana, para que nos vea pasar la multitud curiosa, compadecida. En andas, también chamuscados, mutilados, en silencio para la eternidad, van mis compañeros de infortunio. ¡Valientes! Al toque de las alarmas corrimos, incluso a medio vestir. Siempre de los primeros, afanosos, disciplinados, orgullosos de cumplir nuestro compromiso cívico”.

Los relojes pasaban de las diez de la noche del 17 de mayo de 1890 cuando los silbatos de los agentes del Orden Público y las voces de los serenos dando la alarma sacaron de la cama a la vieja Habana. Los teléfonos conectados a las estaciones de bomberos empezaron a timbrar. Se había declarado un principio de incendio en la esquina de Mercaderes y Lamparilla. Las coordenadas coincidían con el local de la razón comercial Isasi y Compañía. Presuntamente, una vela que cayó prendida al suelo sobre un poco de estopa fue el origen de la conflagración.

Respondiendo al llamado de emergencia, con la intrepidez que les caracteriza, se movilizaron hacia el lugar señalado agrupaciones del benemérito Cuerpo de Bomberos del Comercio y de los Bomberos del Municipio. Los del Comercio fueron los primeros en llegar con su bomba “Colón”, que situaron en la toma de agua de San Ignacio. Le siguieron la bomba “Cervantes” y un grupo de obreros del Arsenal. Además, apoyaron miembros de otros cuerpos uniformados y vecinos.

Juan Isasi dormía en su mansión del Vedado cuando tocaron con nerviosismo a su puerta: “El almacén de la ferretería está en llamas, señor Isasi. ¡Pronto!”. El empresario cincuentón partió a la carrera hacia su almacén. Entre voces y arengas, los bomberos desplegaban sus maniobras de “ataque”. “¡Adelante, muchachos!”, gritó bizarramente el jefe. Y adelante siguieron. En eso se escuchó un brusco estallido que avivó las llamaradas y esparció por los aires una granizada de pedruscos y fragmentos humanos a medio quemar.

Si bien ha trascendido la teoría de que la explosión fue causada por un acopio de pólvora no declarado, cuatro peritos extranjeros —dos franceses y dos ingleses— contratados especialmente para investigar el caso concluyeron que la detonación se debió a dinamita. Al parecer, había un poco de las dos. Isasi, quien, dicho sea de paso, tenía asegurado el depósito por 20 mil pesos oro, pasó a ser sospechoso de un crimen y resultó detenido por un celador de barrio apellidado Vázquez. Al final no confesó, y tras un juicio dilatado salió absuelto, pagó una contundente fianza y se esfumó a España.

Con la explosión: el derrumbe. Varias casas a la redonda sufrieron el coletazo de la onda expansiva. Imperaba el desespero y la confusión. Debajo de las paredes desplomadas podían escucharse los gritos agónicos de heridos y atrapados. Cinco horas después pudieron extinguir la candela y entonces, al descorrerse la densa cortina de humo, emergió un balance dantesco.

“¡Infelices! Tantos jóvenes llenos de vida y ávidos de entusiasmos. Qué hideputez la de don Isasi. Demonio infame. Entramos a ciegas, con las rudas hachas como ojos. Sin saberlo, cruzábamos el umbral del infierno. La desgracia apareció con un estrépito de bomba, un vértigo apocalíptico de llamas retorcidas. Tembló el piso bajo nuestros pies, antes de acabar sepultados por los destrozos. No recuerdo más que el latigazo del destello cruel y verme sumergido en una espiral de polvo, clavos, barriles, cadenas y fierros al rojo vivo. La luz nos abandonó, rastrera, y caímos al reino de la oscuridad. Como ahora, todo es tan tenebroso. Nos llevan a que nos trague la tierra, fría, luctuosa, irreversible. Dicen que nos carga en brazos la Gloria. ¡Oh, madre mía, os pido perdón! Dios nos guarde. Honor y Deber”.

Una tras otra van identificando a las víctimas. La tragedia dejó 38 muertos, entre ellos 25 pertenecientes a esos grupos de hombres que —entonces de manera voluntaria— dedicaban esfuerzos a extinguir los fuegos que con frecuencia calentaban la capital. Ocho pertenecían a los Bomberos Municipales y 17 a los Bomberos del Comercio. Además, fallecieron cuatro agentes del orden, un alistado de la Marina y ocho civiles, según puede leerse en una tarja de la sala-museo que actualmente ocupa el espacio de la antigua ferretería. De los cientos de heridos, muchos quedaron con la piel lacerada, las extremidades amputadas; incluso hubo quien perdió un ojo. La pesadilla de los recuerdos nunca dejaría de asfixiar a los supervivientes.

Destacan entre los mártires los venerados jefes Juan Musset, Andrés Zencoviech, Francisco Ordóñez, José Miró, Óscar Conill, los hermanos Gastón y Raúl Álvaro, que tantas veces burlaron las fauces de las llamas; unos aparecieron destrozados, otros sucumbieron en las horas siguientes por las graves quemaduras.

Francisco “Paco” Silva, a la sazón cónsul general de Venezuela en La Habana, y sus amigos del alma Rodríguez Alegre y Juan Coloma compartían en el café El Louvre cuando supieron de la emergencia. En gesto altruista acudieron para ayudar en la extinción del fuego. No debían estar allí. Y sin embargo, terminaron engrosando el listado de muertos. A las siete de la mañana, mientras el cadáver desfigurado de Paco Silva yacía sobre un catre, la pobre madre ignoraba el destino del hijo.

Tres de las principales víctimas mortales del siniestro. Foto: Tomada de “La Ilustración Cubana–Americana”, 22 de junio de 1890.

Otros tuvieron mejor fortuna, como el periodista Ricardo Mora, de La Discusión, que, después de pasar veinte minutos aplastado por los escombros y casi al punto de la asfixia, pudo salir con solo algunas heridas; o Antonio Valdés, quien —según el diario La Lucha— fue extraído milagrosamente ileso de las ruinas. Tres días después quedaban todavía restos humanos entre las cenizas. Para no lastimar con picos y palas a los que, vivos o muertos, podían hallarse debajo, los rescatistas escarbaban y removían los cascotes a mano limpia.

La prensa de la época, con dispendio de rumores y titulares sensacionales, agotaba temprano sus tiradas. En particular el periódico La Discusión no se limitó para reseñar el incidente en sus más crudos detalles.

Periodistas de la talla del Conde Kostia (Aniceto Valdivia) y Julián del Casal escribieron sobre “la hecatombe”, como la denominó el sentir popular. Asimismo, que parte de la tragedia haya quedado documentada en fotos se debe a los reporteros gráficos José Gómez de la Carrera, Higinio Martínez y Juan Francisco Steegers. La repercusión alcanzó varios rincones del país y hasta la propia España. La reina envió sus consuelos a las familias.

Durante días fue el tema de primera plana. “Hoy la crónica viste de luto y corta la brillante serie de notas mundanas, con una triste y sombría. […] Aún flotan al aire negros crespones de duelo y se oye el eco funeral de las campanas. La desgracia, como ave siniestra, batió las alas sobre la ciudad, dejándola llena de consternación, sumida en la angustia inconsolable. La pluma tiembla entre los dedos, al describir los horrores de aquella hecatombe”, reseñaría El Fígaro la semana siguiente.

Enlutado amaneció el pecho de La Habana la mañana del 18. Fueron suspendidas las actividades recreativas típicas de la jornada dominical, mientras en los buques anclados en la bahía y en las fachadas de los edificios públicos se izaron las banderas a media asta.

Hasta la tarde fueron velados los cuerpos en capilla ardiente en el vestíbulo del Ayuntamiento (hoy Palacio de los Capitanes Generales). “A las tres y media comenzó el aterrador desfile de cadáveres”, cuenta El Fígaro. “De nueve a once coches fúnebres alineados al frente y al costado del amplio edificio […] La cruz y los ciriales del Sagrario de la Catedral con el señor párroco, cierran esta primera parte del cortejo. Siguen dieciocho carros fúnebres en donde van dieciocho cadáveres… Escoltan esta trágica manifestación de la muerte los bomberos y numeroso pueblo de todas las clases sociales, llevando piadosamente las coronas recogidas sobre los ataúdes”.

El entierro de los bomberos pasando por la calle de O’Reilly. Foto: Colección de la Biblioteca Nacional José Martí.

Imágenes de archivo muestran la caravana de féretros, uno junto al otro. Desfilaban detrás las autoridades administrativas y militares, varias compañías de Voluntarios, del Ejército y la Armada, una de artillería de montaña y tres compañías de Bailén con sus cornetas; además, cónsules extranjeros, corporaciones sociales, los centros Gallego y Asturiano, el comité de comerciantes, los niños de la Beneficencia, el claustro universitario.

La ciudad entera vestía de luto. Bajo una lluvia fría y pertinaz que camuflaba las lágrimas sobre las mejillas, el pueblo habanero colmó sobrecogido la ruta desde la Plaza de Armas hasta el cementerio, para rendir su último adiós a la legión de inmolados.

***

“¡Unión eterna! Juramos aún en cofradía. El abrazo de la tierra. Dieciséis son las fosas que nos aguardan, pesarosas. Acaban de abrirlas los presos, a golpe de azada. Están separadas unas de otras por un tabique de tierra que, al mismo tiempo, las conecta en una enorme, como si dibujaran los cuarteles entrecruzados de un blasón. En la despedida de duelo, el general Chinchilla, comandante de los bomberos, encomia nuestro sacrificio y agradece a cada uno en nombre de la ciudad. Conill e Isaac Cadaval son inhumados en sus respectivos panteones familiares; el jefe Musset, en la bóveda 220 del Arzobispado, y los hermanos Álvaro, en el panteón de doña Ana Fayet. En este agujero a la vista de la Capilla recibimos cristiana sepultura veinticuatro despojos, con nuestro capitán Zencoviech a la cabeza. A ambos lados del cuadrante, sendos montículos húmedos y pardos esperan para caer sobre nuestros cajones como una terrífica bendición. Las arañas del crepúsculo empiezan a tejer la noche. Ya quiero descansar en paz”.

Pero La Habana, noble y humanitaria, no olvidará aquel tristísimo episodio ni a sus víctimas. Por eso, con la última paletada de tierra sobre los muertos, nació la idea de perpetuar su memoria con un monumento digno, a la altura de su hazaña. Para concretar ese anhelo, al año siguiente de la catástrofe, el Diario de la Marina, secundando un acuerdo del Ayuntamiento, lanzó en sus columnas una suscripción popular.

El concurso de proyectos fue ganado por la obra Heroum, la cual —abierto el pliego— resultó ser del joven arquitecto Julio Zapata y de Agustín Querol, uno de los más renombrados escultores de España. El segundo lugar correspondió a Etiam si mortuus fuerit, de Enrico Astorri; y el tercero, al proyecto Santiago de Compostela, elaborado por Cot, Sons Buckley & Co.

Momento de la construcción del monumento funerario. Foto: Diario de la Marina, 24 de julio de 1897.
El proyecto ganador de Julio Zapata y Agustín Querol aparece publicado en “La Ilustración Nacional de España”, del 26 de mayo de 1892.

Las acciones constructivas iniciaron en diciembre de 1892 bajo la dirección del maestro de obras Francisco de P. Astudillo, y para el 24 de julio de 1897 fue develado el soberbio mausoleo en ceremonia solemne presidida por el mismísimo capitán general Valeriano Weyler. Su erección fue tasada en 55 mil pesos oro.

Los osarios —detallaba el Diario de la Marina— fueron dispuestos de la siguiente forma:

Costado del frente: Adrián Solís, Carlos Rodríguez, Isaac Cadaval, Andrés Zencovich, Juan J. Musset, Francisco Ordóñez, Oscar Conill, Gastón Álvaro y Raúl Álvaro.

Costado lateral derecho: Pedro González, Ignacio Casagrán, José Prieto, Carlos Salas y Ángel Mascaró.

Parte posterior: Ricardo Tamayo, Inocencio Valdepares, Francisco Valdés, Juan Viar, Enrique Alonso, José Miró, A. López, A. Romero, Alberto Porto, B. Baquer y F. Botella.

Costado lateral izquierdo: Antonio Suárez, Bernardo García, Pedro Cromat, Fermín Posada y Miguel Pereira.

“El busto de cada una de las víctimas figura en el nicho en que reposan sus despojos. Solo han dejado de llevarse al panteón —acotaba el Diario— los restos de don Juan J. Musset, porque su familia desea que continúen en el panteón que le erigió el perdurable cariño de su viuda, y de don Oscar Conill, cuyo cadáver se halló momificado al efectuar la traslación”.

Resulta imposible pasar por la avenida central de la Necrópolis de Colón sin que la mirada quede impresionada por el panteón de los bomberos. Es la tumba más alta del camposanto habanero y, de hecho, debe ser la segunda con mayor elevación en Cuba, solo superada por el mausoleo de Martí, en Santa Ifigenia.

Mausoleo a los bomberos de Isasi en la Necrópolis de Colón. Foto: Igor Guilarte.
Parte frontal del panteón que guarda alguno de los nichos. Foto: Igor Guilarte.
Otra perspectiva del conjunto escultórico, una de las tumbas más llamativas del cementerio de Colón. Foto: Igor Guilarte.

El conjunto escultórico, de estilo ecléctico, mármol blanco y piedra de cantería, posee una carga simbólica excepcional. “Constituye lo más elevado del repertorio sepulcral colombino, superponiéndose en él elementos arquitectónicos y escultóricos: pilarotes, chaflanes, contrafuertes y pilastras de su base y cuerpo central, con representaciones alegóricas y simbólicas de la iconografía cristiana y pagana”, afirma Ricardo Díaz Murgas, muséologo de la institución y autor de la ficha técnica del mausoleo.

Un ángel alado y de ojos vendados domina el conjunto. Es el Ángel de la Fe, que sostiene el cuerpo de un bombero desfallecido mientras eleva su mano izquierda, como señalando al alma del héroe el cielo de la inmortalidad. En la parte media, desde donde brota la columna central con forma de obelisco, se halla un sarcófago de mármol escoltado por cuatro efigies femeninas que representan el Heroísmo, la Abnegación, el Dolor y el Martirio.

Hermanados, veintiocho nichos con los osarios se disponen entre los contrafuertes de los ángulos de la base, enmarcados por arcos trilobulados. En sus tapas aparecen los medallones con el rostro esculpido de cada uno de los bomberos, con excepción de Juan Viar, que —a falta de una reproducción de su imagen— el escultor asumió “prestar” la suya. En una pilastra del cuerpo central se concentran los atributos del oficio, los escudos de España, del Cuerpo de Bomberos, de Orden Público y de la Marina de Guerra, junto a la Fortaleza y la Gloria. Inscripciones, relieves, cadenas forjadas y otras ornamentaciones aluden al suceso histórico y a sus protagonistas, apunta el especialista en su descripción.

Para rendir homenaje, hasta allí llegan todos los años los herederos de aquellos primeros héroes que, en pos de salvar personas y recursos materiales, sin más escudo que su valor, disciplina y sentido del deber, arriesgaron sus vidas.

El suceso del almacén de Isasi y Cía. es recordado como la primera gran tragedia en la historia de los cuerpos de bomberos en Cuba, y clasifica entre los peores incendios que haya registrado la retina habanera desde su fundación. Solo es comparable —por la forma y la cantidad de víctimas— con la voladura del Maine, el atentado de La Coubre o la explosión del hotel Saratoga.

Ocurrió hace hoy 135 años, pero no se puede olvidar que la historia, caprichosa, suele repetirse como una noria.

Etiquetas: Historia de CubaPortada
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Igor Guilarte

Igor Guilarte

Santiago de Cuba, 1983. Licenciado en Periodismo por la Universidad de Oriente (2007). Periodista e investigador histórico. Premio en Concurso Nacional de Periodismo Histórico 2020 y 2022.

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